Catedrático de la Universidad de Santiago de Compostela —
23 de diciembre de 2021 21:54 h

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El Patronato de Misiones Pedagógicas fue creado por un decreto del Gobierno Provisional de la Segunda República el 29 de mayo de 1931. El decreto establecía que se trataba de llevar a las gentes “con preferencia a las que habitan en las localidades rurales, el aliento del progreso y los medios de participar en él, en sus estímulos morales y en los ejemplos de avance universal, de modo que los pueblos todos de España, aun los apartados, participen en las ventajas y goces nobles reservados hoy a los centros urbanos”. Este propósito pretendía sacar a las aldeas de su abandono mediante la difusión entre sus gentes de la “cultura general, la moderna orientación de las escuelas y la educación ciudadana”.  Era una idea que ya había sido pedida en 1881 al Gobierno español por Francisco Giner, fundador de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) en 1876. Giner creía que era necesario llevar a los mejores maestros hasta las aldeas más apartadas y perdidas de España para que sus gentes, que vivían en un universo mental ajeno a la cultura ilustrada y la Revolución Industrial, fuesen partícipes de la modernidad que se había difundido por las ciudades.

Para hacer realidad este proyecto su Patronato, que presidía Manuel Bartolomé Cossío, buscó con mucho cuidado un plantel de jóvenes intelectuales y maestros que fuesen capaces de conectar con el mundo rural español. Era fundamental que aquellos jóvenes supieran crear un ambiente de cordialidad con los campesinos, que fueran bien recibidos y que mantuvieran una convivencia jocunda y fraterna. La primera labor del Patronato consistió así en buscar personas que tuviesen cualidades para ir por los pueblos, porque el misionero debía serlo “a todas las horas”, sin parecer desocupado u ocioso, sin que “jamás su actitud pueda interpretarse como pasatiempo o informal pereza”; dando la sensación “del ‘interés desinteresado’ de su visita”. Podía divertirse y gozar con la obra que realiza, pero “se guardará muy mucho de que pudiera producirse en el pueblo la sensación desmoralizadora de que ha ido allí a divertirse”, y rompiendo con sus hábitos urbanos no debía hacer nada que resultase chocante o que pudiera servir de escándalo. Una conducta que Cossío definía como “ni de afectada austeridad ni de despreocupación indiferente”.

Derecho al disfrute

La idea de las Misiones Pedagógicas contaba con pocos antecedentes en España. En México venían desarrollándose las Misiones Culturales desde 1923, gracias a la iniciativa de José Vasconcelos y Roberto Medellín. Estas misiones compartían con el proyecto español la idea de mandar un grupo de personas para apoyar la labor que realizaban los maestros rurales en contextos de grandes dificultades, ya que su objetivo era “el mejoramiento profesional de los maestros federales y, de modo secundario, pero no por eso menos importante, llevar una útil propaganda de orden cultural e higiénico a las comunidades en que dichas Misiones Culturales trabajaran”. Pero partiendo de ese objetivo general, ambos proyectos divergen: las misiones pedagógicas españolas no estaban concebidas para suplir las tareas escolares. Se trataba de suscitar una visión sutil, abierta, sin jerarquías, de aquellos saberes que no se enseñaban en las aulas. Para Cossío, “la doctrina dilecta y última en materia educativa era... ‘todo lo demás’, aquello que rebasa lo estrechos cauces del academicismo docente, atenido a la receta”. Pensaba que el menor caudal del saber de una persona viene de las aulas y que es fuera de ellas donde las personas enriquecen su cultura, y que era en ese ámbito de relaciones informales donde había que incidir con las actividades de las misiones pedagógicas.

Se dieron cuenta de que no solo había una cultura antigua en las aldeas sino que además había que contar con ella para renovar la vida y los hábitos del país

Se dirigían, en principio, a proporcionar a la población campesina una idea de la cultura y de la vida que se desarrollaba en las ciudades, de modernizar un estilo de vida detenido en el tiempo llevando las luces de la democracia; de animar la vida cultural de las aldeas mediante lo que Cossío denominaba “la ‘celeste diversión’ que la humanidad, por miserable que sea, persigue a la par del alimento”. En España, estos jóvenes que viajaban a las aldeas perdidas e incomunicadas tenían mucho más de moder-nos juglares que de instructores aleccionadores de campesinos. “La juglaría, diría Rafael Dieste, era el arte de entendernos con el pueblo, de entrar en viva y cordial comunicación con él y, por feliz carambola, de ser, a nuestra vez, orientados por él”. No tenían funciones utilitarias o productivas. Se quería hacer conscientes a los campesinos que el ocio tiene un valor en sí mismo, y que todas las personas tienen derecho a disfrutar de los bienes que proporciona la cultura —libros, cine, teatro, pintura, música, romances, etc.— independientemente de su condición social, lugar de residencia o posición económica. 

