Tras las sucesivas desamortizaciones, los monasterios españoles quedaron a la intemperie a principios del siglo XIX: fueron abandonados, expoliados, acabaron en manos de propietarios privados que únicamente buscaban un beneficio económico entre sus cuantiosas piezas de valor, cuando no —con mucha frecuencia— hicieron las veces de cantera o explotación agropecuaria. Aunque quizá ninguno ha sufrido tantas penalidades, todas reunidas en los dos últimos siglos, como el cenobio de San Pedro de Arlanza (Hortigüela, Burgos). Durante este prolongado lapso, el edificio religioso en el que fue enterrado Fernán González —considerado padre del posterior Reino de Castilla— ha sido maltratado, desmembrado, padeció un voraz incendio, estuvo a punto de ser trasladado por el frustrado proyecto de construcción de un embalse sobre el río Arlanza y, como hito más reciente, también ha sido víctima del actual auge de ladrones provistos de detectores de metales.
De ahí que, si el recinto benedictino con origen en el siglo X sigue hoy —al menos, en parte— en pie, puede considerarse un milagro. Pero hay más: si en monasterios como San Juan de la Peña (Huesca) se ha encontrado un lugar de memoria en el que venerar el origen de Aragón, ¿por qué la reivindicación de Arlanza como origen de Castilla no ha encontrado el eco popular? “En San Pedro de Arlanza hay una propiedad (el Estado y un particular, con gestión de la Junta de Castilla y León), un guarda que trabaja allí desde hace años, se encuentra en una zona paisajística espectacular, pero no hay un movimiento social en torno a él”, sostiene Consuelo Escribano. La arqueóloga, con más de cuatro décadas de experiencia profesional en Castilla y León, compara el caso con los ejemplos de iniciativa ciudadana de Santa María de Rioseco (norte de Burgos) o el proyecto de Santa María de la Armedilla (Valladolid), en el que ella misma participa. Así pues, si tampoco existe un respaldo social, ¿por dónde camina el incierto futuro de Arlanza?
El pasado repleto de infortunios de San Pedro de Arlanza lo conoce bien Jaime Nuño, arqueólogo y director del Centro de Estudios del Románico en la Fundación Santa María la Real. Sobre todo, porque —según él mismo reconoce— participó en una campaña arqueológica que contribuyó, “más que a salvaguardarlo, a sumar otro borrón a la historia del monasterio”, pues, cuando se ejecutaban aquellos trabajos, se hundió una parte de las antiguas celdas de los monjes. Fue a principios de los años ochenta, cuando un equipo de investigadores tenía que averiguar si merecía la pena preservar el monasterio por el valor de la información que guardaba en el subsuelo. El edificio habría sido desmontado —piedra a piedra, sí— y trasladado a otro lugar, de haber prosperado la construcción del embalse de Retuerta, un proyecto ideado durante la dictadura de Primo de Rivera, en los años veinte. La empresa se frustraría finalmente en 1986, aunque en ello tuvo más peso la presumible falta de rentabilidad del pantano y la riqueza natural de la zona, con abundantes sabinares, que el ignorado poso histórico de un cenobio benedictino con mil años de recorrido.
Agonía tras las desamortizaciones
Los disparates en torno al edificio habían surgido, sin embargo, mucho antes. Consuelo Escribano nos lleva de viaje a principios del siglo XIX, cuando los diferentes procesos de desamortizaciones culminaron en 1836 en la estocada final. “El decreto de Mendizábal fue la debacle para los monasterios, en particular para los masculinos; estos lugares se abandonaron y salieron a subasta, por lo que fueron sistemáticamente esquilmados: la gente podía entrar libremente, no había una vigilancia exhaustiva, y llevarse documentos, cuadros…”. La situación no mejoró, en absoluto, en las siguientes décadas. Las antiguas propiedades monásticas cayeron en manos de sus peores enemigos, que optaron por rentabilizar sus inversiones malvendiendo piezas artísticas, objetos litúrgicos e incluso desmembrando su arquitectura para enviarla a miles de kilómetros.
Porque a la vuelta del siglo XX aguardaban las emergentes fortunas americanas, que optaron por distinguir su estatus social y económico comprando —a precio de ganga, por cierto— lo que España subastaba sin mayor pudor. Arlanza, que venía de sufrir un destructivo incendio en 1890, no fue ajeno al furor norteamericano. A principios de los años veinte, la propietaria del monasterio ofreció al Estado una de las últimas joyas que conservaba en el edificio: las extraordinarias pinturas que habían permanecido ocultas en el segundo piso de la Torre del Tesoro, que hoy sigue en pie junto a parte de los muros de la iglesia. Las hoy muy conocidas ilustraciones medievales de un grifo (animal mitológico que mezcla un águila y un león), un dragón, un león o un ave zancuda fueron arrancadas y repartidas entre el Museo Nacional de Arte de Cataluña (Barcelona), The Cloisters (Nueva York) o el museo de la Universidad de Harvard (Massachusetts), ante la pasividad del país y sus académicos.
En aquella misma época tuvo lugar otra pérdida irreparable. El cartulario del monasterio —un libro manuscrito que recogía títulos de propiedad— acabó en manos privadas y desapareció finalmente durante la Guerra Civil. Al menos, un historiador se había encargado de reproducirlo en 1925 y, por eso, entre otras cosas, la localidad palentina de Brañosera acaba de celebrar su condición de pueblo más antiguo de España, pues el documento que prueba su fundación hace 1.200 años se encontraba en el volumen extraviado. No fue lo único que se perdió… o se trasladó. Durante dos siglos, Arlanza ha sufrido un fenomenal proceso de desmembramiento: a la dispersión de sus pinturas se suma el envío de una de las portadas de la iglesia a Madrid (hoy se expone en el Museo Arqueológico Nacional), de una tumba de estilo románico que se expone en la catedral de Burgos o de la interesante pieza de la Virgen de las Batallas, actualmente en el Museo del Prado.
