Ya no somos coleccionistas, ya no somos espectadores, pero seguimos igual de obsesivos. Hernán Casciari trae Espoiler, un blog sobre series, a eldiario.es.
¿Alguien imagina una serie sobre ETA con etarras simpáticos?
Pocas horas después de atentar con cincuenta kilos de explosivos contra el periódico El Espectador, porque «es el único que habla mal de mí», Pablo Escobar desayuna tranquilo junto a Fabio. Es un día precioso. La prensa de la mañana no ha llegado, por supuesto: los talleres gráficos volaron por los aires a las 6:43 AM y él lo sabe porque lo ordenó. Escobar le señala a Fabio la ausencia del periódico sobre la mesa. Lo hace con una sonrisa de niño travieso por debajo del bigote. Fabio entiende el gesto y abre los ojos grandes: «Pero Pablo, ¿te cargaste El Espectador?». Escobar se queda un momento dubitativo y dice: «¿Sabes qué pienso? Que nunca me cogí a una deportista. Vete a buscar la capitana del seleccionado de voley colombiano, que está muy buena, y me la traes».
Cuando vi esta escena de «El Patrón del Mal» me terminé de enamorar del personaje protagónico, encarnado por Andrés Parra, al que deberían darle un Premio Nobel del Mimetismo.
Cuando vi esta escena, digo, promediaba el episodio 77. Supe que todavía me faltaban por ver más de treinta capítulos y ya me había asaltado la culpa: ¿puede ser que yo esté a favor de este hombre?, ¿puede ser que me encante cada día más su personalidad?, me pregunté asustado.
Uno sabe suspender la culpa cuando mira una serie. La razón puede soportar que el corazón empatice con Walter White o con Dexter Morgan, porque uno después no va a la hemeroteca de kiosko.net y encuentra sus crímenes en las portadas. La prensa real no titula «Encuentran sin vida al empresario gastronómico Gustavo Fring». La radio no informa sobre el hallazgo de treinta cadáveres embolsados en las costas de Miami. En cambio la noticia sobre la bomba a El Espectador salió en todos los periódicos del mundo al día siguiente. Y la jugadora de voley existe; y existe el pariente de los ojos grandes que luego confesó —ante la Justicia— haber mantenido aquel diálogo mañanero con su primo.
Muchos de los crímenes de Pablo Escobar están en la Wikipedia con entrada propia, como el Atentado al Departamento de Seguridad de Colombia, en el que murieron sesenta y tres personas en 1989. ¡Y murieron de verdad! Aunque cada detalle se parezca tanto, pero tanto, al capítulo 81 de una serie de ficción que acabo terminar esta semana.
Ese es el gran problema con esta historia increíble. Que no es increíble.
Un verraco genial
verraco«El Patrón del Mal» tiene 113 capítulos y, más o menos por la mitad, mi corazón ya estaba del bando de Pablo; no quería que lo atraparan ni que lo mataran, sino que siguiera soltando esas frases geniales después de matar, como aquella que me deslumbró al principio: «¿Sabes qué? Nunca me cogí a una deportista». ¡Ah, que personaje maravilloso, qué verraco genial!
Antes de seguir, planto aquí mismo una adviertencia importantísima para los que descargan cualquier cosa que recomiendo: durante esta serie tu cerebro pisará en firme la realidad, pero tu corazón disfrutará los abismos muy ambiguos de la ficción. Y eso genera conflictos internos. Así que ojo con esta recomendación en particular, porque (además de quitarnos más de cien horas de procrastineo) «El Patrón del Mal» alimenta lo peor que tenemos dentro.
En lo pesonal me siento pésimo. Vi el episodio final antes de ayer y todavía no me perdono haberme puesto triste por la muerte de un hijo de puta tan grande. Lamento mucho decirlo, pero es así. Podría haber sido una serie mediocre, pero no tuve esa suerte. Podría haber tenido un actor principal caricaturesco o desangelado; unos guiones tendenciosos, inverosímiles o parlamentos mal escritos. Cualquier patinazo estético me habría servido para no sentir este remordimiento horrible que tengo ahora, esta culpa de idolatrar a un asesino gordito con gesto de vaca que ve pasar un tren. ¡Pero está todo muy bien hecho, y se puede ver en HD! Lo confieso con vergüenza: ahora que terminé la maratón, lo único que quiero en la vida es una camiseta con la cara de Pablo.
Atendido por sus propios dueños
Por pura casualidad yo estaba de paseo por Medellín poco después de que la serie finalizara. Se estrenó el 28 de mayo de 2012 y su último episodio (que detuvo a Colombia con picos de 79% de share) ocurrió el 19 de noviembre del mismo año. A inicios de 2013 nadie me hablaba de otra cosa en la ciudad donde mataron a Escobar veinte años antes; ni en la calle ni en los taxis ni en los negocios ni en las bibliotecas. Unos escritores amigos muy jóvenes —que habian disfrutado como cerdos cada entrega— me quisieron explicar el fenómeno. Al principio los escuché con escepticismo, porque pensé que me hablaban de un culebrón cualquiera (yo sé que a ustedes les está pasando lo mismo mientras leen). Pero rápidamente entendí mi error: a pesar del formato diario de una hora, esto era otra cosa.