Cossío consideraba que este propósito podía parecer ante una opinión multitudinaria como algo vago, raro, escandaloso y extravagante:  “Será milagro —decía— en efecto, que no aparezca como frívolo adorno ineficaz el intento de hacer partícipes a los abandonados de modo paupérrimo, es cierto, pero partícipes al cabo, de aquellos quehaceres solícitos al ocio, de aquellos precisamente que no sirven para nada, sino que valen por sí mismos y cuya eficacia utilitaria quedará siempre invisible e imponderable”.

El primer propósito de las Misiones era que el pueblo gozase contemplando la belleza de las creaciones humanas, que se divirtiese con la visita de aquellos modernos juglares y valorasen aquellas cosas que no están en función de un aprovechamiento utilitario inmediato. Poco a poco, el ámbito de las actuaciones se fue ensanchando y a través de esa cultura difusa que llegaba de las ciudades a las aldeas más remotas, se veía un abismo que era necesario salvar, porque en el mundo urbano se desconocía el acopio de valores que existía en las aldeas, y así en algún momento se produjo la paradoja de que los misioneros se veían a sí mismos educados, en su genio y actitudes vitales ante la vida, por aquellos campesinos que les acogían con júbilo.

El Patronato creó varios servicios para alcanzar sus fines. El más importante fue el servicio de bibliotecas que contó con la ayuda de María Moliner y la supervisión de Juan Vicens de la Llave. Consistía en una colección de cien libros que se entregaban en un mueble, junto a papel para forrarlos, indicadores de páginas e instrucciones y talonarios para el préstamo. Eran bibliotecas destinadas fundamentalmente a las aldeas y solían depositarse en el local de la escuela al cuidado de maestros. Hasta el 31 de marzo de 1937, en que se disolvió el Patronato, se entregaron 5.522 bibliotecas y alrededor de 600.000 libros, lo que supone la campaña de animación a la lectura más grande jamás hecha en España. Cuando la aldea recibía la visita de una expedición misionera se hacían lecturas públicas, especialmente de romances y poesías. Era habitual que los misioneros reunieran a los niños durante el día, mientras los adultos trabajaban, para leer y organizar juegos. Junto con los libros, los misioneros llevaban un gramófono con el que organizaban audiciones tanto de música popular, representativa de las diversas comunidades de España, como clásica o culta. 

Alguna vez los campesinos buscaron detrás de la pantalla de cine dónde se escondían los actores o el artilugio que hacía aquello posible

El misterio del cine

No obstante era el cine el servicio que más seducía a los campesinos; no faltaba en ninguna expedición. Los programas solían terminarse con la proyección de alguna película. en ocasiones al aire libre, extendiendo una tela blanca en una pared o, cuando se podía, en un local amplio. Los campesinos hacían grandes caminatas para contemplar el prodigio y se quedaban pasmados ante lo que aparecía en la pantalla. Creían que una muerte escénica era un suceso cierto, y lloraban y se lamentaban por peripecias que aparecían como fatales; o les aterraba ver una máquina de tren en dirección hacia ellos. Alguna vez los campesinos, al terminar la proyección, buscaron detrás de la pantalla dónde se escondían los actores, o el artilugio que hacía aquello posible. Casi todos los aparatos eran de cine mudo, por lo que solían acompañar las películas —cine cómico y documentales fundamentalmente—, con audiciones del gramófono. El Patronato produjo sus propios documentales, hoy casi todos perdidos, menos ‘Estampas’, que recoge escenas rodadas durante 1932 en varias misiones. José Val del Omar fue el realizador de algunas de ellas y el que finalmente dirigiría el servicio.  

El Teatro y Coro del Pueblo estuvieron dirigidos respectivamente por Alejandro Casona (1903-1965) y Eduardo Martínez Torner (1888-1955). Querían llevar a los pueblos un teatro elemental, de fácil comprensión por los campesinos. Para ello, Casona recurrió a la imagen de la Carreta de Angulo el Malo, “que atraviesa con su alegría colorista y villanesca las páginas de ‘El Quijote’”; y así, debía ser “recogido y elemental, ambulante, de fácil montaje, sobrio de fondos y ropajes”. Y además educador, “sin intención dogmatizante, con la didáctica simple de los buenos proverbios”. Se eligieron obras cortas del teatro clásico de Juan de la Encina, Lope de Rueda, Cervantes o Calderón de la Barca. El grupo estaba compuesto por “una cincuentena de muchachos y muchachas”, casi todos estudiantes universitarios y aprendices de maestros, que tenían aquel grupo como algo suyo, e intervenían en la elección del repertorio y en el reparto de papeles, sin querer hacer de ello una actividad profesional; elaborando discretas normas amistosas para el éxito de la actuación, armando y desmontando el tablado del escenario y colaborando en los detalles de la organización tanto para las represen-taciones teatrales como para los conciertos de música popular y recitado de romances. 

