Durante prácticamente un siglo, los estudiosos del románico han dado por sentado que los cimborrios de las catedrales de Zamora, Salamanca, Toro y Plasencia eran parientes, formaban una familia. El parecido físico de estas estructuras, pensadas para filtrar la luz natural en el interior del crucero, revelaba que compartían un ADN común. Así, el primero de todos —el más antiguo— tendría necesariamente que ser el padre de los “cimborrios del Duero”, una dignidad concedida hasta ahora a la icónica torre de la seo de Zamora. Sin embargo, al intentar hallar el origen primero de todas estas cúpulas, las investigaciones han divagado entre Oriente (Bizancio) y Occidente (Francia) sin terminar de zanjar del todo la cuestión. Hasta hoy. Una compleja —a la vez que sugerente— hipótesis echa mano de un detalle visible en una escultura zamorana, hoy en Nueva York, para sacar del anonimato al verdadero padre biológico: la desaparecida torre medieval de la catedral de Santiago de Compostela. Los primeros expertos que han conocido la propuesta creen que puede haber dado en el clavo de un misterio cuya solución ha sido codiciada y perseguida desde antiguo.
A Miguel Sobrino, profesor de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, nunca le convenció que en Zamora —cuya diócesis carecía de especial jerarquía— se ensayara uno de los ejemplos más notables de la Edad Media, duda que ya habían expresado un siglo atrás expertos como el prestigioso arquitecto madrileño Torres Balbás. La sospecha se convirtió en certeza cuando el investigador estudiaba la célebre Torre del Melón, un cimborrio similar al de la Catedral Vieja de Salamanca que hoy cubre la sala capitular del templo mayor de Plasencia. “Me encontré con que todos estos edificios —Zamora, Salamanca, Toro, Plasencia y Évora (Portugal)— pertenecieron a la archidiócesis de Santiago de Compostela, cuya influencia en el románico del noroeste es reconocida”. ¿Por qué no pensar que fue su catedral el origen de todos estos cimborrios?
Para descubrirlo, Sobrino González emprendió un apasionante viaje en el tiempo al despertar del siglo XII, cuando el primer arzobispo de Santiago, Diego Gelmírez, dio un impulso definitivo a la construcción de la catedral románica. Del primitivo cimborrio medieval poco se sabe, más allá de las exiguas líneas que lo describen en el Códice Calixtino. Entonces —aún no se habían levantado las dos grandes torres que se ven en la actualidad— el cimborrio románico modelaba la silueta del templo, levantándose sobre el crucero junto a dos pequeñas torres laterales. El simbolismo de la construcción era evidente: tal y como había hecho el desaparecido mausoleo romano, la nueva cúpula indicaba la presencia subterránea —allí mismo— de la tumba del Apóstol. Una especie de faro cuya luz cumpliría la función de guiar por el camino correcto a los peregrinos de toda Europa que acudían a Santiago en busca de redención.
A principios del siglo XV sucedió algo que enterró —históricamente hablando— el cimborrio original. En un momento de fuerte inestabilidad política, la Iglesia se vio en la necesidad de fortificar la catedral. Un nuevo cimborrio, de estilo gótico, vendría a sustituir a su precedente románico, al tiempo que las pequeñas torres laterales serían destruidas para siempre. La conclusión era evidente: sin dibujos conservados de aquella época, ni descripciones del aspecto del edificio, la imagen de la primera catedral de Santiago se perdía para siempre.
El hallazgo de la microarquitectura
Aunque decir que no quedaría ni rastro del aspecto original del templo no es del todo correcto. Era costumbre en la época realizar pequeñas esculturas que replicaban algunas de las partes más icónicas de los templos, miniaturas que podrían sobrevivir al original, aunque este fuera destruido. Así que en la llamada microarquitectura estaba la clave. Sobrino, avezado escultor y dibujante, se lanzó a reconstruir sobre el papel el posible aspecto del cimborrio perdido buscando pistas en las piedras talladas de Compostela. “La imagen que ofrezco está basada en las maquetas que se conservan en el coro de la catedral de Santiago, donde se han retratado muchos elementos del propio templo”, explica el experto.
Con aquel primer dibujo —un cimborrio central junto a dos pequeñas torres—, el investigador pretendía constatar si existía un parecido evidente con los llamados ejemplos del Duero, desde Zamora hasta Évora. Es decir, si las catedrales que pertenecían a la archidiócesis habían “copiado” aquella estructura. O, simplemente, como era habitual en la época, si cada uno de estos edificios era una libre interpretación del “padre” de los llamados cimborrios del Duero. Una especie de homenaje arquitectónico al templo de mayor categoría. En efecto, la cúpula de Zamora es diferente a las de Salamanca o Toro, que se levantan sobre dos cuerpos de ventanas, no sobre uno. La de Plasencia se parece más a la salmantina que al resto de la familia. La de Évora, por último, ni siquiera es de estilo románico, sino de cronología gótica. Diferencias que no contradicen, en todo caso, el guiño a la construcción matriz.
