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Embusteros, charlatanes y vendedores de crecepelo: dónde están los terrenos pantanosos de la mentira

La película 'Pinocho' de Matteo Garrone

Concepción Maldonado

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A Pinocho le crecía la nariz cuando mentía. ¿Le menguaba si decía la verdad?

A Pedro, el pastorcillo, nadie le creyó cuando el lobo atacó de verdad su rebaño. Habían sido muchas las mentiras previas.

Todo un pueblo aclamó en las calles el traje inexistente de un emperador que paseaba desnudo. Solo un niño se atrevió a decir que no veía ningún traje.

En boca de aquel niño, la verdad se nos presenta como un valor ético que debemos defender como sociedad; en boca del espejo mágico de la madrastra de Blancanieves, en cambio, la incapacidad de mentir se convierte en pena de muerte implacable para una princesa indefensa.

Mentiras y verdades en nuestros cuentos tradicionales. Mentiras y verdades en nuestra realidad cotidiana también. Y amplias zonas de terreno pantanoso.

Aunque diga una mentira, puedo no ser un mentiroso. Cuando callo una verdad, no tengo por qué ser un falso. Si cambio de opinión, quizá no miento, tan solo rectifico. Si cambio tus palabras cuando se las cuento a otro y al hacerlo les doy otro sentido, te estaré ¿solo? tergiversando, que la manipulación sería algo todavía peor.

El mentiroso es el que miente, pero, sobre todo, si lo hace por costumbre. El mentiroso reincide, repite y reitera las mentiras. Porque una mentira es siempre la expresión contraria de lo que se sabe, lo que se piensa o lo que se siente. No podemos mentir por omisión; la mentira es siempre explícita, expresa, manifiesta.

Un mentiroso puede ser, además, un falso, no ya tanto porque miente sino porque no dice realmente lo que piensa o siente. Las personas falsas omiten su opinión; las mentirosas expresan lo contrario de lo que opinan. Por eso es más fácil probar que alguien miente que probar que actúa con falsedad. Callar a veces por prudencia no nos convierte en personas falsas; callar algo por respeto, tampoco. En cambio, sí soy un falso si callo a menudo y para esconderme de los demás en beneficio propio.

Otras veces, hablamos sin parar. Un charlatán es esa persona que habla mucho y sin sustancia. El charlatán puede cansarnos, puede aburrirnos, puede molestarnos, pero, en sí mismo, resulta inofensivo. Sin embargo, cuando alguien usa esa cháchara para engañar al otro, entonces se convierte en un embaucador, porque engaña valiéndose de la inexperiencia o el candor del engañado; porque se aprovecha de la vulnerabilidad del que escucha; porque abusa de otro mediante el engaño. Que su delito sea más o menos grave depende de que el que embauca sea un mero charlatán de feria, un vendedor de crecepelo en el lejano Oeste o un estafador de guante blanco en el mundo de las finanzas.

¿Y un embustero? Los embusteros son los que dicen embustes; y no es cuestión baladí que un embuste sea una mentira disfrazada con artificios, que por algo la disfrazará quien la usa, digo yo… Por eso, todos los embusteros son unos cuentistas, aunque no al revés. De boca de un cuentista podemos escuchar enredos, esos engaños o mentiras que ocasionan disturbios, disensiones y pleitos, y que se dicen para meter cizaña en un grupo social (personas tóxicas, decimos hoy). De un cuentista podemos también esperar oír muchos chismes, esas noticias o comentarios que, con independencia de si son verdaderos o falsos, usamos para indisponer a unas personas con otras o para crear estados de opinión (¡Ay, Radio Macuto cuánto daño hace en el entorno laboral a veces!). Y de un cuentista podemos, en fin, esperar embustes (¡y aquí volvemos a empezar!). Lo importante, en cualquier caso, es la finalidad con que enredos, chismes y embustes se utilizan.

Y es que, de fondo, lo que subyace es siempre la intención que nos mueve al hablar o al callar. Cuando queremos hacer creer que algo falso es verdadero, es en nuestra intencionalidad donde radica el valor ético de esa mentira. Cuando, antes de hundirse el Titanic, algunos maridos engañaron a sus mujeres para convencerlas de que fuesen montando ellas en los botes salvavidas, sabían bien que no iban nunca a volver a encontrarse. Y, sin llegar a ese grado de drama y de solemnidad, entran en este mismo saco las mentirijillas, las mentiras blancas o las mentiras piadosas, por no hablar de esos usos del verbo engañar en situaciones tan triviales como la de engañar con un bombón el sabor amargo de una medicina. Por otro lado, sin embargo, el hablante quizá quiera engañar al otro porque quiere seducirlo con mentiras, quiere cautivar su ánimo y apropiarse de su voluntad. Se cuenta en la Biblia que Satanás intentó tres veces seducir a Jesús en el desierto prometiéndole riquezas, honores y gloria. Y, a diario, vivimos alerta ante el peligro de ser embaucados, encandilados o engatusados por personas sin escrúpulos.

Mentiras, verdades y contradicciones, muchas contradicciones. También si lo que analizamos son las meras palabras.

Las palabras pueden ser falsas, bien porque son contrarias a la verdad (“No me apellido Maldonado”), o bien porque son fingidas y disimuladas (“No me ha molestado lo que me has dicho de lo fea que estoy, no...”). Solo serán, además, palabras falaces si quieren engañar.

Contradecirse es decir lo contrario de lo ya afirmado (con independencia de la intención que tenga el hablante). Rectificar es modificar una opinión antes expuesta; también desdecirse o retractarse. En cambio, una persona de palabra es una persona que cumple lo que promete; confías en ella porque antes ha demostrado ya que es fiel a lo que dice y que no engaña ni con sus actos ni con sus palabras. Es una persona fiable, fidedigna (digna de fe). Su actitud se suele asociar a honradez (si bien la honradez ya no está basada en lo que esa persona dice, sino en su rectitud e integridad a la hora de actuar).

Mentiras y verdades. Y amplias zonas de terreno pantanoso. Más aún, si entramos en el terreno de la ficción. Tres caras de una misma moneda. Tres caras, sí, como tres eran los cerditos del cuento, que tres eran también los Magos de Oriente, y tres son las divinidades que conforman una trinidad en distintas religiones. Y es que el hecho de que las monedas en este mundo en que vivimos solo tengan dos caras, ¿convierte la afirmación anterior en una mentira?, ¿en un error?, ¿en un recurso estilístico? ¿No podemos imaginar un mundo en el que el dinero en metálico se hubiera materializado en figuras poliédricas de tres caras?

¿A Pinocho le hubiera crecido la nariz si hubiera dicho “Mi nariz crecerá ahora”?

¿Volvió a mentir el pastorcillo? ¿Qué le pasó al niño que dijo que el emperador iba desnudo? ¿Tuvo remordimientos el espejo de la madrastra? Mentiras y verdades. Ficción y realidad. Y siempre, de fondo, la intención de quien habla.

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