La ciudad de Hiroshima había desarrollado desde finales del siglo XIX toda una industria militar. Estaban activas varias fábricas, como la de Mitsubishi, que producían equipamiento para el ejército, desde vehículos de tierra a barcos y piezas de armamento. Aun así la urbe no había sido atacada en toda la Segunda Guerra Mundial. Hasta el fatídico 6 de agosto del que se cumplen 70 años.
Después de Hiroshima vendría Nagasaki. Luego llegó la paz, con el emperador de Japón rebajado a anunciar la rendición por la radio, mientras Estados Unidos miraba de reojo a Stalin, dejándole claro quién había logrado construir la bomba atómica y quién no. Ni el anuncio de la rendición, el 15 de agosto, ni la firma de la paz, el 2 de septiembre, permanecen grabados en la memoria como el 6 y el 9 de agosto, los únicos dos días en los que se ha usado la bomba nuclear.
Volviendo a Hiroshima, las cifras varían pero una de las más empleadas es la que aportó la ciudad a Naciones Unidas en 1976. El número de muertos a causa de la explosión atómica habría sido de 140.000 al final del año, entre las víctimas que perecieron en el momento, las que lo hicieron en las horas y días siguientes, a causa de las quemaduras, y las que sobrevivieron unas semanas o meses a la radiación y otras heridas.
El área en un radio de 500 metros en torno al epicentro quedó literalmente arrasada. Una tormenta de fuego hizo que ardiera el centro de la ciudad y el 92% de las estructuras quedaron destruidas. Cuando las autoridades militares de Tokio leyeron los informes enviados desde Hiroshima no se creían que se tratara de un arma nueva sino de un bombardeo especialmente virulento. Al llegar a la zona comprobaron que ningún arma conocida podía causar la destrucción que veían sus ojos.
Una vez firmada la paz y vuelta la atención de los japoneses hacia la reconstrucción del país se pensó en dejar Hiroshima yerma, como una suerte de memorial funesto para la paz mundial, una advertencia contra los males de la guerra. Hubo quienes creyeron que sencillamente no se podría reconstruir (surgió el rumor de que la hierba no volvería a crecer en 75 años) o que no merecía la pena hacerlo. Pero se sobrepuso el deseo de muchos por volver a levantar un sitio donde vivir.
La urbe que resurgió de sus cenizas
En diciembre de 1945 ya se habían establecido planes de reconstrucción. Al mismo tiempo que se intentaba dar cobijo a los supervivientes se proporcionaba asistencia médica y se trataba de paliar el hambre fomentando los cultivos individuales.
Cuando apenas se estaba organizando el caos que sobrevino a la bomba, Hiroshima se vio azotada por un tifón. Era el mes de septiembre y habían pasado dos semanas desde que se firmara definitivamente la rendición. El desastre natural castigó a la ciudad con miles de víctimas, la inundación de las covachas improvisadas y la destrucción de puentes y otras infraestructuras.
A partir de aquí la ciudad solo podía remontar. Las autoridades apostaron por la regeneración de las infraestructuras y decidieron reconvertir lo que había sido la industria militar en fábricas que produjeran bienes comerciales. Aunque había problemas más inmediatos, como la escasez de viviendas. Y lo que no había era dinero.
Pero los ciudadanos empezaron a obrar por su cuenta. Los gobiernos de la ciudad y de la prefectura de Hiroshima construyeron solo 392 viviendas durante 1946, ralentizados debido a la escasez de madera, tal y como narra Hideaki Shinoda, profesor de la Universidad de Hiroshima, en su estudio ‘Post-war Reconstruction of Hiroshima as a case of Peacebuilding’. Los ciudadanos, por su parte, habrían construido 5.000 casas en los seis primeros meses desde la explosión.
En 1947 hubo elecciones en Hiroshima, promovidas a nivel nacional por la ocupación estadounidense establecida tras el fin de la guerra, y salió elegido el alcalde Shinzo Hamai. El nuevo dirigente de la ciudad se propuso llevar a cabo una reconstrucción donde la paz tuviera un significado importante en el futuro de la urbe, que además debía tener una proyección internacional.
