El monumento está en crisis. Durante siglos lo fue todo, y hoy es un estorbo.
En una rotonda de Madrid, por cuyo cielo antes pasaba uno de los últimos scalextric de la ciudad, se instalaron hace unos meses una serie de palos altos, que podrían ser unas picas o unas astas. Hasta finales de 2021, ahí había unas jardineras con tupidos arbustos y, detrás unos bancos y una fuentecilla. El Ayuntamiento derribó el paso elevado –no por el inaguantable zumbido de los motores sino porque tenía filtraciones– y planificó en esa calle lo que denominó bulevar. Como aún había muchas personas vivas que efectivamente habían disfrutado de los paseos, los quioscos y los puestos de melones del bulevar que había donde luego se levantó el scalextric, lo celebraron. Finalmente, la cosa quedó en una mediana con césped, un mero separador entre los carriles de bajada y los de subida.
Esa gente, y alguna otra, recuerda los zambombazos de la mañana de 1993 en los que ETA atentó contra una furgoneta de transporte militar. Junto a otros seis, allí murió un teniente coronel del Ejército del Aire que era el padre del futuro periodista Pablo Romero. Durante 20 años, Romero no hizo nada por saber qué hubo detrás de aquello pero casi en el último momento antes de que prescribiera el caso, se puso a investigar y así supo mucho más de lo que le habían contado. El resultado se puede escuchar en el podcast Las tres muertes de mi padre. A Pablo no le habían contado, la opinión pública no sabía y los viandantes ya se habían olvidado, porque en 20 años nunca hubo nada, salvo el eco sordo del coche bomba, que allí espabilase la memoria, que facilitara el recuerdo.
Con la reforma de la glorieta de López de Hoyos, ahí quedó, a un costado, “un hueco que llenar”, le dijo el Ayuntamiento a los familiares. El hueco no era un agujero negro de la memoria, no servía como una reparación de una conmemoración ausente, no suponía una máquina que atrapase ese eco del estallido de amosal, solo percibible en los oídos de unos pocos. El hueco era un espacio raro entre las raquetas de giro, un trozo de asfalto sin uso en el que ya no había espacio para las jardineras, el banco, la fuentecilla. Allí se levantaron una noche los palos altos, las picas o las astas.
Durante semanas, solo hubo palos altos, picas o astas. No venían acompañadas de explicación alguna. elDiario.es desveló a sus lectores que se trataba de un monumento a las 1.429 víctimas del terrorismo reconocidas por el Ministerio del Interior, tanto las de ETA como las del yihadismo como las del Grapo. Lo diseñó Sawu Estudio, que recibió un premio de 15.000 euros y su ejecución costó 300.000. Los palos altos, picas o astas fueron denominados prismas, probablemente un término geométricamente más ajustado. Y aún así, el monumento era del todo ilegible.
La ética del monumento
La hemeroteca nos dice que este –o cualquier otro con el mismo objetivo conmemorativo que este– era el monumento que el Ayuntamiento anunció en 2019 que ubicaría en la plaza de Colón, bajo la gigantesca bandera española. Fue una promesa electoral del futuro alcalde Almeida para defender la “libertad” frente a “todos aquellos que quieren destruir el orden constitucional”. Pero cuando se inauguró el monumento en la glorieta de López de Hoyos –la explicación al pie del monumento se instalaría meses después– no se habló de libertad o constitucionalismo sino que se dijo que simbolizaba “la inocencia de las personas que pierden la vida por actos sinsentido impuestos por la fuerza”. En cuatro años, el monumento muta.
Así lo asegura un experto en monumentalidad, Robert Bevan (Mentiras monumentales. La guerra cultural sobre el pasado. Barlin Libros, 2023) cuando dice que a pesar de que el monumento está pensado para resistir con la mínima erosión el paso del tiempo –ya veremos cuánto duran los prismas– su función conmemorativa está en constante mutación. Por ello, nos dice Bevan, hay que mirar, pensar, planificar, decidir el monumento no con nuestros ojos sino en la pantalla de una resonancia.
Los monumentos no son un capricho pasajero, por más que veamos una y otra vez a gobernantes municipales dejándose llevar por sus caprichos pasajeros. El valor de un monumento, dice Ignacio González-Varas (El culto a la memoria. Ética y estética. Cátedra, 2023) depende de la ética de la memoria. Finalmente, no es una consecuencia de la Historia, sino de la Ética de cada tiempo.
Durante 20 años el asesinato del padre de Pablo Romero y sus seis compañeros no tuvo un reconocimiento monumental, pero antes que los prismas aparecieran, llegó el podcast de Pablo Romero que será muchas cosas –periodismo, narración sonora, entretenimiento, homenaje, resistencia, compromiso, terapia– pero lo que también es, es un monumento. O un contramonumento, podríamos decir siguiendo a James Young. El contramonumento nos habla del trauma y de la opresión –es antiheroico– frente al monumento, que apuesta a la victoria y a la gloria. El podcast Las tres muertes de mi padre, entendido como un monumento o contramonumento –un monumento desde abajo– ante el vacío narrativo de la glorieta de López de Hoyos, nos refleja un cambio en la estética de la memoria: ya no es una placa ni una escultura ni una llama en un pebetero; es un artefacto sonoro. Y, siguiendo a González-Varas, podemos afirmar que cambia la estética de la memoria porque cambia la ética de la memoria.