España inédita

Pero el teatro, con su impedimenta, no podía llegar a las aldeas más incomunicadas, y Cossío había pensado que este inconveniente podía solucionarse llevando un teatro de guiñol que representase farsas y romances, que sin renunciar a la frescura popular cumpliese las exigencias de un “espectáculo culto”. La ocasión se presentó cuando el escritor Rafael Dieste (1899-1981) pidió a Pedro Salinas ser pensionado para el interior de España con el fin de estudiar los giros y modismos del lenguaje popular. Salinas se sorprendió por la solicitud y le dijo que la Junta para Ampliación de Estudios solo daba pensiones para el extranjero pero que podía desarrollar ese estudio con las Misiones Pedagógicas, y le ofreció la dirección del guiñol, denominado el Retablo de Fantoches, que estrenó en Malpica, en plena Costa de la Muerte gallega, en octubre de 1933. Dieste escribió varias farsas para representar en el guiñol y, como señala Aznar Soler, pronto confirmo “su interés dramatúrgico por avivar en la imaginación popular tanto la pristinidad de su ética profunda como la veta de las maravillas”.

El Museo del Pueblo era un conjunto circulante de copias de cuadros casi todas del Museo del Prado, hechas por pintores entonces muy jóvenes como Ramón Gaya, Juan Bonafé y Eduardo Vicente. En la organización de esta colección es donde Cossío consagró más energías porque si hay algo original en sus ideas pedagógicas es en su concepción de la educación estética. Las palabras que escribió para que fueran leídas en las presentaciones constituyen, según Santullano, un “verdadero y compendiado tratado de las artes bellas al alcance de las gentes campesinas, a quienes pretendía elevar a la contemplación estética”. Había dos colecciones de cuadros que se detenían generalmente una semana en cada localidad, dejando luego reproducciones fotográficas o grabados enmarcados para las escuelas. El Museo se anunciaba de antemano con un cartel, y los encargados daban explicaciones sobre las obras, que los campesinos solían apostillar con comentarios, y se proyectaban algunas películas e imágenes fijas en relación con los cuadros. 

El Patronato también organizaba cursos para maestros, especialmente con la colaboración de Pablo Gutiérrez Moreno, director de las Misiones de Arte, el inspector Vicente Valls Anglés y la maestra Elisa López Velasco. Eran cursos con un número muy limitado de asistentes que duraban una semana, en los que se trataban temas solicitados por los interesados, a los que se consultaba con tiempo. Al participar en ellos los maestros de una comarca previamente determinada, permitía en la mayoría de los casos que por la mañana trabajasen en sus escuelas, mientras dedicaban la tarde a las tareas del curso. La experiencia pronto sugirió un estilo, muy cercano al de la ILE, en el que se buscaba la acción íntima y personal —pocos profesores y alumnos— y no prédicas que no tenían consecuencias; al mismo tiempo que se trataba de reavivar la confianza del maestro, que creyese en su propio esfuerzo y en su propia inspiración, más que en cualquier receta al uso.

Lo más esencial del éxito de las Misiones Pedagógicas fueron los equipos de personas, jóvenes en su mayoría, que iban por los pueblos realizando esta labor. Porque, por una parte, descubrieron una España inédita, desconocida en las grandes urbes, que tenía unos valores que era necesario estimar y promover en una población embelesada por el confort del automóvil y la electricidad. Toda esa juventud se dio cuenta de que no solo había una cultura antigua y residual en las aldeas, sino que además esta cultura contenía un fondo con el que había que contar para renovar la vida y los hábitos del país. Por otra, las andanzas por los pueblos hicieron madurar a toda una generación inquieta de intelectuales, estudiantes y profesores universitarios, inspectores de educación y maestros, influyendo en su percepción de la vida, en sus valores artísticos y literarios, en sus decisiones políticas y sus compromisos sociales. No puedo dejar de citar aquellas palabras con las que Dieste terminaba su reflexión sobre las Misiones: “Después de haber sido misionero, difícilmente se podría ser marrullero en política, ficticio o pedante en arte, descuidado en asuntos de ética profesional…”.

No es posible hacer una síntesis somera, ni siquiera una clasificación de todos aquellos jóvenes sin incurrir en simplificaciones poco explicativas. Tenemos actualmente una nómina de 723 personas que en algún momento intervinieron en las actividades del Patronato. La mayoría de ellos eran maestros, o sus profesores, pero quienes daban un carácter peculiar a cada misión eran los jefes de equipo: inspectores, escritores, artistas o algunos maestros que también escribían o investigaban sobre la poesía y costumbres populares. Hemos citado algunos nombres, pero en las misiones tuvieron también una participación muy activa María Zambrano, Luis Cernuda, Miguel Hernández, Francis Bartolozzi, Urbano Lugrís o Agapito Marazuela, por citar personas muy conocidas. Examinar las trayectorias que tuvieron como generación, los compromisos en que estaban sumidos entonces y el poso intelectual que dejó en ellos las andanzas por los pueblos, descubrir cómo la Guerra Civil truncó sus esperanzas y los dispersó, conocer qué les ocurrió después y en qué se transformaron…, sin duda conforma una galería que guarda muchas historias luminosas, una sinfonía de episodios en los que podemos encontrar lo que supuso aquel esfuerzo transformativo por alcanzar una España democrática y culta.