En 1925, John D. Rockefeller Jr. decidió realizar la gran ofrenda de su vida. El heredero del imperio del petróleo compró a George Grey Barnard los restos de varios claustros románicos y góticos que el escultor americano había ofrecido reiteradas veces al museo Metropolitan desde hacía dos décadas. Con los vestigios arqueológicos importados de los Pirineos franceses, Rockefeller construiría en Nueva York un edificio en el que “evocar” la Edad Media europea. Su regalo a Estados Unidos abrió las puertas en 1938, pero el ficticio monasterio neolombardo que se alzaba sobre el río Hudson siempre echó en falta una pieza.
No fue hasta 1958, cuando el director del Metropolitan, James J. Rorimer, la trajo en un barco desde España. Eran las 3.300 piedras del ábside de un templo románico abandonado a su suerte en el cerro de un pequeño pueblo segoviano. Hoy, seis décadas después, el museo The Cloisters, subsede del Metropolitan dedicado al arte europeo medieval, celebra una exposición sobre el arte hispano con la efectista capilla de San Martín como marco estelar. De este lado del Atlántico, entretanto, la localidad de Fuentidueña constata impotente los continuos desprendimientos de las últimas ruinas de su iglesia, sacrificada por el Gobierno español para cumplir el sueño americano de un magnate.
“Fue una decisión que se tomó en el Consejo de Ministros, el alcalde de entonces no tuvo nada que ver”, se lamenta Fernando Pérez, regidor de Fuentidueña desde hace 18 años. Porque el envío del ábside de San Martín a Estados Unidos vino a cerrar la nómina de los casos más flagrantes del “autoexpolio” del patrimonio español, ya muy avanzado el siglo XX. En este caso, el régimen franquista no solo consintió la marcha de una iglesia que había sido protegida en 1931, sino que lideró el intercambio de la cabecera con el Gobierno americano. “Hoy no hay nada que reclamar. Si yo le vendo a usted una vivienda, no le puedo decir después que me la devuelva”, admite resignado Pérez Díez. España recibió únicamente del Metropolitan un depósito indefinido de seis paneles con pinturas murales que habían sido arrancadas de otro templo español, la ermita soriana de San Baudelio.
El actual alcalde de Fuentidueña tenía 12 años cuando se llevó a cabo el desmontaje del ábside: 'Nos escapábamos del colegio a la hora del recreo para ver las obras'
Una lección bien aprendida en Fuentidueña. Ni fue un robo, ni un expolio. Y así lo vivieron los vecinos. El actual alcalde tenía solo 12 años cuando se llevó a cabo el desmontaje del ábside. “Nos escapábamos del colegio a la hora del recreo para ver las obras, pero no nos dejaban acercarnos. Veíamos los métodos que utilizaban, que aún no se conocían en la zona, como la cimbra con la que desmontaron cuidadosamente las piedras”. También observaban cómo los operarios embalaban las piezas de ese mayúsculo puzle y las subían a los camiones, que a principios de 1958 llevaron la mercancía al puerto de Bilbao, y de allí a Nueva York a bordo del barco Monte Navajo, sin billete de regreso.
Tras la pista de Ferrant
Un hallazgo casual dio un giro a las inquietudes profesionales de una de las personas que más se ha implicado en poner en valor el relato de San Martín y “cerrar la herida” de Fuentidueña. Cuando el arquitecto Julián Esteban Chapapría compró el archivo personal del restaurador Alejandro Ferrant, su colega Luis Cortés se puso manos a la obra en la catalogación. “Me encontré con una serie de planos muy bellos, que Ferrant había dibujado para documentar el desmontaje del ábside de una iglesia de Segovia”. La impresión ante aquel descubrimiento fue tal, que Cortés decidió realizar una estancia en la universidad neoyorquina de Columbia para conocer de cerca el museo The Cloisters, donde se exponía la cabecera, y terminó trabajando como becario en el Metropolitan, “todo un lujo”.