El problema seguía siendo el mismo. El presupuesto de la ciudad para la reconstrucción era de 56 millones de yenes, cuando se calculaba que se necesitarían 2.300 millones de yenes para realizar los planes. Comenzó una labor de reunión de fondos. Después de pedirlo repetidamente, en 1949 se logró un préstamo del gobierno central japonés para construir plantas eléctricas, que abastecieran a Hiroshima.
En los años siguientes se vendió lotería para obtener fondos e incluso se juntó dinero procedente de la emigración en el extranjero. De los japoneses que vivían fuera, muchos eran originarios de la prefectura de Hiroshima y contribuyeron con sumas reunidas desde diferentes lugares, como Hawái. Asimismo, el gobierno central estableció un fondo para dar préstamos a pequeñas y medianas empresas, con el fin de reactivar la economía.
Al mismo tiempo, el inicio de la guerra de Corea en 1950 aceleró la rehabilitación de la industria de Hiroshima. A la planta de fundición de acero se le encargaron 100.000 vehículos, mientras que la antigua fábrica de Mitsubishi recibió pedidos de camiones de carga y vagones cisterna. Esto generó ingresos para desarrollar los planes de reconstrucción.
La mano de obra, otra de las necesidades de la ciudad, la pusieron alrededor de 100.000 personas que se encontraban en desempleo, muchos de ellos soldados desmovilizados y sin perspectivas laborales, según los datos recogidos por el profesor Shinoda. Con la idea de asistir a los desempleados, por una parte, y con la ambición de reconstruir Hiroshima, por otra, este programa sirvió para limpiar de escombros algunas zonas o mantener las calles y lugares públicos en buen estado.
A mediados de los años 50 aún se podían ver ruinas y trabajos para rehabilitar carreteras. La carestía en cuanto a viviendas seguía existiendo y mucha gente aún habitaba casas semiderruidas. En los años siguientes la situación mejoraría.
Un santuario para la paz
En los años 60 Hiroshima era ya una ciudad habitable, con los servicios básicos cubiertos, edificios levantados desde cero, una nueva estación de tren (se abrió en 1965), calles y puentes rehabilitados. No solo eso. La ciudad había abierto un parque para conmemorar la paz justo en el lugar donde antes estuviera la zona más populosa y comercial de la ciudad, que quedó barrida por la explosión. Existía un Museo Memorial de la Paz y el parque estaba presidido por un testimonio de piedra, el único edificio que se mantuvo en pie cerca del epicentro, que se había conservado para convertirlo en el Monumento de la Paz de Hiroshima.
Cuando el nuevo alcalde de Hiroshima, Hamai, fue elegido en 1949 quiso hacer que Hiroshima rebrotara, pero que lo hiciera como una ciudad de la paz. Presentó esta idea ante las autoridades estadounidenses y el general MacArthur, jefe de las fuerzas de ocupación, la aprobó. Estados Unidos había censurado las imágenes de la destrucción causada por las dos bombas atómicas, con el fin de no levantar el resentimiento entre la población japonesa. El proyecto de convertir Hiroshima en ciudad de la paz era más atractivo que dejar que creciera con un posible rencor hacia aquellos que habían lanzado la bomba.
La aprobación de MacArthur permitió a la ciudad quedarse con antiguos emplazamientos militares y venderlos para financiar su reconstrucción. Hamai tenía la idea de hacer de Hiroshima una urbe internacional, propulsando como atractivo turístico su consagración a la paz mundial. El parque, terminado en 1954, se concibió como un lugar donde tanto supervivientes como visitantes y turistas se sintieran cómodos. Funcional y simbólico.
Hoy se celebran en Hiroshima eventos y actividades diversas relacionadas con la paz mundial. Los alcaldes de Hiroshima y Nagasaki han promovido la creación de la red internacional de Alcaldes por la Paz, presidida por el de la primera ciudad e impulsora del desarme nuclear. La Universidad de Hiroshima alberga el Instituto para la Ciencia de la Paz, cuyo objetivo es investigar y difundir lo relativo a la paz desde una perspectiva académica.
El concepto de ‘la paz’ ha sido muy importante para la ciudad. Se encuentra tan presente que casi se diría que está sobredimensionado, si no fuera por la desolación en blanco y negro de las fotografías de hace 70 años, que justifican cualquier mensaje contra el olvido.