La serie está filmada en exteriores, con un alarde de extras para caerse de culo y con grandes actores en primera y segunda fila. (Vuelvo a pedir el Nobel para Andrés Parra.) Solo esto ya aleja al producto de los culebrones al uso. Pero lo que más me llamó la atención fue otro asunto que me explicaron más tarde: los guiones —basados en la novela «La parábola de Pablo», del ex alcalde de Medellín Alonso Salazar—, fueron supervisados por Camilo Cano, hijo del ex director del diario El Espectador Guillermo Cano, asesinado en 1986 por Pablo Escobar. Y la productora ejecutiva de la serie, Juana Uribe, es sobrina de Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia de Colombia en 1990... y asesinado por Pablo Escobar. Y la escenógrafa de la serie —según me contaban mis amigos colombianos con aspavientos— debió recrear la escena en la que mataban a su propio abuelo. Quien lo mataba, por supuesto, era Pablo Escobar (tanto en la ficción como en la vida misma).
Jamás había oído nada igual. Escenarios reales, guionistas que a la vez son familiares de las víctimas, parlamentos extraídos de escuchas telefónicas o de testimonios judiciales... Me puse a hacer memoria y no recordé un proyecto de ficción que recrease un tema social tan doloroso y candente —con tanta verosimilitud— en la televisión de ningún país. Lo más cercano que encontré es «Treme», donde David Simon plantea un editorial político sobre la gestión administrativa tras la catástrofe del Katrina en Nueva Orleans. Pero allí hay actores que componen personajes de ficción. En cambio en «El Patrón del Mal» Pablo es Pablo, se parece a Pablo y piensa lo que Pablo pensaba. Esa novedad expuesta de tal modo, en el epicentro del dolor de un país, no la había visto nunca jamás.
El silencio español
Volví a mi casa después de ese viaje a Medellín con la necesidad de ver «El patrón del Mal». Pero aquí en España nadie hablaba del asunto. El componente antropológico de la historia me había cautivado, aunque en el fondo estaba seguro de que su factura técnica no me iba a gustar. ¿Por qué? Por el mismo prejuicio que tienen ustedes ahora, al saber que les estoy recomendando un culebrón sudamericano. Y ahí es donde más me equivoqué: después de empezar a ver la serie me explotó el cerebro en dos mitades. No solamente es buena: es adictiva y poderosa.
Debemos quitarnos el sombrero ante la valentía de la cadena Caracol para llevar a cabo este desafío (que podría haber salido muy mal), pero sobre todo hay que admirar la madurez del público colombiano para sentarse a ver, de lunes a viernes y durante ciento trece noches, su última gran tragedia social en alta definición y narrada de una forma cruda.
Me sorprendió muchísimo, durante todo el año 2013, no haber encontrado ni una sola referencia a esta maravilla —antológica y revolucionaria por donde se la mire— en los medios de prensa españoles. Ni en las secciones culturales ni en las de espectáculos. Se ha hablado mucho de «MasterChef», eso sí. Pero de los cambios paradigmáticos en el modo de narrar la ficción documentada en idioma español, nada de nada. No sea cosa de generar espectadores lúcidos en prime time.
Después nos quejamos de que algunos sectores no hayan sabido encajar un documental falso sobre un tiro al aire en 1981... Si esa broma sencilla e inofensiva generó semejante confusión en España, ¿cuántos años luz de madurez faltan para que exista una serie sobre ETA sin demonizar al demonio?
Pocas horas después de atentar con cincuenta kilos de explosivos contra el periódico El Espectador, porque «es el único que habla mal de mí», Pablo Escobar desayuna tranquilo junto a Fabio. Es un día precioso. La prensa de la mañana no ha llegado, por supuesto: los talleres gráficos volaron por los aires a las 6:43 AM y él lo sabe porque lo ordenó. Escobar le señala a Fabio la ausencia del periódico sobre la mesa. Lo hace con una sonrisa de niño travieso por debajo del bigote. Fabio entiende el gesto y abre los ojos grandes: «Pero Pablo, ¿te cargaste El Espectador?». Escobar se queda un momento dubitativo y dice: «¿Sabes qué pienso? Que nunca me cogí a una deportista. Vete a buscar la capitana del seleccionado de voley colombiano, que está muy buena, y me la traes».
Cuando vi esta escena de «El Patrón del Mal» me terminé de enamorar del personaje protagónico, encarnado por Andrés Parra, al que deberían darle un Premio Nobel del Mimetismo.