El joven arquitecto comenzó a indagar en el traslado del ábside y dio con una documentación de primer orden. Allí estaba todo: los dibujos originales, las fotografías de los trabajos e incluso la película de quince minutos que los americanos habían encargado rodar sobre el proceso. Un material demasiado valioso como para guardarlo en un cajón. Así que Cortés lo digitalizó y se lo presentó al entonces embajador español en Estados Unidos, Ramón Gil Casares, quien movió los hilos con el Instituto Cervantes para montar una exposición en la sede de Nueva York. La muestra se celebró con éxito en 2016, e incluso contó con la visita de la vicepresidenta española Soraya Sáenz de Santamaría.
De regreso a España, Luis Cortés se trajo en la maleta la obligación moral de intentar repetir el logro de Nueva York en la tierra donde el monumento original languidecía. “La primera idea fue llevar a Fuentidueña la exposición del Instituto Cervantes, con la intención incluso de poder crear allí un centro de interpretación”, rememora el profesor de la Universidad Politécnica de Valencia. Pero la ambición de Cortés iba más allá. Junto a su equipo había recreado volumétricamente cada piedra de la cabecera de San Martín en tres dimensiones y, como arquitecto, no podía renunciar a abrir el debate sobre una hipotética reconstrucción del ábside con la ayuda de las tecnologías del siglo XXI.
En Fuentidueña, Beatriz de Frutos fue una de las primeras personas en conocer el trabajo del arquitecto valenciano y sus planes para recuperar la memoria de la iglesia. “Que alguien hubiese hecho ese trabajo de investigación sobre las ruinas de Fuentidueña desde el punto de vista de la arquitectura me pareció algo extraordinario”, reconoce. Emprendedora natural de Barcelona y con familia en Segovia, Beatriz se había mudado a la localidad junto a su pareja para abrir una tienda que, finalmente, terminó por convertirse en punto de encuentro y divulgación de los valores del pueblo. “Les dije que me comprometía a echarles una mano”, explica, sin poder ocultar todavía la ilusión del momento. Y el proyecto echó a andar. Al menos, la antesala.
De la mano de la asociación Amigos de Fuentidueña surgieron diversas iniciativas para dar el primer paso y celebrar la exposición. A través de la organización Hispania Nostra, canalizaron un crowdfunding para reunir los 3.500 euros necesarios, celebraron actividades culturales con la ayuda desinteresada de artistas e incluso comercializaron chapas con el texto “I love my apse” (“Me encanta mi ábside”). Y tanto el Ayuntamiento como la asociación de desarrollo local habían cedido sus instalaciones para la muestra… Pero todo el esfuerzo quedó en agua de borrajas. Apenas se llegó a recaudar la mitad de los fondos necesarios. “Daba la sensación de que no existía demasiado interés en llevar a cabo el proyecto”, reconoce Luis Cortés, quien se lamenta: “Parecía que, además de ceder mi trabajo gratuitamente, tenía que poner el dinero de mi bolsillo para sufragar la exposición”.
Cuestión aparte fue el apoyo institucional. La empatía de las administraciones con el proyecto no fue muy distinta a la expresada en la década de los cincuenta con el pueblo. Entonces, las academias de Bellas Artes y de Historia dieron el placet al envío de la cabecera, con alguna honrosa voz en contra, como la del arquitecto Torres Balbás. La Comisión de Monumentos de Segovia fue silenciada y el pueblo consintió a cambio del arreglo de la iglesia de San Miguel. Seis décadas después, ninguna institución ha querido hasta la fecha compensar el agravio, una oportunidad perdida que tampoco ha llamado la atención del ámbito universitario.
