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“El Congreso”, el futuro tecnológicamente más aterrador seduce a Robin Wright

EFE

Madrid —

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Tras sorprender con “Vals con Bashir”, el israelí Ari Folman llega con la película “El Congreso”, una compleja historia protagonizada por Robin Wright, que fantasea sobre un futuro de cine con estrellas creadas por ordenador, algo que, asegura “no es escalofriante, es solo tecnología”.

“La técnica existe. Si quieren, pueden hacerlo”, asegura a Efe Folman sobre la posibilidad de que lo que cuenta en su película se haga realidad, un futuro que aterra incluso a pesar de que la mitad de la película está realizada en animación, un estilo que sirve para profundizar aún más en una ficción cada vez más cercana a la realidad.

“El Congreso”, que se estrena mañana en España, cuenta la historia de una estrella en horas bajas que vende su nombre, su imagen, su alma, para que los estudios hagan las películas que quieran sin que ella intervenga.

La estrella es Robin Wright, que se interpreta a sí misma, con la particularidad de que en la película es una actriz de carrera errática y comportamiento complicado, que hace muy difícil trabajar con ella y que vive del éxito conseguido en el pasado con “La princesa prometida” o “Forest Gump”.

Un nombre que no fue el primero que Folman tuvo en la cabeza a la hora de llevar al cine la obra “Congreso de futurología”, de Stanislaw Lem, una historia de los años sesenta que anticipa una dictadura mundial química dirigida por la gran industria farmacéutica.

“En un primer momento pensé en Cate Blanchett pero fue imposible porque tenía muchos proyectos. Pero cuando conocí a Robin Wright en Los Ángeles, desde el primer momento en que la vi, supe que era ella”, explica el realizador.

Y tuvo la suerte de que Wright aceptara inmediatamente y sin reparos un papel con el que el director quería desarrollar un juego ambiguo. Lograr una rápida identificación del espectador con una estrella que es ella misma, lo que luego se convierte en un obstáculo cuando la película pasa a la animación.

Un juego que Wright aceptó porque es una actriz con una carrera consolidada y muy segura de sí misma.

“Si hubiera sido una persona insegura, hubiera sido imposible”, afirma Folman, que explica que la clave estuvo en el hecho de que la actriz supo separar completamente su personaje de su vida, pese a los elementos personales que tiene la Wright de la película con la de la vida real.

Wright proporciona a su personaje la vulnerabilidad y desesperación necesaria para que acepte la descabellada propuesta que le realiza el director de los estudios con los que mantiene contrato y al que da vida de forma muy convincente Danny Huston.

Rodeada por sus hijos -Sami Gayle y el sorprendente Kodi Smit-McPhee- en la primera parte de la película, Wright se convierte en un dibujo animado en la segunda mitad, en la que ya se ha convertido en una estrella digital a las órdenes de los estudios, en un mundo dominado por la tecnología y en el que la realidad y la ficción se confunden.

Una historia que impresionó al director cuando la leyó por primera vez a los 16 años. “Toda la parte de la psicodelia”, especialmente, recuerda Folman, que la leyó de nuevo ya de adulto y se dio cuenta de que era un material “fantástico para hacer una película”.

El problema, señala, es que no tenía “ni idea” de cómo hacerla. “Cuando empecé a trabajar hace 12 años en la animación fue cuando me encontré la clave: solo se podía hacer con animación”.

Un largo proceso le hizo darse cuenta de que lo ideal era mezclar realidad y animación y tras acabar con “Vals with Bashir”, su ópera prima, se metió en este nuevo proyecto, que le ha llevado casi cinco años.

El principal desafío era precisamente lograr que el espectador aceptara esa transición entre realidad y animación. Para lograrlo, hay que enamorarse del personaje de Robin Wright y “dejarse llevar”.

Una película especial y muy personal -“todas la son”, apunta Folman-, aunque menos que su debut como director de largometrajes, “Vals con Bashir”, basado en sus experiencias personales como soldado durante la matanza de palestinos en Sabra y Chatila (Líbano) en 1982.

“Solo se puede hacer una película tan personal una vez en la vida”, asegura Folman.

Por Alicia García de Francisco