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La parábola del rating y las cloacas

Hace muchos años había noventa y nueve casas y cada una tenía un televisor que emitía un solo canal. Las empresas no sabían qué programas se veían en los hogares, ni en qué horarios poner sus anuncios.

—¿Qué ve la gente?

—Ni idea.

—¿Invertimos en este informativo, en este show o en esta serie?

—Ni idea.

Entonces los empresarios buscaron un sistema de medición: le pidieron a la Compañía de Cloacas los datos del consumo diario de aguas residuales del pueblo.

Si en una determinada franja horaria la gente meaba menos o cagaba menos, el programa de la tele había sido interesante. Si la gente no cagaba ni meaba ni se bañaba, el programa de esa franja había sido un éxito y las empresas ofrecían millones para aparecer en él a la semana siguiente.

Cuando llegó el segundo canal de televisión al pueblo, esa manera de medir la audiencia quedó obsoleta.

—¿Están viendo el canal uno o el canal dos los que ayer se aguantaron las ganas de ir al baño?

—Ni idea.

Las empresas se preocuparon. Dejaron de revisar las cloacas y pusieron medidores en las antenas, para saber qué canal miraba cada familia. Esto funcionó muy bien hasta que alguien construyó la casa número cien, y después la ciento diez, y después la casa número mil. El costo de poner medidores en cada nueva antena no era rentable.

Las empresas pensaron de este modo:

—Si en quinientas casas viven quinientas familias pobres, pongamos el medidor en una sola casa pobre.

—¡Gran idea! ¿Y los ricos?

—Si en las otras quinientas casas viven quinientas familias ricas, pongamos el medidor en la antena de una sola familia rica.

—¡Excelente! En el fondo, todos tienen costumbres parecidas.

Las empresas se sintieron satisfechas con esta nueva forma de testear, y pusieron unos pocos medidores. El truco funcionó durante años, porque la propia televisión le indicaba a los ricos y a los pobres, a los jóvenes y a los viejos, qué costumbres tener.

Pero un día llegó un siglo nuevo y ocurrieron tres cosas que no estaban previstas. Una detrás de la otra: la tecnología personal primero, la tecnología móvil después, y finalmente la red social.

Cuando llegó al pueblo la tecnología personal, los habitantes de las casas empezaron a grabar sus programas preferidos de televisión para verlos a cualquier hora; pero las empresas siguieron confiando en la proporción del encendido.

Cuando llegó al pueblo la tecnología móvil, los habitantes de las casas empezaron a llevar sus pantallas a cualquier parte, incluida la calle; pero las empresas siguieron confiando en los medidores de antena fija.

Cuando llegó al pueblo la tecnología de red social, los habitantes de las casas empezaron a interesarse más por sus propias recomendaciones sinceras que por los anuncios de la televisión.

Entonces las empresas se reunieron, más preocupadas que nunca, y buscaron un cambio en la estrategia:

—Volvamos al sistema antiguo de medir las cloacas, pero esta vez hagamos públicos los resultados; las redes sociales conversarán sobre cuánta gente va al baño —dijeron.

Y otra vez acertaron.

Desde ese día, los presentadores de la televisión empezaron a informar, minuto a minuto, cuánta gente no cagaba por estar viéndolos a ellos. Y el pueblo empezó a crear tendencias de conversación en sus redes sobre el minuto a minuto de su propia mierda.

Lo que ocurrió desde ese día fue vertiginoso: se dejó de hablar de deportes, de espectáculos, de política y se empezó a hablar de cuánta gente iba a mear mientras se emitían los deportes, el espectáculo o la política. Se eliminó el análisis, que ocupa demasiado tiempo, y comenzó a propagarse la síntesis, que ocupa ciento cuarenta caracteres.

Y sobre todo se mantuvo en la sombra a la inteligencia, que es digestiva, para alumbrar el cinismo, que mantiene a la gente en el baño estreñida y con eternas ganas de cagar.

Hace muchos años había noventa y nueve casas y cada una tenía un televisor que emitía un solo canal. Las empresas no sabían qué programas se veían en los hogares, ni en qué horarios poner sus anuncios.

—¿Qué ve la gente?