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Nuestra lucha a muerte contra la inteligencia animal

"Todos me parecen animales maravillosos" | MARINA CANO

Marta Peirano

3 de abril de 2017 20:21 h

La ciencia cognitiva es el laboratorio que comparten la neurología y la filosofía. También paran allí disciplinas aparentemente distantes como la psicología, la programación, la lingüística y la inteligencia artificial. Hay dos grandes escuelas enfrentadas: una materialista que considera que la mente es el resultado de la suma de sus partes, y otra metafísica que sigue buscando “algo más”. Gilbert Ryle acuñó la expresión “el fantasma en la máquina” en los años 80 para definir ese “algo más” que lleva siglos esquivando salir en la foto. Y para chotearse un poco de Descartes, cuya teoría de que somos un fantasma atrapado en una máquina de carne sería bastante graciosa, si no fuera por la la cantidad de animales que torturó en directo para demostrarla.

Los materialistas creen que si la evolución ha conseguido crear esa conciencia de la nada, es porque se trata de un proceso que, en algún momento de los próximos años, podremos re-ingeniar. Los metafísicos argumentan que pensar en la mente como un conjunto de procesos bioquímicos nos reduce a “cosas” y le quita sentido a nuestra existencia. Argumentan que la individualidad de la experiencia y la originalidad del pensamiento son prueba suficiente de la existencia de un yo. Para saber si eres de los primeros o los segundos, hay una fórmula sencilla. Si crees que un robot puede ser inteligente, eres materialista. Si piensas que sólo puede parecerlo, entonces eres metafísico.

Materialistas vs Metafísicos: sólo puede quedar uno

El problema más grave al que se enfrentan los materialistas -donde destacan Richard Dawkins, Steven Pinker, Christopher Hitchens y Daniel Dennett- es que la primera consecuencia lógica de sus presupuestos es la Singularidad. “Una vez la tecnología nos permita re-ingeniar la mente humana –escribe Yoval Noah Harari en su último bestseller Homo Deus– el Homo Sapiens desaparecerá, la historia humana habrá terminado y será el un proceso completamente distinto que escapa a nuestra comprensión”. En otras palabras: si no somos protagonistas de la creación, nos perderemos en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Estaríamos nominados para salir de la casa. Naturalmente, esta narrativa goza de poca popularidad fuera de la comunidad científica.

Por otra parte, el gran problema de los metafísicos se llama Charles Darwin, y llevan intentando resolverlo desde 1859. Si el hombre es primo hermano del mono, y entre el mono y la nada están todas las especies hasta llegar a la medusa, entonces la diferencia entre nuestra inteligencia y la suya es una cuestión de grado, no de clase. Si todos los seres vivos somos los frutos del árbol de la vida, nuestra inteligencia no es fundamentalmente distinta de la de todos los demás.

Es por una mezcla de colonialismo, narcisismo y ansiedad de la influencia que buscamos inteligencia en el espacio para “no estar solos en el universo” mientras negamos violentamente la de los millones de criaturas que nos rodean. Nuestro sentido de la vida depende de que seamos los protagonistas en la gran novela de la creación. Si somos actores secundarios con el resto de la plantilla, ya nada tiene sentido. El precio de quedarnos en la casa es nominar a todos los demás.

Quién lo tiene más grande, esa es la cuestión

El primatólogo Frans de Waal se nos lo preguntaba en un polémico libro: ¿Somos lo suficientemente inteligentes para entender lo inteligentes que son los animales? La respuesta de Carl Safina es que si lo somos, da lo mismo. En su ponencia del reciente Kosmopolis, el festival de literatura avanzada de Barcelona, el divulgador ecologista newyorquino se preguntaba: ¿cómo podemos identificar la inteligencia animal de manera científica? No podemos entrar en sus cerebros pero podemos mirarlos. Podemos mirar su comportamiento y sacar conclusiones. Y lo hacemos: vemos que los pulpos, los elefantes, los delfines y los pájaros presentan todos los síntomas de una inteligencia y una sensibilidad singular.

Nos sorprendemos constantemente con noticias sobre colaboración entre especies, sobre su coraje, su nobleza, su lealtad y su compasión. Nuestra manera de honrar ese conocimiento es cazarlos, arrojarlos en agua hirviendo, arrancar sus cuernos, encerrarlos para alimentarnos, entretenernos o vestirnos y exterminarlos en general.

Otros científicos que prefieren ignorar su comportamiento y medir sus cerebros. Medir la cantidad de neuronas que tienen para evaluar su complejidad. Haciendo esto vemos rápidamente que el cerebro de todos los mamíferos se parecen, pero que el de un ratón es menos complejo que el de un perro y que el del perro es menos complejo que el de un niño de siete años. En neurobiología, el tamaño importa mucho, pero en términos relativos. Los pájaros, como los humanos, tienen un cerebro muy grande en relación con el resto del cuerpo.

El problema de esta premisa es el delfín. ¡Su cerebro es más grande y más complejo que el nuestro! Los delfines tienen una excelente memoria, distinguen a los animales de otra especie y se comunican por medio de ultrasonidos. Su comportamiento es sociable y a veces compasivo, son capaces de resolver problemas complejos y de entender que hay consecuencias para cada acción. En general, parecen extremadamente listos. El único argumento sólido que tenemos para defender que no son más listos que nosotros es que nosotros los dominamos a ellos, y no al revés.

El problema de la violencia como síntoma de inteligencia

Cuando uno se adentra en las variadas ramas de investigación sobre la inteligencia humana, se encuentra con este argumento una y otra vez. Si son tan listos, ¿por qué se dejan exterminar? O, como dice Safina en su ponencia: ¿Por qué no nos hacen más daño? ¿No se saben defender? Este argumento requiere que aceptemos dos premisas dudosas. La primera es que el instinto de dominación es síntoma inequívoco de una inteligencia superior. La naturaleza ofrece ejemplos notables de lo contrario, y la cola de la panadería los domingos, también. La segunda, que nuestra manera de interactuar con el resto del planeta es una virtud de la inteligencia. Si aplicamos la teoría de la estupidez del matemático italiano Carlo Cipolla, enseguida vemos que la premisa es falsa.

Es una realidad científicamente demostrada que nuestro dominio sobre el planeta es lo que ha puesto en peligro la supervivencia de todas las especies que lo habitan, incluyendo la nuestra. Si, según Cipolla, el estúpido es aquel que hace cosas que perjudican a su prójimo pero también a sí mismo, nuestra especie es la más estúpida de la creación, y sin duda la más peligrosa. Por eso, aunque fuéramos lo suficientemente inteligentes para entender la inteligencia de los animales, nos daría igual porque nuestra alucinación colectiva requiere que no la tengan. Como el Quijote de Borges que, en su aventura imaginaria acaba matando de verdad, no podemos “admitir que el acto tremendo es obra de un delirio. La realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y don Quijote no saldrá nunca de su locura”.

Dice Carl Safina que las cosas que nos hacen humanos no son las cosas que creemos que nos hacen humanos. Porque vemos versiones distintas de esas cosas en todos los animales a los que observamos. No somos los únicos que sienten amor, empatía, comprensión y bondad. Muy al contrario. “Lo que nos hace humanos -explica el pensador- ”Somos los animales más crueles, y también los más compasivos, los más creativos y los más destructivos del reino animal. Somos los animales más extremistas de todos, esto es lo que nos define y nos separa de todos los demás“. Ahora necesitamos ser mucho más inteligentes si queremos sobrevivir a nuestra extrema estupidez. Todas las especies dependen de ello, incluida la nuestra.

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