Hay diferentes maneras de engalanar una ciudad. En estos días, con la coronación de Felipe de Borbón, numerosas informaciones hablaban del despliegue de flores, banderas y agasajos. Por otro lado, la alcaldesa Ana Botella, cual cheerleader oficial, animaba a los madrileños a salir a la calle a por un festejo.
También hay múltiples maneras de blindarla. Se habla sin cesar de los francotiradores (120), los antidisturbios (2.100), e incluso los agentes que recorren palmo a palmo el subsuelo de Madrid (40) para que no quede ni un ápice de territorio sin explorar y proteger de posibles intervenciones. Pero precisamente, como hay múltiples maneras más allá de esta operación concreta a gran escala, comienzan a saltar a la vista maniobras en diversas ciudades europeas que se han ido desarrollando para construir barreras urbanas en lo que ya se conoce como “arquitectura disuasoria”.
La noticia saltó esta semana. En los últimos días, las redes sociales se han llenado de denuncias ante unos pinchos situados frente a un supermercado en una calle comercial de Londres para prevenir que durmiera gente sin hogar. Las fotos de púas metalizadas en el suelo, como setas que aparecieron de la noche a la mañana, circularon sin cesar con las preguntas pertinentes. ¿Quién hacía eso? ¿Y por qué? La fisicidad de las púas evidenciaba la creciente agresión urbana planeada de tal manera que hasta el alcalde de la ciudad ha corrido a declarar su repulsa frente a esa acción.
No hace falta ir tan lejos. Pensemos en otra escena, seguro que la tenemos en mente: una pareja de enamorados se recuesta en un banco junto a un parque público para hacerse arrumacos. En muchas ciudades esta imagen forma parte de un pasado remoto o, directamente, del terreno de la ciencia ficción. ¿Quién tiene un banco a mano para recostarse? Los bancos ahora se inclinan, se trocean o directamente se han ido convirtiendo en sillas metálicas incómodas para obligar al ciudadano a sentarse apenas unos minutos, e impedir el descanso horizontal. En definitiva, impedir descansar o dormir. La medida, evidentemente, está pensada para prevenir que se instalen los sin techo.
Hay muchas otras, claro. La mayoría comienza como estrategias para impedir el vandalismo urbano -contra los grafitis, contra los skaters- y acaban colonizando la ciudad y prohibiendo su uso y disfrute con libertad. Y es que la arquitectura disuasoria se perpetúa desde diversos frentes. Puede aparecer de la mano de vecinos cansados ante el malestar que le causan ruidos o basura callejera, empresas -como es el caso que hizo saltar la alarma, ya que la instalación de las púas estaba promovida por Tesco- o, en gran medida, por las políticas urbanas del gobierno local. Este es el caso de los bancos antiskaters que se promovieron en el distrito de Camden en Londres, pero también la más cercana situación de Madrid, dónde el Ayuntamiento ha hecho perennes una serie de vallas a modo de trincheras que ocupan el espacio público de la Puerta del Sol, con las consiguientes quejas de habitantes y agrupaciones políticas.
Lo evidente de las acciones disuasorias -los pinchos que impiden sentarse en el espacio público- ha abierto la exploración hacia este tipo de arquitectura, también denominada “arquitectura hostil”. Parques públicos se rodean con vallas metálicas para evitar su uso, cómodos parterres se cubren de cemento, alféizares y bancos se inclinan o llenan de pinchos para no permitir el descanso o el simple uso del espacio urbano.
Modelos de arquitectura disuasoria para contención urbana
A lo que en Barcelona o Madrid el gobierno local ha bautizado como arquitectura disuasoria o preventiva -en un alarde eufemístico elaborado-, el arquitecto y teórico Léopold Lambert lo ha bautizado como weaponized architecture, algo así como la arquitectura customizada como arma.
En su ensayo con el mismo nombre, el arquitecto examina varios usos de la arquitectura en el espacio público. Así, reflexiona sobre diferentes conceptos, como la arquitectura de la seguridad – aquella en la que, por ejemplo, se colocan estratégicamente las ventanas para controlar el exterior de un edificio-, la arquitectura del capitalismo –en la que se explican tanto la distribución de los espacios en los centros comerciales como los procesos de gentrificación-, o el urbicidio, que podría definirse como el acto de la destrucción de edificios y ciudades que no constituyen ningún objetivo militar. La ciudad se convierte, en este último caso, en un caso ejemplificador en el que una guerra, por ejemplo, no puede ser ignorada por nadie y debe ser vivida como tal a diario por los civiles.
Tal y como explica Lambert, si entendemos que la planificación urbana a gran escala no es casual, a pequeña escala tampoco. Los pinchos, las barreras arquitectónicas, las vallas y las piedras colocadas en los parterres no son únicamente hostiles ni disuasorias, sino que funcionan como armas. Por tanto, como explica el autor, la arquitectura como arma es aquella “en la que el objeto físico es capaz de actuar de forma violenta sobre los cuerpos, pero su voluntad no es inherente a su forma, sino más bien se expresa a través de las relaciones de poder establecidas alrededor de ella”. Y el ciudadano circula a través de la urbe, buscando inocentemente un banco en el que recostarse, viendo ya que le han dispuesto una armadura.