Gamergate: los videojuegos en su peor momento

Hay un viejo adagio antiprohibicionista que afirma que los objetos inanimados (las armas, las drogas, los artefactos culturales) no tienen moral. Es decir, que quienes somos malos (o buenos, pero esencialmente malos, ya que hablamos de prohibir) somos quienes los usamos y nuestras intenciones detrás de ese empleo. Pocas veces había estado tan clara esa enseñanza como con la controversia Gamergate, que lleva semanas sacudiendo la industria del videojuego.

Hasta hace unos días, la polémica no parecía más que otro escándalo de los que el sector del entretenimiento digital parece nutrirse e, incluso, aprovecharse para ganar titulares en las páginas de la prensa seria (digamos: un abogado tronado de Florida acusa a un videojuego de fomentar, por no decir generar, el asesinato en masa de prostitutas). Pero la situación dio un giro cuando las amenazas a una de las principales activistas del feminismo en el sector obligaron a cancelar una charla y el suceso llegó a primera plana del The New York Times. Los videojuegos habían abandonado, oficialmente, los inofensivos mundos virtuales.

Primer objetivo: Zoe Quinn

Aunque algunas de las coberturas que se están haciendo del movimiento Gamergate hablan de un debate originario acerca de la ética en la prensa especializada, su raíz está en un hecho mucho más pedrestre: un antiguo despechado. Eron Gjoni era la pareja de Zoe Quinn, autora de una aventura de texto (un videojuego sin gráficos, en el que toda la interacción se limita a escoger opciones de un menú o teclearlas) llamada Depression Quest, un estimulante estudio en primera persona sobre la depresión clínica y sus efectos.

Cuando dejaron su relación, un furioso Gjoni (que posteriormente se ha distanciado del efecto que han tenido sus acciones), publicó una serie de posts en su blog personal (eliminados, pero recopilados aquí) desvelando detalles y mensajes privados entre él y Quinn, con los que intentaba demostrar que la programadora le había engañado con un redactor de la importante web de videojuegos Kotaku, Nathan Grayson.

Con la excusa de la falta de integridad periodística del medio y de un supuesto trato de favor hacia los videojuegos independientes (Grayson, por cierto, sigue trabajando en Kotaku, ya que el medio inició una investigación y no encontró ninguna falta en su comportamiento), los populares foros de noticias y mensajes 4chan y Reddit (tan masivos y, en ocasiones, vehementes, que son capaces de organizar ataques en masa que fulminan cualquier web) desencadenaron una corriente de opinión en contra de Quinn y su supuesto comportamiento poco ético.

En realidad, fue la excusa para que decenas de usuarios anónimos atacaran a través de Twitter, teléfono y email a Quinn, obligándola a mudarse temporalmente de su casa junto a su familia cuando las amenazas comenzaban a ponerse terroríficamente específicas.

Segundo objetivo: Anita Sarkeesian

Algo similar le sucedió a Anita Sarkeesian, popular crítica cultural que vive inmersa en una polémica un poco vacua desde que consiguió una cantidad desorbitada de dinero vía Kickstarter para financiar una webserie documental, Women vs. Tropes in Videogames, interesante (aunque discutible; por eso es interesante) estudio sobre el papel de la mujer dentro de los videojuegos.

Con la explosión, tras el acoso a Quinn, de lo que ya se conocía como Gamergate (un término que, por cierto, los gamergaters llevan con orgullo, sin percatarse de que su sentido lingüístico en inglés es quizás el opuesto al que pretenden), la última entrega de los vídeos, en el que Sarkeesian hablaba de la mujer como un cebo para motivar al jugador masculino, se topó con un rechazo frontal y agresivo.

Las amenazas (que Sarkeesian había recibido en abundancia por las anteriores entregas de la serie) se hicieron, como en el caso de Quinn, más aterradoras y concretas que nunca, obligándola también a mudarse y denunciar a sus acosadores. No es el último caso: la desarrolladora Brianna Wu vio publicada la dirección de su domicilio en Internet. La culminación de toda esta violencia llegó con la noticia que escaló hasta la portada del The New York Times hace una semana: Anita Sarkeesian se veía obligada a cancelar una charla en la Univeridad de Utah cuando un email anónimo amenazó a la organización con desencadenar un tiroteo si el evento tenía lugar.

Estos son los hechos. Detrás de ellos, un movimiento que tiene dos tareas importantes ante sí. Primero, y con urgencia, convencer a la opinión pública y a la prensa de que las amenazas, por numerosas que sean, son obra de unos pocos acosadores que aprovechan el movimiento Gamergate para amenazar a mujeres de éxito en la industria.

El hashtag #NotYourShield nació con esa idea, para subrayar que mujeres y otras minorías siempre han intentado cambiar el statu quo de la industria, y están usando la polémica Gamergate en su beneficio, potenciando una imagen victimista. La legitimidad de #NotYourShield ha sido puesta en duda por gente como la propia Zoe Quinn, que ha afirmado que el hashtag es una mera distracción, artificialmente facturada desde las simas de 4Chan y otros focos de activismo del Gamergate.

Escándalo o promoción

La segunda preocupación primordial del movimiento es demostrar que hay algo consistente tras las acusaciones de que la prensa y los desarrolladores (especialmente los independientes) tienen algún tipo de pacto consensuado para promocionarse. Algo que la comunidad no conseguirá del todo si sigue generando submovimientos como la llamada Operation Disrespectful Nod, que intenta que grandes marcas de la industria retiren su publicidad de medios críticos con el Gamergate. Su primera victoria fue conseguir que Intel retirara su publicidad de Gamasutra debido a la presión de un amplio sector de clientes. La causa: un artículo sobre la pérdida de valor del término gamer a causa de la polémica. Intel ha declarado oficialmente su postura neutral en torno al Gamergate, pero no ha vuelto a contratar publicidad con la web.

Ese artículo de Gamasutra, precisamente, se ha convertido en uno de los bastiones teóricos antiGamergate. Bajo el título Gamers don't have to be your audience. Gamers are over (Los gamers no deben ser tu público. Los gamers están acabados), Leigh Alexander propone un duro cambio de paradigma que acentúa la actitud esencialmente conservadora y retrógrada del movimiento: lo que se percibe al fondo de toda esta controversia va más allá de la necesidad de una prensa más justa y enfocada a temas que importan a los jugadores (tema que daría para otro artículo, ya directamente humorístico), o de la actitud peligrosa y legalmente punible de unos pocos o unos muchos (demasiados, en cualquier caso) agresores. La cuestión última de la que se preocupa el Gamergate, quizás sin saberlo, es de la pérdida de una identidad.

En Estados Unidos, las jugadoras ya superan al número de chicos adolescentes que juegan, y eso supone un cambio en muchos sentidos para la industria: qué juegos producir, qué zonas demográficas atender y qué temas tratar. Hace no mucho, la pertenencia a la cultura gamer funcionaba poco menos que como un escudo social para defenderse de agresiones externas. Pero los roles se han invertido justo cuando la misma validez de la filosofía nerd empieza a cuestionarse y las proclamas en favor de la muerte de la cultura gamer se multiplican. Dado que parece que el cambio es inevitable, este es el momento en el que vale la pena plantearse responder a una pregunta muy específica: ¿realmente merece la pena salvarla?