Entrar en el taller de Isabel Muñoz (Barcelona, 1951) impresiona casi tanto como verla trabajar durante horas y con esa pasión en sus fotografías, a sus 71 años. Cuando uno accede por la puerta que da a una calle del centro de Madrid, no espera encontrar unos escalones más arriba una gran guarida en la que tres mujeres trabajan rodeadas de arte que transporta a lugares de todo el planeta. Las impresionantes fotografías de Muñoz, ganadora de dos World Press Photo, una Medalla al Mérito de las Bellas Artes y un Premio Nacional de Fotografía y recién nombrada miembro de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, cuelgan de las paredes de una enorme sala iluminada por un gran tragaluz y en la que hay todo tipo de herramientas de trabajo, cámaras, carpetas, archivadores, recuerdos…
La fotógrafa no para quieta. Cuando no está de viaje, está investigando sobre sus próximos trabajos o encerrada en su laboratorio de revelado. “Siempre hay que buscar una forma distinta de contar las cosas, una vuelta de tuerca”, opina, sentada en un sofá bajo dos de sus obras durante una charla con elDiario.es. “Si no innovas, estás muerta. Por eso pienso y arriesgo mucho. Es muy fácil repetirse y por eso uno tiene que investigar cómo no hacerlo, porque es una forma de avanzar como ser humano”, asevera.
Precisamente esa innovación es una de sus características. Muñoz lleva años utilizando la antigua técnica de la platinotipia para sus revelados. Pero hay más: sus últimos trabajos, impresos en papel hecho con conchas o corales —al que ha bautizado como nacarotipia— son otro ejemplo de que se atreve a probar cosas nuevas incluso con los materiales. “Me contaron en una conservera que las conchas, al morir, polucionan mucho, así que encontré a un impresor llamado Manolo Gordillo y nos atrevimos a imprimir con ellas. Así yo añadía también sostenibilidad a mi proyecto”, relata. Después, lo intentaron con los corales: “Ahora, que quiero contar una parte de Japón que no se ha contado nunca, me he fijado en los corales y conseguimos hacer otro papel, salieron las primeras coralotipias. Son guiños que, aunque solo los sé yo, me parecen importantes, porque la pieza va más allá de la imagen”.
Japón y los orígenes del ser humano
El trabajo del que habla en Japón, en el que ha estado sumergida los últimos siete años, es un intento de llegar a las profundidades del país y a los orígenes de las personas a través de la cultura japonesa.
Primero, con unas fotografías hechas bajo el agua que representan cómo el ser humano descuida los océanos. En ellas, la artista, de la mano de la apneista Ai Futaki y otros buceadores cubiertos de seda, pretende reflejar las criaturas de los fondos marinos a la vez que la fragilidad del medio ambiente amenazado por la contaminación y la presencia de plásticos.
“Dentro de mi trabajo siempre hay una constante y es la búsqueda de los orígenes, la búsqueda del ser humano, en el momento en el que está y qué les vamos a dejar a las nuevas generaciones”, apunta Muñoz. De ahí que usase la seda y que se hiciesen las obras bajo el agua: “Nosotros, al final, somos agua. Y la fotografía, cuando tienes tiempo de mirarla, habla de sentimientos, pero no puedes hablar de sentimientos si no los sientes”. Por eso cree que “cuando vas a hacer fotos debajo del agua, no puedes hacerlas tras un cristal igual que cuando se la haces a un primate”. “Una foto te tiene que oler, hasta los peces huelen”, relata.
Y segundo, ha descubierto la cultura japonesa a través de la danza butoh en los jardines secretos de Japón, un lugar al que para entrar ha tenido que esperar casi 30 años. “No pude entrar antes pero no me gusta aceptar un 'no' por respuesta, así que soy capaz de tener paciencia y esperar el momento adecuado”, cuenta. La danza butoh es un misterioso ritual en el que los bailarines parecen lamentarse mientras se retuercen en sus propios cuerpos hasta entrar en una especie de trance, una reflexión sobre la cultura nipona tras el desastre nuclear de Hiroshima.
Hacer fotos sin cámara
Para todo este trabajo, Muñoz ha hecho siete viajes en los últimos cinco años. No quiere dejar de crear: “Para mí es una necesidad moverme, estoy enganchada y no quiero parar mientras mi cuerpo aguante, es lo que me mantiene viva”. Y se esfuerza para que no llegue el final de su vida profesional: “Siempre necesito seguir y por eso cuido mi cuerpo, hago gimnasia… Para que siga a mi mente”. De hecho, recuerda que cuando sufrió un accidente que la dejó en silla de ruedas durante un tiempo se dijo a sí misma “pues, Isabel, ahora a hacer fotos en silla de ruedas”. Ve su pasión como una suerte, o un “privilegio”: “Si no lo sentimos así, es que estamos muertos”.
Y ese sentimiento le viene desde muy pequeña. Desde que se hizo con su primera cámara, a los 13 años, no ha parado de contar a través de imágenes. Su vida como fotógrafa y como ser humano “ha sido solo una”, dice. Aunque a estas alturas cree que ya era fotógrafa mucho antes: “Siempre me ha interesado el ser humano y me acuerdo cuando era muy pequeña, lo que me gustaba observar… Cuando me sentía invisible y nadie me veía, yo observaba. Y así es como he aprendido de las miradas de amor, de afecto, de envidia, de poder…”. Por eso asegura que empezó “haciendo fotos sin cámara”. Y lo sigue haciendo, añade.
Le debe mucho a la fotografía: “A través de ella he podido entrar en el alma y corazón de las personas y compartirlo con otras, he podido dar voz a historias que si no, no existirían”. Porque una de las cosas que tiene claras es esa, que “historia que no se cuente, historia que no existe”. “Y eso engancha”, añade.
