Hubo una época en la que, ante un tablero de ajedrez, también se dirimían los problemas del mundo. Así fue, al menos, durante la Guerra Fría, que transformó este antiguo juego estratégico en un deporte geopolítico. Esto no significa que, antes de esos años de hielo, el ajedrez no tuviera sus héroes, sus tensiones particulares, su propia épica. Cualquier aficionado habrá tenido noticia de Capablanca, aquel cubano precoz que retó al gran Lasker con esta convicción tan chulesca como verdadera: “Los demás tratan, pero yo sé”. O habrá leído algo de ese trending tópic de la cultura moderna sobre la obsesión ajedrecística de Marcel Duchamp, que lo llevó a abandonar varias veces el arte para dedicarse a eso que Octavio Paz llamó “su otra obra”.
Pero, por todo lo que llegó a encarnar, el binomio Ajedrez-Guerra Fría no admite comparación. Ganar un Mundial, en esos tiempos, significaba validar un sistema, refrendar un Bloque de aquel universo bipolar, certificar sin matices la superioridad del Capitalismo o el Comunismo, la Democracia o la Tiranía. Nada más y nada menos. Así que, durante meses, lo que no hacían los misiles entre la URSS y Estados Unidos –aunque esos misiles sí chocaran en territorios lejanos a ambos– caía sobre las espaldas de dos tipos enfrentados a la vista del mundo (al menos tan a la vista, o al oído, como lo permitieran los medios de entonces).
Bobby Fischer representó ante Boris Spassky la victoria de Estados Unidos frente la URSS. Y a Anatoly Kárpov le tocó vengar al comunismo frente a un disidente, Víctor Korchnoi, que jugaba por Suiza y cuya vida dio lugar a La diagonal del loco, película ganadora de un Oscar. Cuando Kasparov batió a Karpov, lo hizo en nombre de una perestroika que se llevaría por delante el antiguo régimen soviético. Poco importa que más tarde Spassky abandonara la Unión Soviética o Estados Unidos abandonara a Fischer, una vez amortizada la escasa voluntad de representación de ambos. Ellos ya habían cumplido como peones encargados de darle continuidad a la Guerra Fría por las 64 casillas blanquinegras de sus tableros.
Hoy los campeones no sufren la presión de entonces, ni hay yogures con pócimas mágicas, ni espías o mentalistas incordiando al rival, ni presidentes y primeros secretarios usando a los ajedrecistas para solventar, en diferido, su match por el gobierno del mundo. Basta con fijarse en este Mundial de Sochi entre el noruego Magnus Carlsen y el indio Viswanathan Anand para advertir ese estilo como de partida de póker en Las Vegas, sin rastro de plusvalía ideológica con la que maquillar la bolsa a repartir.
Un ajedrez sin plusvalía ideológica
En esta era caliente de la Nueva Oligarquía Global, los jugadores ya no representan casi nada. Esa es una función que recae en las ciudades elegidas para albergar sus campeonatos (y las bienales de arte y los Juegos Olímpicos y los museos y las universidades de diversa índole que, en régimen de franquicia, se van multiplicando en la nueva economía). Son esas sedes las que nos permiten leer el mundo con algún tino, algo que se deja ver en Sochi: el balneario de los Juegos Olímpicos de Invierno, de los Juegos Paralímpicos, del Campeonato Mundial de Ajedrez. Esa AntiCrimea donde se reprime a las activistas de Femen al mismo tiempo que se nos enseña el músculo desproporcionado de la nueva Rusia de la postguerra fría.
Quien dice Sochi, dice Pekín y Qatar, dice Abu Dhabi y Doha, dice Bahréin y Shanghái. Todos esos escaparates de las economías emergentes, dispuestos a exhibir, sin distinción, la Fórmula 1 y el Museo del Louvre, La Sorbona y el Guggenheim, un parque temático dedicado a Ferrari y otro dedicado al Real Madrid, goyas y picassos, lamborghinis y maseratis…
Hace apenas dos décadas, Occidente vio un filón en el “más allá” y no dudó a la hora de abrirse paso hacia el Este (incluyendo en esta zona no sólo a los países que salían del comunismo, sino también al mundo árabe o China). Los países occidentales previeron un rápido incremento de consumidores y, en consecuencia, una inédita multiplicación de las ganancias. De manera que apostaron, a lo grande, por una expansión multilateral que comprendía la arquitectura y el deporte, el lujo y el ocio, el arte y la Coca-Cola.También se nos dijo que, con todo eso, tal vez hasta la democracia se dejaría caer, como quien no quiere la cosa, por aquellos paisajes.
La Emiratización del Mundo
Mas ese optimismo evangelizador tuvo, por decirlo suave, un ligero error de cálculo. En pocos años, China se ha convertido en gran exportadora y compra deuda al más pinto, mientras que los petrodólares van adquiriendo, en este lado, cuantiosas propiedades a la misma velocidad que “salvan” bancarrotas o equipos deportivos. Del golf a las regatas, pasando por el tenis o la hípica, el cricket y el rugby, nada resulta ajeno a ese mundo que parece haber aprendido de Engels, ilustre occidental, aquello de que “el capital que no se expande perece”.
El proceso de reconquista es imparable y la neocolonización, a gran escala, parece garantizada. Todos estamos bajo la Nueva Oligarquía. El modelo chino somos todos. O casi todos, que no es lo mismo pero es igual. Así pues, lo que hoy tiene lugar en Sochi bajo el título rimbombante de Campeonato del Mundo de Ajedrez es un minúsculo síntoma de esa “Emiratización del Mundo” bajo la cual nuestros protectorados amanecen un día disfrazados de casino global y otro de resort cultural donde esparcirnos o debatir temas de gran profundidad sobre el arte universal.
Derechos humanos, igualdad de géneros y otras minucias que llenan la retórica de los parlamentos españoles, británicos o franceses ya quedaron amortizados con el fin de la Guerra Fría. Como aquellos ajedrecistas que un día cargaron con el peso de conflictos descomunales sobre sus hombros y hoy contemplan estupefactos estos emiratos occidentales en que nos vamos convirtiendo. Nuestros desiertos sociales urbanizados, eso sí, con edificios de Jean Nouvell, Norman Foster o Frank Gehry.