“Cuando abrimos Jane Eyre, no podemos reprimir la sospecha de que vamos a enfrentarnos a un imaginario anticuado y tan pasado de moda como la casa parroquial del páramo”, escribió Virginia Woolf sobre la obra de Charlotte Brontë y las Cumbres borrascosas de su hermana Emily. Es cierto que no debemos ignorar el contexto victoriano de Jane Eyre ni la educación anglicana y conservadora de su autora. Ni olvidar que Woolf escribió su ensayo The Common Reader en 1916, cuando la Inglaterra industrial se abalanzaba hacia la era de las sufragistas.
El papel tradicional de “ángel del hogar” era repudiado por estas mujeres. Las calles rugían con piquetes y manifestaciones violentas para exigir igualdad salarial, la autonomía de su propio útero y el derecho al voto. La artífice de La señora Dalloway pertenecía a esa hornada de pensadoras británicas que buscaban la androginia al escribir y la ruptura de los códigos domésticos. Por eso Woolf no compartía el uso de la falacia patética y los lamentos románticos de Brontë para reivindicar la represión sexual y económica del periodo anterior. “Toda la fuerza de Jane Eyre se manifiesta a través del yo amo, yo odio, yo sufro”.
La mayor del triunvirato Brönte tampoco imaginó que su novela iba a ser tachada de manifiesto feminista, peligroso y erótico en octubre de 1847. Posiblemente su visión de sí misma no se alejaba de la que describió Virginia Woolf medio siglo después. Pero tampoco era una niña mimada e inconsciente. Charlotte sabía muy bien que Jane Eyre era un cartucho cargado contra el sistema patriarcal y por eso entregó su manuscrito bajo el seudónimo asexual de Currer Bell. Detrás de su narrativa gótica y el final feliz entre Jane y Rochester, se escondía un relato mucho más revolucionario.
Brontë hablaba de desigualdad e insubordinación, también denunciaba la hipocresía de los clérigos y cuestionaba la superioridad de las autoridades. Esto, en una Europa de revoluciones contra el capitalismo y la industrialización, era poco menos que una invocación satánica. Las publicaciones más críticas con el movimiento obrero pronto acusaron a la novela de “jacobinismo moral”, de fomentar la anarquía social y de acoger fundamentos anticristianos.
Charlotte Brönte nos podría parecer ahora casta y pura al lado de las escritoras modernas del fenómeno tits and wits (“tetas y cerebros”). Pero en 1855, la revista Blackwood acusó a Jane Eyre de respaldar una sublevación de mujeres ordinarias y violentas. El impacto fue acorde a una época en la que la profesión de las mujeres era ser esposa abnegada y madre amantísima. Y eso es algo que hasta Virginia Woolf tuvo que admitir: “Entendemos los inconvenientes de ser Jane Eyre. Ser institutriz y estar enamorada siempre ha sido una limitación en un mundo que, pese a todo, está lleno de personas que no son una cosa ni la otra”.
Su emancipación femenina conjuraba unos fantasmas que, incluso dos siglos después, son difíciles de digerir para algunos. Recuperamos en su bicentenario algunas enseñanzas que nos dejaron Brönte, Jane Eyre y -por qué no- su loca del desván.
Las enseñanzas feministas
El ocaso de la soltera. Ahora asociamos la enseñanza con uno de los niveles intelectuales más altos de la sociedad. En la era victoriana era el purgatorio de las mujeres solteras. “El matrimonio es la profesión de la mujer. Por eso las institutrices están mal pagadas, porque la mercancía que venden no tiene ningún valor”, decían los tabloides de la época. Jane Eyre representa una denuncia encarnizada contra la humillación de las trabajadoras en el ámbito laboral.
“¿Cree que soy una especie de autómata, una máquina sin sentimientos que puede vivir sin un mísero pedazo de carne ni una gota de agua?”. Brontë, pese a que también despreciaba el trabajo de institutriz, se amotina en su obra ante unos patrones déspotas que matan de hambre a sus trabajadores.
Matrimonio esclavo. Bajo la legislación inglesa, la mujer era mera esclava de su marido y no podía votar ni acceder a una formación por muy brillante que fuese. “Como si los hombres fuesen los seres más sabios y menos proclives a irse por el mal camino”. Por eso los críticos modernos de la obra no consiguen conciliar estas declaraciones feministas con el final de cuento de hadas entre Eyre y Rochester. ¿Ya está? ¿La reivindicativa Jane se rinde así de fácil ante la dictadura doméstica?
Sin embargo, durante la novela rehuye del dominio forzoso con Boclehurst, John Reed y Saint John Rivers. “Jamás he sido capaz de situarme en el lógico punto medio que hay entre la sumisión absoluta y la rebelión decidida”. Antes morir pobre que aceptar una unión pragmática o mercenaria, pues no concebía el matrimonio como una salida de escape. Compromiso versus sacrificio.
Una oda a la cultura. Aunque, como decíamos, la enseñanza superior era un bien negado a las mujeres, Charlotte Brontë se sabía culta. Y su Jane Eyre también lo era.
“-Chico malvado y cruel- grité-. Eres igual que un asesino, como un tratante de esclavos, como un emperador romano-. Yo había leído la Historia de Roma de Goldsmith, y me había formado una opinión sobre Nerón, Calígula y otros personajes parecidos”. Defendía que incluso las niñas ricas, con el futuro resuelto por gozar de una buena dote, tenían que formarse para ser independientes y no caer en el “degradante” mercado matrimonial.
Muerte a la protagonista guapa. Charlotte le contó a su primera biógrafa, Elizabeth Gaskell, que había estado en desacuerdo con sus hermanas Emily y Anne cuando defendían que las protagonistas siempre tenían que ser bellas y finas. Ella respondió: “Os mostraré una heroína tan normal y bajita como yo, pero que será tan interesante como cualquiera de las vuestras”.
Fue una decisión audaz, que los directores de cásting no han respetado en ninguna de las muchas adaptaciones de la novela, por cierto. “Está 'sin desarrollar', delgada y pequeña, tiene el pelo marrón y suave, ojos del mismo color, una cara rojiza y una boca grande a la que le faltan muchos dientes. En conjunto es sencilla, de frente cuadrada, ancha y saliente”. Brontë no quería contar la historia de una simple Cenicienta, sino de una mujer que huía de los adornos y cultivaba su interior para no pensar en el exterior.
Bola extra: La loca del desván
No nos olvidamos de la fantástica Berta Rochester, la “loca del ático” más turbadora de la historia. Las investigadoras Sandra Gilbert y Susan Gubar identificaron en este personaje la dualidad de las escritoras victorianas para separar su yo angelical de su yo diabólico. En su ensayo feminista Madwoman in the Attic: The Woman Writer and the Nineteenth-Century Literary Imagination, las autoras defendían que la literatura era un ejercicio catártico de las escritoras para desahogarse sin que fuesen tildadas de histéricas.
La loca del ático forma parte del imaginario de las hermanas Brontë, Mari Ann Evans, Jane Austen o Emily Dickinson tanto como sus cuerdas heroínas. Para defender esto, el libro se apoya en las observaciones de Virginia Woolf, quien recomendaba a sus colegas escribir para “matar el ideal ético y estético de mujer que la sociedad les había impuesto”.
Todas estas mujeres, desde Woolf hasta su 'anticuada' Brontë, eran vistas en cierta forma como locas del desván por desoir los mandatos patriarcales y dedicarse a su pasión: la literatura.