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Cómo descolonizar el museo dedicado a la colonización de América

“El museo no es un escenario neutro, genera una política de la memoria”. Todos, sin excepción. Alberguen las obras que alberguen, sean de la época que sean, tengan la envergadura que tengan. Pinturas, esculturas, tapices, fotografías, joyas. No importa el material de las piezas. Ninguna pasa en balde a ojos del público. Ni tampoco de sus mentes e incluso corazones. Las galerías son espacios que funcionan como universos a explorar, reconocer, identificar, entender, acercarse o incluso alejarse. Por ello, cada decisión sobre qué y cómo se expone es tan relevante.

De ahí a que cuando el ministro de Cultura Ernest Urtasun anunció a principios de año su compromiso para descolonizar las pinacotecas estatales, su mensaje no pasó, ni mucho menos, desapercibido. Tranquilizó a muchos, levantó ampollas en tantos otros, generó curiosidad y está llamado a abrir muchos ojos. Por el momento el único paso que se conozca públicamente que ha dado es anunciar la creación de dos comités asesores que elaborarán el informe técnico que servirá de guía para la renovación del Museo de América y el Nacional de Antropología. También está en el aire saber qué pasará con el Tesoro de los Quimbayas, albergado en el primero, cuya devolución fue reclamada formalmente por Colombia el pasado mes de mayo.

El caso español no es aislado. Este es uno de los grandes debates que lleva fraguándose a nivel global desde hace años, porque no hay una fórmula desarrollada para llevar este proceso a cabo, pese a lo necesario que es. En nuestro país, una de las muestras más recientes es la valiosa exposición La memoria colonial del Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, que propone una nueva mirada al catálogo del centro que rompe con el paradigma eurocéntrico, patriarcal y supremacista blanco que ha conformado –y sigue alimentando– el imaginario colectivo. Este es un ejemplo de lo que se puede hacer que, como explica a este periódico la comisaria y profesora agregada de la Universitat Oberta de Catalunya María Iñigo, “es mucho”. “Es un proceso abierto del que todo el mundo está aprendiendo, desde nosotros a los comisarios indígenas”, comenta.

Junto a ella y a la historiadora y comisaria ecuatoriana Malena Bedoya recorremos el Museo de América para entender en qué se podría materializar la descolonización y ampliar las miras hacia qué se puede –y debe– pedir a las pinacotecas. “El museo no es un espacio donde tengas que sentir: '¡Oh, qué lindo!'. Es un espacio de conflictos, de tensiones, de pensar”, defiende ante este medio la segunda. La institución, localizada en Madrid, cuenta con tres plantas flanqueadas por un monumental edificio situado al lado de la Universidad Complutense, bien cerca de la comunidad educativa.

La galería está dividida a su vez en salas en las que se abordan diferentes temáticas como 'La sociedad', 'La Realidad Americana', 'La Religión' y 'La Comunicación'. Las expertas comentan que esta división ya es en sí relevante y clave por cómo arma la narrativa del recorrido. La primera parada es el área 'El conocimiento de América', donde María Iñigo repara en un cocar indígena, expuesto en una de las vitrinas. “Se podría hablar del pueblo indígena brasileño Karaká al que pertenece, hacer un repaso histórico de sus luchas, de la situación política actual en cuestión de demarcación de tierras, la violencia de la que es víctima en su día a día, así como explicar cómo fue adquirido ese cocar, invitar a miembros de su comunidad para que puedan conocer los objetos que hay en el archivo, establecer un vínculo y colaboración con la comunidad”, propone, considerando escasa la escueta descripción que lo acompaña.

“Una de las grandes reivindicaciones que se hacen es que los pueblos se presentan como extintos cuando están vivos y luchando por mantener sus culturas”, comparte la profesora, “y que más allá de mostrar los objetos y una ficha técnica se reivindiquen los saberes”. El Museo de América, que dirige Andrés Gutiérrez, cambió el pasado mes de abril 200 cartelas para actualizar la narrativa que acompaña al catálogo. En su visita a la institución, Urtasun identificó como “anomalía” que “en 2024 aún se utilizaran palabras como 'indio' o 'mulato', en vez de utilizar el nombre y apellidos de las personas retratadas, o hablar de pueblos indígenas”.

