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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Waterloo en sangre y tinta

El domingo 18 de junio de 1815 llovió intensamente. El suelo se embarró de tal forma que apenas se podía maniobrar. Los soldados se trababan en combates cuerpo a cuerpo, a bayonetazos. Los cadáveres, despedazados por el fuego de artillería, salpicaban el escenario. Las tropas aliadas, un contingente heterodoxo formado por holandeses, belgas renuentes a formar parte del yugo imperial napoleónico, británicos y alemanes, estaban dirigidas por Arthur Wellesley, el duque de Wellington, y por el septuagenario príncipe Gebhard Leberech von Blücher, un duro general que se creía embarazado de un elefantito. Del otro lado, estaba el feroz ejército de Napoleón. Ambos cuadros se habían masacrado durante dos días en las accidentadas inmediaciones de Bruselas.

El decisivo enfrentamiento entre Napoleón y sus adversarios se inició a las 11.30 y se prolongó durante casi doce horas. Aunque la victoria estuvo a punto de inclinarse varias veces del lado francés, con un Ejército más numeroso y fiero, fueron los sucesivos errores de sus mandos los que terminaron por decantar la batalla.

Napoleón encargó la dirección y planificación de la contienda al mariscal Ney, “el más valiente entre los valientes”, un soldado aguerrido pero impetuoso, cuya precipitación acabó condenando a su Ejército. Además, el emperador vitalicio (ostentaba el rango como concesión de sus antiguos enemigos) cometió el peor error posible en un militar experimentado: subestimó al rival. Napoleón creyó en todo momento poder separar al Ejército británico del prusiano, machacarlos por separado, y plantarse en apenas una jornada en el palacio real de Bruselas. La realidad, sin embargo, fue que su milagroso regreso del exilio mantuvo al mundo en vilo durante aproximadamente cien días.

Las consecuencias de la derrota de Napoleón se extendieron por toda Europa. El declive del general puso fin a las aspiraciones independentistas de los polacos, cuyas tierras pertenecían al imperio ruso. Entre sus más insignes miembros, se encontraba el conde Jan Potocki. Viajero infatigable, matemático, soldado, Potocki debe su fama universal a Manuscrito encontrado en Zaragoza (1804-1805), novela gótica que nace de sus experiencias bélicas napoleónicas. Al descubrir que el mundo que soñó se desintegraba, enfermo de neurastenia, se disparó en diciembre de 1815 un tiro en su biblioteca. La bala la fabricó limando una cucharilla de plata.

Una batalla muy literaria: humanidad y épica

Las noticias del triunfo aliado no tardarían en propagarse. Cuando el mayor Percy, hijo de buena familia, realizó su memorable viaje para presentarse ante la plana mayor del Gobierno inglés con la noticia del triunfo, cuentan que el habitualmente contenido príncipe regente, ante quien debía responder, chilló histéricamente. Es una anécdota más de las numerosas que se conocen sobre aquella batalla. Muchos de sus participantes, así como de los testigos de aquellos días, sabedores de la trascendencia del conflicto, llenaron páginas sobre sus impresiones y sobre maniobras técnicas. La batalla de Waterloo es una de las más estudiadas de la historia. Ayuda la abundancia de datos sobre la misma.

Un buen manual sobre lo que fue y supuso Waterloo acaba de llegar a las librerías. Waterloo. La historia de cuatro días, tres ejércitos y tres batallas (Edhasa) es el último libro del escritor Bernard Cornwell, especialista en novela histórica. Cornwell posiblemente sea uno de los mayores expertos en aquel conflicto que “lo cambió todo”. En 1981 creó al fusilero Richard Sharpe, protagonista de 22 novelas en las que se narra su participación en importantes acontecimientos de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Sean Bean le puso rostro televisivo.

La postrera aparición del fusilero será en la decisiva famosa batalla en suelo belga. Sharpe en Waterloo, de 1992, encumbró a Cornwell como estudioso: su vívida y honesta recreación es de las mejores que se han escrito sobre el 18 de junio de 1815. Su reciente ensayo sigue esa estela de honestidad y viveza.