Dos problemas se vislumbraban en el horizonte. De un lado, el dibujo inicial de Miguel Sobrino era una mera hipótesis de cómo pudo ser Santiago entre los siglos XII y XV. ¿Cómo poder comprobarlo si no ya no quedaba ni rastro de la edificación románica? Pero además, ante sus ojos la evidencia de que las catedrales del Duero habían renunciado a replicar esa triple estructura que se describía en el Códice Calixtino: un cimborrio central, dos pequeñas torres laterales.
El León de San Leonardo
En realidad, Miguel Sobrino, autor de los libros Catedrales y Monasterios (La Esfera), tenía la respuesta delante de sus propios ojos. Tan cerca que era complicado darse cuenta. Bien, el investigador conocía desde hace años una escultura románica maestra. O mejor dicho, la había estudiado y observado a través de fotografías. El León de la iglesia zamorana de San Leonardo había hecho las maletas a principios del siglo XX para recalar en 1917 —época de la eclosión de la venta del patrimonio español— en Estados Unidos. De hecho, la representación del León de Judá es una de las piezas estrella de The Cloisters, la subsede del Metropolitan neoyorquino dedicada al arte medieval europeo.
Ante el relieve llega lo más sorprendente, la clave de bóveda de toda la teoría. La escultura del León no ha parado, en el último siglo, de despertar elogios entre los mayores expertos en arte medieval. Principalmente, por su enorme tamaño y la originalidad del retrato del animal, cuyo aspecto se aproxima más al de un gato que al de un fiero león. Sobre su figura se levanta un dosel que presenta la forma que Miguel Sobrino llevaba tiempo buscando, sí, una triple estructura: un cimborrio central y dos torres más pequeñas en los laterales.
“Nunca llegué a creer, como se ha dicho, que el dosel fuera una réplica del cimborrio de la catedral de Zamora, principalmente porque allí solo existía una única cúpula, no tres”, argumenta el experto. El propósito del relieve del León era representar “cosas veraces”, no inventarlas. Un extremo que Sobrino pudo constatar al encontrar en el lateral de la escultura una réplica de la antigua torre de la iglesia románica de San Leonardo. Detalles a los que no se les había podido prestar atención suficiente. Primero porque dicha torre había sido desmochada a principios del siglo XX para degradar, aún más, el estado ruinoso del templo. Segundo, porque la decoración escultórica —el León y una Leona que hoy sigue en paradero desconocido— habían emigrado, circunstancia que hacía más complejo su estudio.
Peregrinos hacia Santiago
Así pues, el dosel del relieve románico no sería —como se piensa hasta la fecha— un homenaje a la catedral de Zamora… sino a la de Santiago de Compostela, de cuya archidiócesis dependían los templos zamoranos. Faltaba por resolver por qué los supuestos homenajes a la catedral del Apóstol replicaban el cimborrio, pero no las pequeñas torres. Una cuestión que era ya familiar para Miguel Sobrino, quien años atrás propuso que la Torre del Gallo de Salamanca se habría acompañado en origen, no de un solo husillo como en la actualidad, sino de dos, calcando la triple estructura de Compostela. De esta forma, su aspecto original se acercaría al inmortalizado en una pintura mural del siglo XIII conservada en la capilla de San Martín de la catedral románica salmantina.
Asimismo, el autor de la teoría propone para Zamora que las dos pequeñas torres sí estaban planteadas en un principio, pero “no llegaron a ser construidas”. Por último, la catedral de Plasencia habría tenido una silueta similar a las de Zamora o Salamanca si, como defiende el dibujante, la Torre del Melón se habría trasladado siglos atrás desde el crucero a su emplazamiento actual, la cubierta de la sala capitular.
Pero hay un detalle más. Se trata del papel simbólico de todas estas catedrales. Más allá del homenaje al padre, aparece esa función de guía de los peregrinos a Santiago. Sobrino se adhiere en este punto a los postulados del historiador salmantino Antonio Ledesma, quien propone, en efecto, que los cimborrios se levantaron en las iglesias de peregrinación para conducir a los caminantes por el sendero correcto y hacia una meta evidente: Compostela. En el caso de Zamora, el escultor se remite a la presencia de la iglesia de San Leonardo —cuyo pórtico de acceso cobijó durante siglos el famoso León de Nueva York— en la entrada de la ciudad por el Puente de Piedra. “Cuando los caminantes subían la cuesta de Balborraz, se encontraban un templo que les ayudaba a seguir el camino hacia el norte, hacia Santiago”, precisa.
Si se acepta la teoría de Miguel Sobrino, Zamora no sería el padre de los cimborrios del Duero, “solo el hermano mayor”. El padre biológico, el origen directo de estas estructuras pensadas para ensalzar los templos e iluminar el interior estaría en Compostela. Aunque falleció a temprana edad, circunstancia que nos priva de comprobar si la hipótesis —ambiciosa, por lo el peso de Compostela en el románico español— tiene visos de realidad. Para el investigador, ahora la arqueología tiene la última palabra. “Confío en que se animen y se investigue mi propuesta en estas catedrales; hoy la arqueología tiene medios avanzados para poder comprobarlo”, concluye. En ese caso, y como al investigador ya le han propuesto, las cúpulas del Duero podrían cambiar ahora de apellido. Serían los nuevos “cimborrios compostelanos”. De paso, se saldaría otro misterio: el aspecto original de la catedral románica que impulsó el arzobispo Gelmírez. Ahí es nada.