La iconoclasia contemporánea, la nuestra, nos dice Mauricio Tenorio Trillo al respecto de la corriente actual de antimonumentalismo antirracista, antiesclavista y poscolonial en especial en Estados Unidos y Latinoamérica (La historia en ruinas. El culto a los monumentos y su destrucción. Alianza, 2023) será un tuit o un post en Instagram o no será. “Lo que no es pensable de ese modo se va volviendo inexpresable”.
Escombros del progreso
No muy lejos de esa glorieta tiene Madrid un espacio en tensión muy difícil de leer si no se disponen los conocimientos adecuados. Se trata de una esquina del paseo de la Castellana, un triángulo formado por una estatua, un cubo gigante y un monolito. A lo que ocurre entre esos tres elementos no podemos llamarlo diálogo; si las piedras gritasen, ese lugar sería un espacio salvaje, grosero e histérico. Hay que pararse a escuchar.
Cuando el presente es una huida ciega hacia adelante, el progreso produce escombros, nos enseñó Walter Benjamin. El monumento es una intervención pública, más que en el presente, en el futuro. A menudo –especialmente en Madrid– es una intervención que nace sin gana alguna de escuchar, está sorda como una tapia (muchos monumentos, precisamente, lo son; tapias, quiero decir, como esos en los que se inscriben miles de nombres, como el fallido memorial del Cementerio del Este en Madrid, el Memorial de veteranos del Vietnam en Washington o el de los Detenidos desaparecidos en Montevideo; obras que hablan más de lo que escuchan).
Pero el monumentalismo de hoy, si algo necesita, es escuchar. Ese triángulo de las Bermudas del caos en plena Castellana es el mejor ejemplo de lo contrario y plantea una escenografía más ideológicamente bélica que éticamente conmemorativa. El gran cubo de hormigón y mármol blanco que reposa en la ladera que da entrada al Museo de Ciencias Naturales, llamada Jardines de Bellas Artes, es el monumento creado por Miguel Ángel Ruiz-Larrea en 1982 que es caminable hacia su centro, donde cabe de pie una persona de aproximadamente metro ochenta. El objeto geométrico se expande con armonía en todas las direcciones provocando una irresistible llamada a penetrar su interior; el monumento se puede admirar pero también se puede trepar, al monumento se le puede hablar, contarle qué tal va la vida y, si se le escucha atentamente, devuelve una respuesta. El monumento es un homenaje “del pueblo de Madrid” a “la Constitución de 1978”. Esto está inscrito con mayúsculas enormes en los lados visibles del cubo. Es bastante fácil de leer y de entender.
Un triángulo aberrante
En otro revés del destino, de estos habituales en la capital, al igual que el monumento a las 1.429 víctimas pensado para la plaza de Colón que terminó en un extremo de una glorieta reformada, la escultura del legionario que Almeida quiso colocar en la plaza de Oriente, ha acabado sobre una peana al lado del Monumento del Pueblo Español a la Constitución de 1978. La escultura, homenaje a la Legión, es un regalo de la Fundación Museo del Ejército al Ayuntamiento, que la financió con un crowdfunding en el que se recaudaron 58.000 euros. De una manera estremecedora, el legionario, si gira un poco más su fusil con bayoneta hacia la izquierda, apuntaría directamente al monumento de Ruiz-Larrea.
Ese día sucedió algo más. Los Jardines de Bellas Artes dejaron de llamarse así. Almeida –de nuevo reaparece en esta monumental historia– fue allí a rebautizarlos en la mañana del 5 de diciembre de 2023. Desde ese día se llaman Jardines de la Transición Española y este cambio se celebró con la instalación de un monolito (otro monumento, el tercer vértice de esta convergencia con un par de faltas ortotipográficas en su texto pero a quién le importan esos detalles. La placa se remata con una frase atribuida a Adolfo Suárez, que ni siquiera es muy original porque es el epitafio que se grabó sobre su lápida: “La concordia fue posible”. No obstante, a la mañana siguiente, el inmenso cubo blanco de Ruiz-Larrea apareció con la pintada “PUTA CE” (Constitución Española, se sobreentiende) escrito con espray negro sobre el mármol blanco de las canteras almerienses de Macael.
El trío legionario-monolito-cubo aparece en la esquina de la Castellana sin ánimo alguno de dialogar con el presente ni tampoco con el pasado; de hecho, lo que pretende es reescribir el pasado: reforzando qué se entiende hoy por constitucionalismo, aceptando La Legión como un cuerpo militar más, obviando, precisamente, su complicidad con el franquismo.
El monumentalismo de hoy es fallido cuando no practica una memoria abierta, productiva y transformadora como proponía Benjamin sino un monumentalismo totalitario obstinado en el heroísmo –el de la Transición, el de La Legión– que sume a los ciudadanos en el desconcierto, con suerte, y si no en la indiferencia, y que inflige a la ciudad una desbocada conquista del relato del futuro a fuerza de colocar símbolos reiterativos que apelan a la memoria de unos pocos.