Pese a las muchas alegrías que nos ha dado a lo largo de su historia, el Salón del cómic de Barcelona, que cierra sus puertas este domingo, es hoy una cita estéril para el medio, apenas un mercadillo cada vez menos interesado en los tebeos, pero al fin y al cabo una excusa como otra cualquiera para recomendar unos cuantos. Aquí va nuestra selección:
El club del divorcio
El club del divorcio
Se trata de un manga de Kazuo Kamimura (1940-1986), conocido como creador gráfico de Lady Snowblood, el personaje vengador que inspiró a Tarantino su Kill Bill.
El club del divorcio se dibujó entre 1974 y 1975, en un Japón donde la situación social y económica para una mujer divorciada era poco menos que terminal. En sus páginas se narra la aciaga circunstancia de una madre divorciada que regenta un local de ocio en Ginza, donde trabajan mujeres en su misma tesitura.
Es un grado ambiguo de prostitución, son mujeres de compañía que allí encuentran refugio al estigma social que pesa sobre su estado civil, y que coquetean con los clientes pero que no siempre van a estar dispuestas a mantener relaciones sexuales con ellos. Alrededor de la protagonista, además de compañeras y clientes, rondan su exmarido, un pianista de oficio, un barman con el que mantiene una amistad no del todo resuelta y una hija que vive con su abuela.
El club del divorcio alterna lo crudo y lo sentimental, por momentos cobra la veracidad de una autobiografía, sosteniendo al lector en un estado de ánimo muy concreto, ambiguo en lo moral pero confortable como un prado de lirios en tierra volcánica. Se trata de un melodrama liviano, pero de muy largo aliento que habla del peso del pasado, de la soledad de los hombres, de la bondad de las mujeres y de la torpeza de ambos.
La magnitud abrumadora de los mangas que se concibieron por entregas en revistas periódicas, como es el caso de este, que se desarrolla en un millar de páginas (ahora presentadas en dos volúmenes), propician narraciones de atmósfera espesa y demorada.
Kamimura recorre las calles mojadas de Tokio y convoca un aroma cercano a la melancolía mientras su protagonista se conduce como ejemplo de entereza y arrojo, lo cual no implica que el tebeo se deje tentar por molestas épicas de autorrealización sino por todo lo contrario. Porque, como se dice en una de sus páginas, “si uno se pone a hablar solemnemente sobre la vida, es normal que la conversación se vuelva lúgubre”.
Los cuadernos de Esther
Los cuadernos de Esther
Riad Sattouf juega al despiste: sus cómics son todos de risa, tragicómicos en algunos casos, pero siempre gobernados por el humor. Y, sin embargo, dan miedo. Ocurría con La vida secreta de los jóvenes, con El árabe del futuro y es el caso de Los cuadernos de Esther. Ocurre así en todos porque, precisamente, todos son sagaces cuadernos de campo con la realidad como motivo de estupor.
En Los cuadernos de Esther la jugada es la siguiente: el dibujante se ha aliado con la hija de un amigo, una niña de París que le cuenta anécdotas y le detalla reflexiones para que él las entregue al mundo sin demasiada intervención. Así nos hace testigos de un mundo al que, de otro modo, los adultos no atienden. Es el día a día de una niña de diez, once, doce años..., ya que la operación pretende abarcar hasta la mayoría de edad de Esther, a razón de un álbum por año.
La obsesión por las marcas, el clasismo en floración, las aspiraciones heredadas, la ordenación social, los ritos de apareamiento... Los temas son sospechosamente similares a los que incumben y hacen atroces a los mayores, pero la diferencia es que los niños todavía se hacen preguntas al respecto.
El tebeo es divertidísimo, adictivo en sus historietas de una página y puro terror en proceso. El logro de Sattouf, además, ha sido atraer, al menos en su país de origen, no solo a lectores maduros que siguen las entregas semanales en las páginas de Le Nouvel Observateur, sino a niñas de la edad de Esther que conectan sin cuestión con un personaje que vive aventuras y sentimientos enormes a sus ojos, nuevos y trascendentales. Un clásico en construcción.
Mi pequeño
Mi pequeño
Otro libro protagonizado por un renacuajo, aunque éste algo más especialito. Mi pequeño es una estrambótica obra de 2006 que Fulgencio Pimentel presenta ahora en castellano y cuya calidad invalida la anterior edición de Norma.
Se trata del primer trabajo largo del belga Olivier Schrauwen, un gran descubrimiento del último tebeo europeo que aquí, con mentalidad de filigrana y haciendo reverencias a clásicos y ancestros, lo mismo a Winsor McCay o a George McManus que a Heinrich Kley o a Chris Ware, tomaba el formato dominical de principios de siglo para desarrollar una serie familiar y dinamitarla desde dentro.
Inercias de estilo nos llevan a escribir que Mi pequeño es un tebeo más grande que la vida, pero es que esa parece ser la intención de Schrauwen, que escudriña los retrovisores para dar un relato de vanguardia, una propuesta original conducida por las peripecias de un pituso que se supone un niño, pero que es otra cosa, una inquietante.
El tebeo rebosa talento y no padece ninguno de los males de las operas primas. En lo gráfico es arcaizante y magnífico, audaz como un modernista finisecular. Contiene fugas inesperadas hacia la carcajada, alfombra cualquier irrupción de lo grotesco y es desprendido en el sentido de la maravilla, como se era antes de la Gran Guerra. Deslumbrante es poco.