Ese enganche es lo que la ha llevado a recorrer casi todo el planeta cámara en mano para contar, a través del cuerpo humano, realidades sociales, el origen de la vida, situaciones de injusticia y también la belleza que asegura que hay en la naturaleza y las personas. Porque, a pesar de haber sido testigo de situaciones como la trata, el tráfico de niños o la destrucción del medio ambiente, la artista sigue creyendo en esa belleza. “He visto el lado oscuro del ser humano, pero también a personas que han dedicado su vida por y para el otro”, señala. “El ser humano no debe tener miedo a aceptarse: estamos hechos de luz y de oscuridad y en el mundo hay gente estupenda que tiene poder para amar, para soñar… La esperanza es importante, igual que la belleza y el arte”, asegura.
De lo analógico a lo digital
Su larga trayectoria también le ha hecho testigo de los cambios que ha sufrido el mundo en las últimas décadas. “Todas las situaciones cambian, pero últimamente hay tsunamis que nunca hubieras pensado”, reflexiona. Y se lleva esa reflexión a su terreno: “En el mundo de la fotografía, por ejemplo, yo vengo de lo analógico y ahora me fascina la cantidad de posibilidades que nos da lo digital, lo veo como algo positivo. Que cada vez va a haber menos papel, sí, pero eso también lo resolveremos”. La llegada de los teléfonos móviles con cámara, por ejemplo, le parece “una maravilla”. “Tenemos los testimonios grabados, y ahora los historiadores tendrán que hacer Historia a través de la historia real, que es más difícil de manipular si hay móviles de por medio. Y ahora los hay hasta dentro de las cárceles”, celebra.
Pero también está la parte mala. “Habría que preguntar a los fotógrafos jóvenes, porque ahora vivir de esto es muy complicado. Antes tenías prensa, publicidad… Una cantidad enorme de cosas para salir adelante. Después se abrió el camino del arte, de las exposiciones… Pero ahora creo que faltan subvenciones para los jóvenes, cursos, maestrías y herramientas que les permitan investigar sobre su forma de pensar. Antes decía que los jóvenes son el futuro, pero es que ahora son el presente”, señala.
La mirada de una mujer
Tampoco es fácil ser mujer y recorrer el mundo. Pero Muñoz no se ha parado a calibrar si esto ha hecho que su carrera sea más compleja que para sus compañeros. “Quizá para entrar a algunos sitios, como los jardines de Japón, pero tarde o temprano lo he conseguido”, relata.
Lo que sí ha notado es que la mirada de las mujeres en algunas situaciones nada tiene que ver con la de los hombres. Y eso sí que se percibe a la hora de trabajar y de crear un vínculo con la persona a la que fotografía. Un vínculo que ella “necesita”. Porque, “cuando fotografías a alguien, esa persona hace un acto de generosidad y te está dando algo que se transmite a través de la imagen”.
Por eso, entre otras cosas, “le encanta ser mujer y poder contar cosas a otras mujeres”. Su género le ha permitido acercarse a mujeres de otras culturas “de forma muy íntima”, algo que “un hombre nunca podría”. “Una mujer no mira igual a otra mujer que a un hombre, no miras igual a la mujer que han masacrado, que han violado… Porque te ves tú, ves a tu hija, a tu nieta… La forma de enfrentarse a la cámara no es la misma”, asegura. Y cree que, igual que ha tardado en entrar a algunos lugares por ello, también le ha dado acceso “a momentos que un hombre no hubiese tenido”.
Pero no solo celebra haber tenido acceso a estos momentos, también cree que hay determinados temas que “a la hora de tratarlos, se tratan de forma diferente, como las guerras”.
Cómo contar una guerra
Porque, ¿quién nace sabiendo cómo hay que contar al resto del mundo situaciones como los conflictos armados o la invasión de Ucrania? Muñoz tiene claro su límite en estos casos: nada de morbo. “Utilizar el dolor ajeno es algo que no puedo hacer”, dice. “El sufrimiento y la pérdida de unos padres, por ejemplo… Yo no podría cargar con ello”, señala preguntada por fotos como la del cuerpo del niño Aylan sobre la arena de una playa turca.
“Respeto el trabajo de otros compañeros, pero mi intención es que ni una de mis imágenes ni nada de lo que yo haga pueda doler o hacer daño a alguien”, asevera. “Hay muchas formas de contar y no hace falta usar el morbo, sino el respeto”, añade, poniendo de ejemplo las imágenes de las personas saltando de las Torres Gemelas el 11-S. “Es una cuestión también de dignidad porque a nadie le gustaría ver eso de un familiar y se puede contar lo mismo de otra forma… Mira las fotos de Emilio Morenatti o Ricardo García Vilanova: te hablan, te cuentan y, a la vez, respetan y aman”, apunta.
Quizá por eso, uno de sus objetivos ahora que es miembro de la Academia de Bellas Artes es hacer talleres de fotografía “y recuperar la maestría, que es algo que se está perdiendo”. “Me gustaría que los fotógrafos tuviesen acceso a talleres, poder hacer toda una colección de fotografía importante”, señala. Un trabajo que ya ha empezado a hacer uno de sus compañeros en la institución, Publio López Mondéjar.
“Tenemos una Academia impresionante, una colección maravillosa, los fondos de los vaciados, una parte importante de grabados…”, enumera. Ahora, quiere “devolver a la fotografía” parte de lo que le ha dado: “Colaborar en ese museo que tenemos, hacer exposiciones y documentales de personas que aman este mundo e incluso pequeños libritos de las exposiciones que hagamos. Debemos ser un referente”, concluye.