En su actuación en la plaza de toros de Tijuana, Enrique Iglesias alargó la mano hacia el dron que ejercía de cámara voladora y nutría las pantallas gigantes. Cuando la retiró tenía dos dedos ensangrentados, con las yemas escarmentadas por las aspas. La sangre de Iglesias, que luego esparció por la camiseta convirtiendo la fatalidad en happening, era el tributo al conflicto del dron entre dos mundos. Una tensión que ha hecho que los países hayan formulado leyes específicas para ellos.
El diccionario de la RAE ya incluye la palabra dron como “aeronave no tripulada”. La Wikipedia añade el concepto “reusable” para no incluir los misiles. Los aparatos multiaspa que proliferan han recibido el nombre común de drones, pero en el mundo del aeromodelismo y el radiocontrol son inflexibles: para ellos dron es una máquina de guerra, un avión modificado. Los aparatos que mutilaron las yemas de Iglesias no son drones, sino multirrotores.
El presidente del Club de Aeromodelismo de Sant Cugat enumera tres ingredientes principales para el interés moderno en los multirrotores. El primero es la estabilidad, mucho mayor que la de los helicópteros en miniatura. “El multirrotor te aburre; lo dejas ahí y ahí se queda, hace él todo el trabajo”, comenta desde la pasión por el pilotaje. El segundo factor es el autorretorno, un interruptor que devuelve el aparato mágicamente a las coordenadas GPS que se establecieron como punto de origen. Y el tercero son las cámaras.
Las mil caras del dron
Los multirrotores no han sido todo hobby y modelismo. En 2014 han tenido muchos usos imaginativos: para la vigilancia, para la prospección, para rescates e incluso para traficar droga en prisiones. Pero su punto fuerte siguen siendo las cámaras. En las televisiones españolas hay espacios donde el ojo de dron es un ingrediente esencial: en Canal Sur el espacio Destino Andalucía incluye planos grabados por drones, mientras en el canal barcelonés 8tv el programa Déu n’hi dron hace alarde y bandera del plano desde multirrotor como elemento diferencial en las tomas aéreas.
Entre los practicantes está extendido el uso de gafas FPV, las siglas en inglés para “visión en primera persona”, que te permite ver el mundo como si estuvieras cabalgando en el aparato. Los pilotos experimentados ya han empezado a crearse circuitos e incluso serpentean entre los troncos de los árboles reconstruyendo las persecuciones de La guerra de las galaxias.
Son las cámaras las que han desencajado a los drones del aeromodelismo y los han colocado en la generación de la imagen. Quién mira y quién es visto es el factor central de la tensión con los multirrotores. Los drones derribados por disparo de escopeta fueron abatidos por considerarse ojos indiscretos. No faltan las grabaciones voladoras que se detienen ante los cuerpos al sol. El nombre dron sigue venciendo al de multirrotor porque puede más la voluntad oculta en su vuelo que la aerodinámica que lo permite. El controlador que desea ver el paisaje desde lo más alto o al vecino por su ventana más remota, contempla oteando o contempla atisbando.
En el otro polo está quien desea ser mirado, que ha visto en el dron el paso siguiente de la extensión que supuso el palo de autofoto. El dron es el fotógrafo remoto, totalmente autónomo y robotizado, que fabrica una versión extendida y cinematográfica del selfie. Ese modelo es el que sigue a rajatabla la cámara voladora Lily, que orbita su mundo alrededor de nuestra pulsera y nos sigue por detrás o por el lado o dando vueltas alrededor nuestro. Aeromodelismo sin pilotaje, radiocontrol de radio geométrico con centro en mí.
El retrato y el paisaje
El ojo del dron requiere alejarse de los centros urbanos, primero porque la legislación lo requiere y segundo porque la gente parece olvidar que las aspas son “una trituradora de pollos, un elemento que corta cuellos”, como recuerda Valenzuela, “además de su fuerza únicamente por impacto”. El dron que nos sigue requiere un ejercicio de individualismo que debe eliminar al transeúnte accidental y que convierte el retrato en paisaje.
Lo subraya Drone Boning, una reciente película pornográfica grabada con drones, donde los autores querían revertir la carga simbólica de custodia y vigilancia usándola para filmar actos de liberación. Usar la herramienta militar para hacer el amor y no la guerra. El resultado es chocante: hay que prestar atención para ver dónde está sucediendo la acción. “Es un poco Dónde está Wally”, señala su productor John Carlucci, “ves unos paisajes preciosos y estás loco por ver dónde se lo están montando”. Es el inverso de la pornografía: en lo obsceno, se impone la escena. El panorama impera sobre los cuerpos.
La tensión de la cámara del dron es la que resolvió Enrique Iglesias echando mano del multirrotor que retransmitía su actuación. Quiso convertir la vigilancia en un selfie. Devolverle la extensión física del brazo, sin respetar que el correlato lógico no implica un correlato físico. Alzado como una calavera en una representación de Hamlet, entre el ser y el no ser decidió también enseñar los dientes.
DRONE BONING // Featuring Taggart & Rosewood // from GHOST+COW FILMS on Vimeo.