Un edificio gafado
Las sucesivas restauraciones que se han practicado durante las últimas cuatro décadas —actualmente en curso, a través del Instituto del Patrimonio Cultural de España— han contribuido tanto a conocer mejor Arlanza, como a destruir parte de las huellas de su pasado. El arqueólogo Jaime Nuño cuenta cómo su equipo extrajo los restos humanos de una serie de tumbas, algunas de ellas identificadas con personajes clave en la historia del monasterio, para realizar un análisis antropológico más adelante. “Cuál fue nuestra sorpresa cuando, unos años después, nos enteramos de que, en una de las restauraciones llevadas a cabo, aquellos huesos que habíamos reservado fueron arrojados a una especie de fosa común: toda la información se había perdido”, lamenta el experto.
En paralelo, uno de los elementos que más daño ha producido a monasterios como el de Arlanza es lo que Consuelo Escribano denomina “la incuria del tiempo”. El progresivo deterioro de las dependencias, ante la pasividad de la sociedad del momento. En el caso burgalés, aderezada con desgracias evitables, como el derrumbe de la cubierta, producto de las voladuras realizadas en el entorno para la construcción de la carretera que hoy atraviesa el valle. “La mayor parte de los monasterios desamortizados son hoy una ruina venerable, aunque hay casos en que la sociedad civil está realizando una labor muy importante de cohesión”, destaca la arqueóloga, en referencia a conocidos ejemplos de reacción popular ante la ruina, como el mencionado de Rioseco, La Armedilla, el monasterio de la Zarza (Ribas de Campos, Palencia), el convento de La Hoz (Sebúlcor, Segovia) o el muy preocupante caso de la cartuja de Aniago, convertida en una granja en manos privadas en la provincia de Valladolid.
En cambio, en Arlanza no existe esa rebeldía popular. Quizá, en parte, por la compleja propiedad del edificio: una parte del Estado, otra, de un particular, y la gestión de otra Administración, la Junta de Castilla y León. “Los que han acabado en manos de ayuntamientos y asociaciones tienen un futuro más posible, aunque la sociedad civil tampoco se puede meter en camisas de once varas, por muchas ganas que tenga de llevar a cabo proyectos estupendos”, analiza Escribano. Jaime Nuño revela cómo la titularidad suele ser un problema definitivo en la salvación de un edificio histórico. “Hace unos años, en la Fundación Santa María la Real se planteó lanzar una campaña de micromecenazgo para restaurar la ermita de San Pelayo, un edificio interesante con elementos prerrománicos junto a San Pedro de Arlanza, pero acabamos desestimando el proyecto porque, al parecer, era privada”, relata.
Y, de nuevo, el expolio
Hace cinco años, España logró recuperar dos valiosos relieves visigodos de la iglesia burgalesa de Quintanilla de las Viñas: habían sido robados hace dos décadas y trasladados a Reino Unido. Mucho más recientemente, el pasado año, la Guardia Civil recuperó las dos claves de bóveda de San Pedro de Arlanza que habían sido sustraídas de un almacén contiguo. El responsable del robo era un “pitero”, un expoliador provisto de un detector de metales, que acumulaba en una finca, en Soria, más de 1.200 piezas arqueológicas obtenidas de forma ilegal. Arlanza no ha podido desprenderse, ni siquiera en dos siglos, de la sombra del expolio.
El robo de piezas arqueológicas “es una práctica terrible, pero ahí están las legiones de seguidores de ladrones que utilizan detectores de metales”. La arqueóloga Consuelo Escribano confiesa que “no tenemos medios para luchar contra ello, por eso la educación en patrimonio, desde niños, es tan importante”. Sin embargo, como ella misma reconoce, esta es una tarea pendiente que no se ha entendido en el ámbito del patrimonio, como sí se ha hecho en el medioambiental. “La educación sobre el medioambiente se metió en los colegios y hoy nadie se cuestiona que haya zonas de reservas de aves”, ejemplifica Escribano, quien responsabiliza de esa nueva conciencia a personajes, en el caso de la naturaleza, como Félix Rodríguez de la Fuente.
Más educación y apoyo social
Educación y divulgación en las aulas y también a través de proyectos como el que la propia arqueóloga impulsa en el monasterio de Santa María de la Armedilla (Cogeces del Monte, Valladolid), donde han logrado convertir los veinte socios iniciales de 2017 en los 200 actuales. “Nuestro objetivo era transformar ese lugar —un monasterio jerónimo del siglo XV en ruinas— en un espacio de referencia de una cultura de calidad para toda la comarca”, apunta Consuelo Escribano, como hecho más significativo de un proyecto cada día más popular.
Recintos monásticos como Santa María de Moreruela (Zamora), donde se está realizando una labor modélica de consolidación y estudio en las últimas décadas, carecen, sin embargo, del apoyo ciudadano que tampoco está presente en San Pedro de Arlanza. “La arquitectura románica de Arlanza es muy importante, también la de épocas posteriores: la parte gótica o los claustros clasicistas; por eso, es una verdadera pena la situación en que se encuentra el edificio en la actualidad”, se lamenta Jaime Nuño, quien concierta con Escribano en “que carezca de un sentimiento popular es muy importante”. El último proyecto conocido de la Junta de Castilla y León para San Pedro es la instalación de un centro de interpretación de la riqueza natural de la zona (el parque Sabinares del Arlanza-La Yecla), pero la fragilidad del conjunto y sus limitaciones también han generado críticas sociales de algunos colectivos al enésimo proyecto para un monasterio maltratado, expoliado, olvidado y sin el menor atisbo de suerte.