La historietista israelí Rutu Modan (Tel Aviv, 1966), ganadora de dos premios Eisner, publica Túneles (Salamandra), un cómic nada habitual sobre la búsqueda del Arca de la Alianza por parte de un grupo variopinto de personajes. Túneles constituye el penúltimo intento de Modan por comprender la naturaleza humana e indagar en las paradojas identitarias de su país, aspectos que ya había tratado en obras como Metralla (2006) y La propiedad (2013).
Su último cómic, Túneles, está especialmente preocupado en reflejar cómo la incapacidad para confiar en los otros impide encontrar tesoros a quien los busca.
Así es, es una de las cuestiones que quería abordar en el cómic a pequeña escala. Es más sencillo abordar cuestiones complejas en artefactos manejables de ficción, como el retrato de una familia o, como en el caso de este cómic, un grupo pequeño de personas unidas por una causa común, la búsqueda del Arca de la Alianza. Sin embargo, cada uno de ellos tiene sus propios intereses. Cooperan entre ellos, aparentemente, por un mismo objetivo, pero iremos descubriendo que cada una de las partes tiene su propia agenda y, por tanto, será complicado que los unos confíen en los otros, lo que puede hacer que todo acabe en tragedia. En este contexto, nuestra protagonista Nili se revela como un personaje fuerte y decidido, que sabe cómo hacer para que puedan armonizar los intereses de unos y otros… hasta que entra en acción la falta de confianza. En este libro hay muchas traiciones: los hermanos se traicionan, un hijo traiciona a su madre por un móvil, etcétera.
En ese aspecto, Túneles se configura en torno a una idea muy bonita: el tesoro no es el arca, sino la alianza. Es decir, el fin no justifica los medios, los medios son el fin. En estos tiempos de pandemias y demás incertidumbres que pesan sobre nosotros, ¿qué hacer para mantener un sentido ético de la aventura, tanto en la vida como en la ficción?
Lo deseable es precisamente lo que comentas, tener muy claro que la arquitectura del trayecto siempre es la aventura. Permíteme que te cuente una anécdota sobre ese creativo publicitario al que le encargan una campaña sobre vacaciones low cost. Comienza una investigación para saber qué motiva a la gente a viajar, y se encuentra con dos anhelos: aventura y seguridad. Para algunas personas la aventura es simplemente salir de casa e ir a la playa de una isla griega, mientras que para otras personas la aventura está en pasar una velada en la selva; eso sí, siempre y cuando un helicóptero venga al final del día para llevarte de vuelta a casa, sana y salva. Esta contradicción entre aventura y seguridad, y los dilemas éticos que acarrea cada una de ellas, me fascina. Es algo que en realidad te topas en cualquier actividad, por ejemplo en un arquitecto, cuya actividad profesional ha de aunar en el diseño de una vivienda o un edificio riesgo y habitabilidad. Me interesa, sobre todo, la tensión entre ambas y la certeza de que necesitamos libertad para desarrollarnos, pero también un marco de seguridad. Las personas demandan hoy un tipo de aventura descafeinada, bajo control, y eso es un problema porque toda aventura conlleva barajar riesgos y aceptar las consecuencias de tus actos.
La consecuencia de los actos, la consecuencia de no actuar y dejar hacer a los demás…
Es algo que está presente en nuestro día a día, también con la pandemia. ¿Cuánto de todo lo sucedido ha tenido que ver con el terror, con la incapacidad de reacción o las reacciones pasivas? Ocurre de la misma manera al criar a tus hijos. ¿Cuánta libertad les das? ¿Cómo los mantienes seguros? De igual forma lo vemos en política: ¿Cuánto estamos dispuestos a sacrificar por la seguridad? Creo que el siglo XX nos dio una buena perspectiva de lo que ocurre cuando solo nos enfocamos en la seguridad. ¿Qué ocurre? Que pierdes todo el asomo de libertad. Pero ya ha pasado tiempo desde que aquello ocurrió, y la gente en Occidente tiende a olvidar lo que fue. Por supuesto, quienes actualmente siguen sin disfrutar de la libertad, por ejemplo en Israel, tienen muy claro lo que significa no disfrutar de ella. Sin embargo, tengo la sensación de que gran parte de Occidente da la libertad por hecho, razón por la cual se minusvalora su labor y se sacrifica sin pensar en nombre de la seguridad. Si me preguntas cuál es mi opinión al respecto, y lo que he querido contar en este cómic, es que debemos arriesgarnos. Mi apuesta en Túneles es por la aventura con todas sus consecuencias, una opinión que soy consciente de que resulta impopular en estos momentos. Las redes sociales me lo recuerdan a cada momento (risas).
