Nada hay sagrado para el gobierno de Vladimir Putin. Ni la libertad de expresión, ni los derechos de las mujeres, ni la tolerancia sexual ni, desde luego, la memoria histórica. Gulag es una palabra que eriza el vello a muchas personas al escucharla, no en vano fue la institución más dramática del periodo estanilista. Sin embargo, su gestión contrasta fuertemente con la cura de conciencia que han hecho Alemania o Polonia, las rutas redentoras por Auschwitz y Mauthausen y los monumentos a la memoria de las víctimas del Holocausto.
A diferencia de los países que perdieron la Segunda Guerra Mundial, la Rusia postsoviética nunca se atormentó con la culpa colectiva por los crímenes del régimen. No hubo verdad ni reconciliación como en otros acontecimientos para el olvido, como tras el Apartheid en Sudáfrica. Tampoco se abrieron las puertas de los archivos de la policía secreta como en Hungría. Mientras en Alemania el debate público continúa candente por su pasado nazi, la élite rusa manipula la memoria nacional. Un reflejo del miedo que inunda el Kremlin: abrir el armario de los errores podridos evidenciaría aún más su presente antidemocrático.
La gran quimera cultural
A casi 1500 km de Moscú, en un territorio remoto donde Putin jamás ha perdido el tiempo, se encuentra Perm 36, el último gulag visitable de la era soviética. Allí resuenan los ecos de las deportaciones, torturas, hambre, trabajos forzados y ejecuciones llevadas a cabo por Iósif Stalin. Hay otros dos museos en la extensa Rusia que documentan su parte en el horror: el Museo Estatal Gulag de Moscú y el Museo de Historia de la NKVD de Tomsk. Pero Perm 36 es el único que muestra sin adornos el infierno que vivieron los millones de presos políticos que pasaron -y muchos no salieron- por esas colonias penales.
A día de hoy, la colonia de Perm está gestionada por Memorial, una asociación por los derechos humanos que protege la historia de Rusia sin florituras. “Trabajé en Perm allá por 2010, cuando la sede de la asociación consistía en dos habitaciones de un edificio de la época de Kruschev, era una ciudad diferente”, escribe la periodista Ola Cichowlas para el New Republic. Por aquel entonces, el gobernador de Perm vivía su peculiar sueño europeo y convirtió los ferrys y centros abandonados de la etapa estalinista en una nueva “revolución cultural”.
El plan no era frivolizar estos espacios delicados; su misión era la de normalizarlos y utilizarlos como centros vanguardistas de arte moderno, eliminando los estigmas que les envolvían, y abrir sus puertas a artistas de todos los rincones del globo. Para ello, contaron con la colaboración del gurú Marat Guelman, en un diseño que el New York Times describió como “el Bilbao de Siberia”. Pero Perm despertó de su sueño revitalizante casi antes de empezar.
Donde dije historia, ahora digo fascismo
La ONG Memorial era el objetivo rojo del Kremlin, que la ha situado en el epicentro de su huracán político. En su segunda presidencia, Putin inició la campaña más agresiva de la historia de la comarca para acabar con los revolucionarios de Perm. Mientras el gobierno tiene a su propio líder de la KGB encabezando sus filas, Perm representa la zona “insignificante” que lucha por desarmar su mentalidad totalitaria. Y eso es algo que Putin no estaba dispuesto a consentir.
El Kremlin cortó el grifo de las subvenciones y extendió una fama 'anti-rusa' que desacreditaba a la organización hasta el límite de provocar cismas internos. Además, la organización se acostumbró a las amenazas contínuas de cerrar el museo y la galería al público, sobre todo desde que Gelman organizara una exposición satírica los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi.
Pero la chispa que encendió esta batalla campal desigualada fue la emisión de un documental en la televisión estatal rusa -la NTV,- en la que se tachaba a la institución de pro-fascista. “El objetivo de Perm 36 es enseñar a los niños que los fascistas ucranianos no fueron tan malos como los libros de historia los retratan, mientras que sus nietos cometen un genocidio en el este de Ucrania”, cuenta Cichowlas que informaba el narrador. En el reportaje, también buscaron relaciones entre la ONG Memorial y la financiación del EuroMaidán en Kiev, ambas supuestamente respaldadas por EE.UU. Por último, entrevistaban a antiguos guardias de la prisión de Perm 36 -habilitada hasta 1988- y alentaban las diatribas pro-soviéticas de estos contra los activistas de Memorial.
“¿Pensará Putin que Rusia se desmoronará si los esqueletos que hay guardados en el armario del Kremlin reaparecen en escena?”. En esta nueva Rusia, cuanto más se barre debajo de la alfombra, menos se recuerda que muchos de sus voluntarios fueron partícipes de otra gran masacre de la historia.