Pero no todo el trabajo fue baldío. “Me dio mucha rabia, aunque quizá el proyecto no salió adelante porque no tenía que salir”, afirma Beatriz de Frutos, quien defiende, no obstante, el “importante paso” llevado a cabo. De hecho, ahí están los logros. “Quisimos reivindicar que nos devolvieran el ábside, no como una reclamación real, sino como una forma de llamar la atención y pedir una compensación, una colaboración por parte de Estados Unidos”. A través de varios vecinos, entraron en contacto con la embajada norteamericana y lograron que el agregado cultural visitara las ruinas de San Martín. “No se negaron a colaborar, únicamente nos pedían que pusiéramos en marcha una asociación o una fundación que canalizara futuras actividades”, explica Beatriz. La posibilidad de realizar un intercambio de expertos, o incluso de estudiantes, estaba en el horizonte.
Un 'fake' en Nueva York
Hasta el próximo enero, la capilla de Fuentidueña acoge en The Cloisters –la única subsede del Metropolitan– la exposición España, 1000-1200: el arte en las fronteras de la fe. Se trata de un conjunto de cuarenta piezas sobre un aspecto de la Historia de España que fascina a los americanos: la convivencia entre cristianos, musulmanes y judíos en la Edad Media y cómo esa complicada mezcla de confesiones religiosas alumbró un arte excepcional.
No es la única actividad que ha convertido la cabecera románica en centro de atención. Porque además de las piedras, los americanos se llevaron otros elementos añadidos de regalo. Cómo la acústica generada por el espacio inaugurado en 1961, que ha permitido celebrar conciertos de música medieval y recreaciones teatrales para llevar a Estados Unidos ese pedazo del pasado español que todavía hoy –un siglo después de la “fiebre americana” por nuestro patrimonio– sigue fascinando a los americanos.
Aunque ni siquiera en Nueva York es oro todo lo que reluce.
—A usted, como arquitecto, ¿qué le parece la recreación de Fuentidueña en The Cloisters?
—¿Qué me parece a mí…? Un fake —opina Cortés.
La diferencia actual en la concepción del patrimonio entre España y Estados Unidos es un hecho. “Hasta cierto punto es lógico, ellos no tienen la cultura de las piedras mientras que yo, por ejemplo, he jugado de niño entre los Toros de Guisando”, compara el especialista Luis Cortés, quien actualmente elabora un catálogo de propuestas para mejorar la puesta en escena de ese “falso” San Martín en The Cloisters. “Hay varias cuestiones que resolver: las piedras antiguas no pueden tocar las nuevas, la iluminación es de los años sesenta y no se ha renovado…”, ejemplifica. Aunque quizá es la cubierta el elemento que más desentona. “En mi opinión, deberían sustituirla por una estructura de par e hilera, como la que hay en la sinagoga del Tránsito de Toledo, que casa mucho mejor con la construcción medieval española”, argumenta.
En riesgo de derrumbe
Arranca el mes de octubre en Fuentidueña y los primeros fríos del otoño golpean el cerro donde se alzan las ruinas de San Martín, apenas un par de lienzos desdibujados por la erosión y la silueta cansada de la antigua espadaña. Hace exactamente 64 años, el arquitecto Alejandro Ferrant y su cuadrilla de operarios traída de Galicia se encontraron con el mismo panorama, junto a una excepcional cabecera por desmontar, que milagrosamente conservaba las esculturas románicas en el interior del presbiterio. Entonces, la población local recibió con cierta reticencia el operativo, que incluso tuvo que escuchar las amenazas radiadas por una emisora clandestina.
El recelo inicial acabó por disiparse. Sin hoteles en un radio de muchos kilómetros, los operarios se alojaron durante aquel invierno en las casas de los propios vecinos. Incluso algunos de ellos –hoy ya fallecidos– colaboraron en tareas básicas, como suministrar el agua a los obreros. Cuando se hubo cargado la última caja en el camión, anfitriones y forasteros celebraron la especial relación que se había ido tejiendo a lo largo de meses con una fiesta donde, dicen, no faltó ni la música de gramola. Hoy esas melodías lejanas se han convertido allí arriba en un silencio solo roto por nuevos desprendimientos. “Lo que está en pie terminará cayéndose por completo”, auguran los expertos. Aún hay tiempo para encontrar un nuevo motivo, una chispa que impulse los actos de homenaje y que ayude a cerrar la herida de San Martín.