De hecho, hay quienes se niegan a identificarse con el concepto indígena, como es el pueblo Shuar en Ecuador del que hay varias piezas en el centro. Las expertas consideran que, aunque haya sido positivo, el trabajo no debe quedarse ahí: “Esto es algo integral. Este espacio es gigantesco, hay que ir a los guiones, el programa educativo, el vínculo con la comunidad”.

Los mapas son uno de los grandes protagonistas del catálogo. Uno de ellos está expuesto en la zona dedicada a la ciencia. En ella hay instrumentos pero, para María Iñigo, falta contexto: “Se alinea con el conocimiento, pero aquí no está ni la dominación ni la colonización ni la violencia ni el genocidio ni nada. Y ahora ya se puede explicitar que los mapas eran una forma de cartografiar el terreno, para poder apropiarse de él y explotarlo”. “Esto también incluía a los indígenas a los que se presentaban en un estado natural –no civilizado– , y de esa manera se podía negar todo acceso a unos derechos civiles y a la política”, añade.

Desromantizar la colonización

Para ampliar el foco sobre la sala 'América entre mito y realidad', donde la profesora aplaude que enseñe la forma en la que “los seres humanos que se encontraban en América Latina se mostraban como si fuesen monstruosos”; agrega que habría que explicitar “por qué esta deshumanización de quienes estaban allí contribuyó a permitir y legitimar la colonización, cómo las representaciones fueron una tecnología que ayudó a la dominación”. “El dispositivo ya está hecho en el museo, solo habría que hablar de cómo la deshumanización ha sido una herramienta fundamental para la explotación y el exterminio”, insiste.

La comisaria española repara en otros óleos expuestos como Conquista de México. Recibimiento de Moctezuma, que data de 1698, y que forma parte de un conjunto de 24 tablas que representan la comitiva formada por el líder y sus nobles, para ir al encuentro con Hernán Cortés en su llegada a la ciudad de México-Tenochtitlán, la capital azteca. “Sería interesante explicitar cómo se ha explicado la colonización a través de estas pinturas que la han romantizado”, pide la profesora.

Al avanzar en el recorrido, las expertas reparan en la importancia de cómo se combinan los elementos que van copando las salas, dado que puede ser que ocurra que se mezclen aquellos que para los pueblos a los que pertenecen no deberían estar juntos o en la posición equivocada. “Imaginémonos qué efecto causaría en nosotros si nuestros objetos religiosos se expusieran boca abajo, ¿no nos parecería una falta de respeto?”, cuestiona María Iñigo. “Siempre me pregunto si es necesario mostrarlo todo. Y por qué deberíamos hacerlo”, plantea Malena Bedoya, “hay una relación afectiva desde ciertas maneras en las que se enseña la historia con determinados patrimonios que también es interesante ver”.

La suspensión del tiempo

Una de las salas del museo está decorada como si se tratara de un gabinete de coleccionismo de época. “Esta instalación es un interesante documento con el que trabajar para mostrar las complicidades entre las ciencias y la colonización. Por ejemplo, para cuestionar cómo se crea una temporalidad suspendida en la que no hay una narración histórica. De esa manera, ni se habla de dominación ni de resistencia ni de la historia política o desposesión”, reflexiona María Iñigo, “esta idea de clasificación funciona como estrategia de ocultamiento y la descontextualización y atemporalización ayudan a evitar hablar de la historia colonial, de una historia del sufrimiento”.

“Esta especie de temporalidad suspendida fue muy típica de la antropología en el pasado, pero muchos museos la mantienen, por eso es muy importante interrogar cómo se dio esta complicidad entre la ciencia y colonización; mucho más teniendo en cuenta que la organización actual del Museo de América se basa en el conocimiento científico, y que está situada dentro del conjunto universitario”, subraya. Malena Bedoya suma que “esta percepción del tiempo que está contenido implica que cuando visitas el museo, lo que haces es reafirmarte sobre esa lejanía”.

El Museo de América contiene varias pinturas de castas. “¿Por qué estos cuadros no están en el Prado? ¿Son peores? Al aislar las obras y crear una especie de convivencia de objetos raros, se crea una jerarquía entre lo producido en América Latina y lo que está en el Prado, como si esto no fuesen buenas obras de arte”, plantea María Iñigo, que por ello propone como estrategia “trasladar obras allí y tratarlas con la misma consideración y valía”.