Las personas demandan hoy un tipo de aventura descafeinada, bajo control, y eso es un problema porque toda aventura conlleva barajar riesgos y aceptar las consecuencias de tus actos
El humor es una constante en su obra. Desde su punto de vista, ¿qué relación tienen el humor y la supervivencia?
Trabajar desde el humor es arriesgado, más aún en un tiempo en el que todo el mundo se toma todo tan en serio. Volvemos al debate entre seguridad y libertad, y a las polémicas en torno a quién tiene el poder de insultar. Podemos plantearnos limpiar el mundo de inquina y animadversión, pero eso es imposible, nunca va a pasar. Somos humanos y sentimos todo ese rencor y violencia, y si negamos la expresión de ese sentimiento, estamos coartando, una vez más, la libertad que tanto nos ha costado ganar. Soy consciente de que hay personas que expresan su antisemitismo públicamente; no me gusta ni me parece bien, pero hemos de aprender a seguir viviendo con ello, y aceptar que hay gente estúpida en este mundo. Me parece importante que, ante todo, la gente tenga la libertad de expresarse honestamente. Creo que la honestidad es muy importante en estos tiempos que nos ha tocado vivir, y en momentos peores ha sido clave para sobrevivir.
Su compromiso, como ha subrayado en otras ocasiones, es con la ficción. Y en Túneles ha llevado ese compromiso hasta las últimas consecuencias.
Para mí la ficción es la herramienta ideal para construir una historia desde muchos ángulos, y abordar una problemática desde distintos puntos de vista. Es siempre un reto y me permite enfrentar todas aquellas ideas que habitan en mi cabeza, incluso aquellas que ni siquiera me admito a mi misma, a partir de personajes complejos, también despreciables, que pueden manifestar actitudes racistas o xenófobas. Entiendo la ficción como ese espacio de libertad que te permite mostrar las distintas aristas de un mismo problema, y no solo en lo que respecta a la política. Siempre se me pregunta por el conflicto árabe-israelí a propósito de Túneles, pero en sus páginas afronto otras muchas cuestiones, como la maternidad y los riesgos que se deciden correr en relación con los hijos. Cómo la confianza es la clave de la supervivencia de unos y otros. Para mí es quizá el punto más importante de la historia.
Soy consciente de que hay personas que expresesan su antisemitismo públicamente; no me gusta ni me parece bien, pero hemos de aprender a seguir viviendo con ello, y aceptar que hay gente estúpida en este mundo
También en lo artístico hay que correr riesgos.
Por supuesto. Es un ámbito en el que hay que aprender a sopesar los riesgos y gestionar la frustración. Es algo que he visto con claridad en mí y, según cumplo años, en mi alumnado, sobre todo cuando les propones un proyecto y estás ahí para acompañarles; también para invitarles a tomar rutas más inexploradas y complejas. Ellos son los que eligen qué están dispuestos a arriesgar y, claro, cuando no consiguen aquello que se han propuesto, se enfadan. Nosotros estamos ahí para asistirlos, pero ellos son los que han de tomar sus decisiones, los que han de arriesgarse a fallar y aprender, como nos ha pasado a todos. En última instancia, en más de una ocasión lo que puedes llegar a arriesgar es la vida, y eso desencadena riesgos y frustraciones esenciales. Hubo un tiempo, de hecho, en el que morir por una causa era una idea plausible. No digo que ahora no lo sea, y estoy de acuerdo con valorar y proteger la vida, pero ha habido épocas en las que la gente estaba dispuesta a morir por la libertad, por ejemplo; algo estúpido, sin duda, pero también un signo de los tiempos, que indicaba una determinada manera de pensar hoy en extinción.
Este cómic ha sido posible después de un largo proceso creativo. ¿Qué puede contarnos sobre el reto que ha supuesto para usted dada su complejidad?