Cornwell, en contra de lo que es habitual dentro de la triunfalista historiografía británica, no se decanta por ningún bando. Su obra es amena, exhaustiva, logra embutir al lector dentro de una casaca y situarlo, con pavor, en los bucólicos páramos devastados de Bélgica.

El mayor de sus méritos es el de transmitir la sensación de chapuza, improvisación y desbandada que caracterizó las últimas jornadas guerreras de un Napoleón en el ocaso. El escritor priva de toda épica el conflicto, rebajándolo a su dimensión humana. Nada que ver con Arthur Conan Doyle.

Mundialmente conocido por ser el padre del detective Sherlock Holmes, Conan Doyle suspiró por ser más bien reconocido como escritor de novelas históricas. Él mismo se declaraba más partidario de este tipo de literatura. Como buen novelista británico de su tiempo, se atrevió con todos los géneros populares. Sus relatos de terror son muy dignos. La novela policíaca dio en sus manos un salto cualitativo como pasatiempo de salón.

Conan Doyle admiraba y temía a Napoleón. Concibió una serie humorística y casi picaresca sobre el brigadier Gerard, soldado del Ejército francés. Del narrador escocés es también esta frase: “Estaba muy bien pintar caricaturas suyas (del general francés), y cantar tonadas burlescas sobre él, y considerarle un usurpador, pero yo he de hablar acerca del miedo que despertaba ese hombre, y que se extendió como una sombra negra sobre toda Europa”. Pertenece a La gran sombra (Valdemar), una novela breve, de algo más de cien páginas, llena de momentos hermosos, como corresponde a un libro melancólico y triste.

En La gran sombra (1892), Conan Doyle cede el protagonismo a dos amigos campestres que acaban enrolándose contra Napoleón para consumar una venganza. La presencia del general es una amenaza paralizante. El escritor le otorga un cameo imponente. También se tomará la licencia de convertir en personaje de ficción al abogado, y posterior novelista, Walter Scott; en su ficción, Scott luchaba contra el temible enemigo francés, algo que jamás hizo en la realidad. Fue, eso sí, uno de los primeros europeos en visitar el campo de batalla tras el armisticio y en hablar con veteranos.

A Waterloo le dedicó un poema, por el que no quiso percibir nada: las ganancias las destinó a un fondo para viudas y huérfanos de la guerra. El poema, tremendamente flojo, no figura entre lo más granado de su producción.

Una batalla muy literaria: el desencanto y la crítica

Para tener una visión modélica, en la ficción, de lo que fue Waterloo, hay que dejar de lado la documentada imaginación de Conan Doyle y recurrir a las fuentes. En la práctica, La Cartuja de Parma, de Stendhal, lo es. Marie-Henri Beyle, verdadero nombre del autor, participó como intendente militar, y testigo de excepción, en varias de las campañas del Gran Corso, hasta su primera caída en 1814. Con él estuvo en Brunswick, en España, en Italia. Coincidía con el general en sus simpatías republicanas.

La Cartuja de Parma es casi su testamento literario: compuesta en apenas dos meses durante 1839, es una novela marcada por la pasión. Es, además, la catarsis de un hombre acuciado por la soledad y el desafecto. Su estampa de Waterloo no es amable. Tiene visos de locura, de pesadilla. Sitúa a Fabricio, su ingenuo protagonista, en un escenario presidido por el estrépito y la barahúnda, en el que se mata y se sobrevive de manera infame.

Esta aproximación descarnada a la batalla, alejada de cualquier atisbo romántico, disgustó a sus contemporáneos franceses, salvo a Balzac. León Tolstói, afrancesado como la mayoría de nobles de su país, admitiría haberse enamorado de esas pocas y cruentas páginas y de haberlas usado para su retrato de Austerlitz, uno de los más sonados éxitos de Napoleón, en su monumental Guerra y paz (1865).