Pulse enter para continuar
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John Varley y Rod Serling en colores difuminados, dice la contraportada. Y un Charles Burns con prismáticos, podríamos decir. La murciana Ana Galvañ también se mira en los maestros para, bajo una preciosa cubierta que literalmente se enciende y se apaga, ofrecernos una antología de relatos de ciencia ficción circunspecta.
Alianzas en campamentos de verano interestelares, virus informáticos que se nutren de traumas profundos, entrevistas de trabajo vejatorias como todas... Y así hasta cinco piezas esotéricas ligadas por un saludable rechazo al sistema y por una propuesta gráfica radical.
Máculas, estampados, ondas de luz derramada y bosques de líneas diagonales. La experiencia de lectura de Pulse Enter para continuar, diseño puro destilado en lenguaje, es en todo momento estética y sensorial.
Galvañ localiza todas sus historias entre la memoria y lo admonitorio. Todas suenan distantes porque eluden el humor, están dibujadas con alma de delineante y, como las serpientes, tienden al zigzag. El total es un libro de cauce enigmático y esperamos, porque lo merece, que peligroso.
¡Cuidado, que te asesinas!
¡Cuidado, que te asesinas!
A la música, que es un arte que no requiere discurso, es a lo que aspiran todas las demás artes: la pintura, la literatura, la arquitectura y por descontado el cómic, que es una disciplina bastarda e indómita. Pues bien, Lorenzo Montatore, un treintañero madrileño afincado en Barcelona, hace música a los lápices.
La hizo en su primer tebeo, La muerte y Román Tesoro, y vuelve a hacerla en ¡Cuidado, que te asesinas!, un librito que se te agita en las manos como un bichejo a punto del éxtasis, que es ese instante que los contiene todos.
¡Cuidado, que te asesinas! no se sabe si es un tebeo de humor o una enorme tragedia, y en esa indeterminación radica su mayor virtud. Su argumento es sencillo: aturdida por el pánico a la hoja en blanco, Centramina se baja a la noche y procede a recorrerla en compañía de su escudero Optalidón, por su parte invertebrado. Será un viaje psíquico en busca de la palabra cegadora, una lujuriosa aventura de barrio y una experiencia lectora entre lo atlético y lo decadente.
No es raro que Montatore mencione entre sus referentes a superdotados de la lírica y generadores de lenguaje como Valle o Umbral. El legado de ambos y de muchos otros respira en las tripas de ¡Cuidado, que te asesinas!, una mezcla natural e inesperada entre Luces de bohemia y un tebeo de los de antes, de cuando los tebeos eran divertidos.
El show de Albert Monteys
El show de Albert Monteys
Para divertido, El show de Albert Monteys. Es un álbum apaisado que recopila las páginas electrónicas que el dibujante catalán entregó hasta su cierre a la revista satírica Orgullo y satisfacción.
El contexto es el cotidiano y el motivo de uno mismo, sus circunstancias, lo rutinario, Internet, la familia y los rigores de una profesión que escogió en bendita la hora. Monteys, que es una bellísima persona, se toma aquí el perfil malo, se hace odioso por exceso de celo y demuestra que es uno de los más generosos en lo suyo, la historieta de humor.
El tebeo lo recorre un personaje gordito y entrañable, siempre desorientado, que en cuanto se descuida está caminando las páginas por libre, sin viñetas que contengan su angustia. Es el títere de Monteys, un cuarentón con responsabilidades que siempre encuentra algo mejor que hacer que sentarse a cuadrar el chiste, que se regodea en su miseria existencial como un anciano y que especula con la alternativa de una vida normal: la que ocurre al otro lado de los tebeos y se antoja, sí o sí, como el peor escenario posible.
El show de Albert Monteys se diría que está pensado para leerse a pequeños sorbos, pero es difícil dejarlo estar porque el dibujo es diáfano y goloso, un perfecto conductor para esa sonrisa permanente que cada dos páginas desemboca en risa fresca. Algo que no se paga con dinero.
El caso de Alain Lluch
El caso de Alain Lluch
Para terminar, uno de los tebeos más indecibles y por tanto atractivos del momento, El caso Alain Lluch, primera obra de Míster Kern, pintor en alza y artista urbano nacido en Buenos Aires, con sede en Burdeos y murales a brocha esparcidos por media Europa.
Kern se acercó al cómic hace dos décadas, como fanzinero y estudiante de Artes y Oficios en la Llotja de Barcelona, ciudad que le impulsó a practicar el graffiti. En la actualidad dibuja para la revista francesa de humor Fluide Glacial, vende cuadros molantes y neofigurativistas y le queda tiempo para firmar, asistido al guión por Antoine P., artefactos como el que nos ocupa.
El caso Alain Lluch cuenta la historia de un ejecutivo de marketing empleado en Mitbols, empresa dedicada a la alimentación perruna donde la falta de ética es norma y las mandagas que echan a sus productos tienen consecuencias inesperadas en la conducta de las mascotas.
Contar más, tal y como apuntan sus editores, sería entrar en el espoilerismo, porque esto es un cómic con el imprevisto como consigna, que se propone y logra girarnos la cabeza a cada página y que lo mismo que ahora te lleva al huerto, después te mete dos dedos en la garganta.
Kern, heredero de aquel hiperrealismo arrollador y algo temible que caracterizó el estilo de Liberatore o de Simon Bisley, llega y besa el santo y se demuestra un miura con este libro donde tienen cabida todas las actividades biológicas, algunas variantes y un sinfín demencial de antojos gráficos. El caso Alain Lluch se hace mirar como se hacen mirar los accidentes, es inútil resistirse.