Eso sí, uno de los principales reclamos de la colección del Museo de América es el Tesoro de los Quimbayas, una joya compuesta por 121 piezas doradas que el entonces presidente colombiano Carlos Holguín regaló a finales del siglo XIX a la reina María Cristina; en agradecimiento por haber intercedido en un conflicto fronterizo entre su país y Venezuela. El obsequio no estuvo exento de polémica, dado que Holguín lo entregó a España sin contar con la autorización del Congreso de Colombia. El ministro de Cultura del país, Juan David Correa, realizó una petición formal pidiendo su devolución en mayo. Se desconoce en qué punto están las negociaciones y no existe mención al respecto en el centro madrileño que todavía lo expone.

Situada frente a la imponente vitrina que lo alberga, María Iñigo recuerda que existe “una cultura del expolio” que permite reducir la información proporcionada a que fue un regalo o, en el caso de otros tesoros, “compras legales”. 

Malena Bedoya apunta que “en las relaciones humanas y sociales hay otras cosas que están mediando. Como por qué ciertas diplomacias se creían capaces, como es el caso de Quimbaya, de tomar objetos de determinados lugares para venderlos, fundirlos. De esto no ese habla porque son las mismas élites de poder que se repiten”. La comisaria y profesora española invita a “entender el expolio local”, dado que “gran parte de los expoliadores locales, los huaqueros, trabajaban para los científicos europeos”.

Decidir cómo ser representado

Tener en cuenta la opinión de los pueblos y nacionalidades indígenas negras es una de las grandes claves para las expertas. “Dónde queda la comunidad y lo que se dice. Aquí te encuentras una forma de representar este pasado pero la gente que está y es parte de ese pasado no está diciendo cómo quiere ser representado”, argumenta Malena Bedoya.

La reflexión en torno a la descolonización de los museos está abierta y es muy amplia. María Iñigo declara que “apoyar las luchas políticas que están reivindicando” estos pueblos es fundamental: “Si muestras piezas indígenas, muestra las luchas y apóyalas. Para eso no hace falta ni remodelar la colección. Si no se explicitan sus problemas reales y actuales, estás separando la cultura material de un pueblo de sus productores, como si estos valiesen menos que lo que los objetos que producen”.

Dónde queda la comunidad y lo que se dice. Aquí te encuentras una forma de representar este pasado pero la gente que está y es parte de ese pasado no está diciendo cómo quiere ser representado

Ambas debaten sobre qué hacer con aquellos objetos que contengan racismo. “Si vuelves a mostrarlos, ¿no estás de nuevo reforzando lo mismo que quieres borrar? ¿Cómo se puede trabajar con los registros que son difíciles?”, se preguntan haciendo alusión a representaciones del “negro violento, el indígena vago o melancólico y mujeres hipersexualizadas”. Para explicarlos, Malena Bedoya defiende como necesaria “una mediación que pasa por un trabajo museográfico que permita al visitante construir una visita distinta de estas obras a que si las pones 'en seco'”.

En referencia al racismo, la historiadora ecuatoriana sostiene que lo primero que hay que hacer es nombrarlo. “Dentro de él operan muchas cosas: la vergüenza, el dolor, el resentimiento, el duelo. Pero a la larga, no puedes negar que estas cosas están ahí. La responsabilidad del museo sería ver cómo hacer que se vea de esta manera o se interprete de otra. ¿Quién cuenta la historia y cómo lo hace? Que al menos haya un disclaimer [advertencia]”, propone, “aquí hay cosas que quizás sean ofensivas para ciertos públicos, o quizás no ofensivas, pero que hemos naturalizado verlas así”.

“El museo es una herramienta excelente para iniciar estos diálogos, para aprender a desaprender una forma de mirar”, comenta, “el museo es un espacio de institucionalización de discursos. Todo lo que empiece a nombrar, explicar y tratar de deshacer, la sociedad lo va a notar”.

Ambas expertas comparten la misma postura, tras recorrer y reflexionar en torno al Museo de América, pero invitan a realizar el mismo ejercicio en otros centros como el citado Museo del Prado, el Museo del Traje, el Museo Nacional de Ciencias, el de Antropología y el del Romanticismo dentro de un largo y nutrido etcétera, que debería pasar por abarcarlos a todos. Y que todo aquello que se comience a llevar a cabo sea con la perspectiva de sostenerse en el tiempo, con apoyo presupuestario, personal diverso y especializado, que incluya a las comunidades migrantes de las ciudades. Solo así se podrá garantizar que estas prácticas no queden relegadas a lo anecdótico, y que lleven implícita la palabra permanente.