Stendhal escribe: “Con que la guerra no era ya aquel noble y común arrebato de almas generosas que él (Fabricio) se había imaginado por las proclamas de Napoleón”. El desencanto del ferviente republicano francés es mayúsculo. La magnitud de esta distancia es clamorosa, por proferirla quien dedicara una incompleta biografía, y varias escenas en Rojo y negro (1830), al amado general.

En esa sentencia, se opuso al juicio de Victor Hugo cuando proclamaba que “Waterloo no fue una batalla sino un cambio de frente por parte del Universo”. La derrota francesa sólo pudo deberse, refiere el autor de Los miserables, y así lo creyeron muchos de sus compatriotas, a inescrutables disposiciones del Destino. La propaganda napoleónica, auspiciada por el propio Emperador, hizo creer en la imbatibilidad de Francia y en la invencibilidad de Napoleón. El corso, cultivado como era, amaba a los hagiógrafos latinos.

La visión mítica de Napoleón no fue compartida por todos los franceses. Por ejemplo, los escritores Erckmann-Chatrian, que formaban un talentoso y exitoso tándem, serían muy críticos con la política de movilización y levas implantada por el general. Quizás les pesaba el origen: Émile Erckmann y Alexandre Chatrian eran oriundos de Lorena, región disputada por Francia y Alemania a lo largo de la historia. Waterloo (1865), secuela de Historia de un recluta de 1813 (1864), es un alegato antibelicista que rehúye el entusiasmo.

Una batalla muy literaria: personajes y curiosidades

Waterloo fue lugar de encuentro de grandes personajes. Alguno de ellos hizo carrera accidental en la literatura. Entre los íntimos del duque de Wellington, se encontraba un español, el único participante de esa nacionalidad en el conflicto, amén de uno de los escasísimos veteranos de Trafalgar (luchó contra Horatio Nelson), Miguel Ricardo de Álava y Esquivel.

Álava fue oficial de enlace y uno de los cercanos confidentes del militar inglés. La historia española lo ha olvidado, posiblemente por su lealtad y cercanía a Wellington. Hace unos años, su figura fue reivindicada en el apabullante Álava en Waterloo (2012), libro un tanto excesivo, en tono y volumen, que, no obstante, se deja leer con facilidad.

El otro gran personaje, de carrera literaria incidental, luchó también del bando aliado, bajo las órdenes de Blücher: Carl von Clausewitz lideró las tropas prusianas que fueron aplastadas en Ligny, una de las escaramuzas pre-Waterloo. Vivió para contarlo y para escribir unas reflexiones bélicas que, tras su muerte, avenida por cólera en 1831, se recogerían en el impresionante tratado De la guerra (1832). Ahí estampó su tesis, avalada por su experiencia contra Napoleón, de que la guerra es una extensión de la política.

La literatura sobre Waterloo ha alumbrado también dos notables curiosidades. La primera desde la fantasía: Jonathan Strange y el señor Norrell (2004) es la obra maestra de la imaginativa Susanna Clarke. La británica tardó diez años en componer esta novela insólita, de un humor elegante, sobre el resurgir de la magia en la Inglaterra del siglo XIX. Jonathan Strange, uno de los escasos magos prácticos y no teóricos, será reclutado por el mismísimo duque de Wellington como su hechicero particular.

Wellesley, uno de los héroes de la obra de Clarke, le llamará Merlín y le hará trabajar arduamente; Strange moverá montañas, alterará los fenómenos atmosféricos, y hará toda clase de trampas para decantar del lado inglés el signo de la batalla. La novela, deliciosa, se devora con fruición, en atención a la inteligencia y frescura con la que ha sido redactada. Una serie en curso en la BBC la adapta.

La segunda curiosidad procede del cómic, y no tiene, en apariencia mucho que ver con sangrientas batallas. En Astérix en Bélgica (1979), última colaboración entre el guionista René Goscinny -fallecido durante su elaboración- y el dibujante Albert Uderzo, Julio César emula la estrategia de Napoleón con idénticos resultados desastrosos. El chovinismo francés se limpió así las lágrimas y se lamió las heridas con una abundante dosis de carcajadas.