Túneles es el más complejo de los proyectos que he llevado a cabo hasta el momento. En gran medida, por la cantidad de personajes; y porque, por primera vez, estos personajes no estaban relacionados conmigo directamente. Se trata de personas religiosas, extremistas del Isis, palestinos… Tenía miedo de que se entendiera que hablaba por ellos, o de no ser verosímil, por lo que me sumergí en un proceso de documentación con entrevistas, sobre todo a personas que pensaban de forma totalmente opuesta a la mía, o que tenían otras perspectivas de la situación política de Israel. Hay que entender que, a diferencia de mi anterior cómic, La propiedad (2013), en el que los personajes secundarios funcionan como extras del personaje protagonista, en Túneles todos los personajes invocados, y son unos veinte, son protagonistas, tienen su propio guion. A esta complicación hay que sumar otra: el tema que abordo lo había eludido durante años porque no había encontrado nunca la manera de confrontarlo honestamente, sin tener la sensación de que me estuviera justificando a partir de la historia. Lo que he querido trasladar con este cómic es que, mientras la política implica simplificar las cosas, la realidad es mucho más compleja y, por lo tanto, no se debería poder juzgar al otro tan a la ligera. Y esta idea implica una gran autoexigencia en lo que se refiere a la articulación formal del cómic.
Los israelíes están especialmente moldeados por sus historias. En Túneles aboga por la posibilidad de una historia común. Una historia imperfecta, contradictoria y, precisamente por eso, posible.
Creo que todos vivimos ese tipo de contradicciones en las historias de nuestras propias vidas. Aprendemos a convivir con nuestra manera de ser y aceptamos y perdonamos aquello que no termina de encajarnos de las personas a las que amamos. Porque, seamos honestos, nadie piensa de sí mismo “soy una mala persona”. Es a partir de la comprensión de nuestras paradojas y fallas cuando el encuentro con el otro se hace posible. Sin embargo, nos es mucho más difícil aceptar las contradicciones de las personas que no conocemos y hasta de naciones enteras, que colocamos con mucha facilidad en la casilla de “malas personas” o “naciones fallidas”. En cualquier caso, no seamos ingenuos, aceptar las historias de los otros es algo mucho más fácil de decir que de hacer. Esto terminé de constatarlo en el proceso de documentación de La propiedad, cuando viajé a Polonia para conocer el punto de vista de aquellos polacos no judíos que estaban en contra de los israelíes.
Yo nací en Israel, pero mi familia es de origen polaco, y crecí con el relato de que los polacos colaboraron con los alemanes en el exterminio judío. Cuando fui a Polonia me encontré con un relato muy diferente, y ahí me di cuenta de que, mientras con los alemanes se había llegado a un acuerdo sobre lo que había sucedido y se habían admitido las responsabilidades, con los polacos ese acuerdo había quedado pendiente. Desde su punto de vista, ellos habían sido las principales víctimas de los genocidios de la primera mitad del siglo XX, y en su relato hay muchos puntos con los que es difícil estar de acuerdo, pero otros que desconocía en aquel momento, como su lucha contra los nazis o el apoyo que dieron a los judíos. Una historia muy diferente a los lugares comunes de la Historia. En un primer momento, mi reacción ante estos descubrimientos fue la de decirles, “no, espera, yo te voy a contar lo que sucedió de verdad”, pero de inmediato pensaba, “yo no estuve allí, solo conozco un punto de vista de la historia y la mayor parte del mismo son ideas recibidas”, así que no podía decir con honestidad que su historia era mentira y la mía verdadera. Tuve que aceptar el hecho de que existía todo un relato de la realidad distinto al mío y verdadero, algo muy difícil de aceptar.
Lo que intenté en su momento con La propiedad, y ahora con Túneles, es poner de relieve la necesidad de esa negociación con otros y con otras historias, y de llegar a un acuerdo. Es difícil aceptar la verdad, que la verdad la constituyen muchas vertientes de la verdad, pero debemos ser conscientes de ello antes o después como adultos, y actuar en consecuencia. Es la única vía de un acercamiento a las personas, los países y las historias que desconocemos.
La cultura pop es hoy por hoy una de las herramientas más socorridas para crear relatos comunes. Su cómic apela a imaginarios pop ligados a la arqueología, como los de Tintín o Indiana Jones, ¿cómo ha trabajado el tema?
Es una pregunta complicada porque no soy desde luego ninguna experta en cultura popular. En primer lugar, y lo achaco a mi edad, porque es algo que requiere estar al día de todo lo que se hace y, llámalo privilegio de hacerse mayor, ya no siento esa urgencia. Estoy contenta con la música, los libros y la gente que me gusta, y no me importa mucho más. Ya no estoy tan involucrada como antaño en qué es lo que está de moda en la cultura; estoy enfocada en qué quiero decir y en cómo decirlo. Y si a la gente le gusta, bienvenido sea. Por tanto, los referentes que citas y que he empleado en Túneles no tienen una intencionalidad programática, son cosas que me gustan personalmente y que creo van a suscitar en quien lee un reconocimiento rápido acerca de lo que quiero expresar.
Cuando unos amigos que vinieron a España me recomendaron una exposición dedicada al cómic alternativo, conocí la obra de Max, Mariscal o Nazario. ¡Llevaba toda mi vida buscando algo así! Conecté con aquella manera alternativa de entender el cómic
Entiendo que a estas alturas privilegia sobre todo su vocación autoral. ¿Siempre se ha sentido autora de cómic, o es algo que ha ido surgiendo con el tiempo?
Crecí sin una cultura de cómic a mi alrededor. Cuando era pequeña apenas había cómics traducidos en Israel, ¡ni siquiera Tintín o Superman! En España os quejáis mucho de la falta de un mercado sólido como el francés, en Israel no había nada (risas). Sin embargo, desde muy niña lo que siempre me ha hecho feliz es contar historias a partir de imágenes. En casa tanto mi madre como mi abuela me contaban cuentos y leían relatos y yo los dibujaba. Hacía cómics sin saber que eran cómics. Por eso nunca he sentido que hubiera ningún tipo de separación entre el cómic y otro tipo de historias, y me sigue sorprendiendo que los cómics estén en una sección diferente al resto de libros. Fue rondando los veinte años cuando descubrí los cómics como un medio profesional al que poder dedicarme. Conocía la escena mainstream del medio, pero no me interesaba especialmente. No fue hasta que unos amigos que vinieron a España me recomendaron una exposición que habían visto en Barcelona dedicada al cómic alternativo [Una historieta democrática,1991] donde, gracias a su catálogo, conocí la obra de autores como Max, Mariscal o Nazario. ¡No podía creerlo! ¡Llevaba toda mi vida buscando algo así! Conecté inmediatamente con aquella manera alternativa de entender el cómic.
Usted empieza además a hacer tebeos en los años noventa, un momento crítico para el medio.
Por aquella época estaba en la Academia Bezalel de Arte y Diseño de Jerusalén y Michel Kishka, uno de mis profesores, inmigrante belga, fundó el primer curso de cómic en Israel. Éramos seis alumnos entregados y él nos trajo su colección de cómics de todo tipo, y eso acabó de hacer que me enamorara del medio tras el catálogo de Una historia democrática. “Esto es lo que quiero hacer”, me dije. Y aquí estamos. Los noventa fueron una etapa maravillosa para comenzar a hacer cómics. Maus (1991), de Art Spiegelman, había cambiado la percepción del medio y el cómic alternativo comenzaba a ser reconocido en la esfera pública. Era aceptable dedicarse a este mundillo, pero no dejaba de ser nuestro pequeño mundo. ¡Había tanto que inventar y explorar! En aquel momento no era consciente de si podría vivir de ello, solo quería hacerlo.
¿Qué puede contarnos sobre la genealogía de los artistas de cómic israelíes? ¿Existe en estos momentos una comunidad dedicada en Israel a la historieta?
En lo que respecta a nuestra genealogía, el cómic israelí tiene una cierta tradición de historietas para niños, que yo misma he recogido en mis cómics para los más pequeños; también de cómic político, pero todo muy anecdótico. Es en los noventa cuando podemos hablar del establecimiento de una pequeña comunidad, y ya en estos últimos años, aunque no tengamos editoriales dedicadas específicamente al medio cómic, sí contamos con dos tiendas especializadas y una producción propia de obras, así como una red de artistas independientes entre los que nos encontramos los autores de cómic. Publicamos nuestros trabajos en antologías y autoediciones, sobre todo. Estamos muy contentos por cierto de que la antología Primitives haya sido nominada a uno de sus premios en la última edición del Festival de Angoulême. En esta publicación treinta autoras y autores exploran gráficamente el concepto de lo primitivo. También estoy muy orgullosa del trabajo de mi alumnado de Comunicación Visual en la Academia Bezalel de Arte y Diseño de Jerusalén. Hay mucho talento gráfico en nuestra escuela.