¿Cómo de peligroso puede ser un gesto? ¿Y si el gesto está inspirado por una película para adolescentes? Preguntémosle al Gobierno de Tailandia, país cuya policía militar arrestó a cinco jóvenes el 19 de noviembre y los envió a un campo de prisioneros para “reajustar su actitud”, todo por hacer un gesto durante un mitin del primer ministro Prayuth Chan-ocha, líder de la junta militar que ocupa el poder en el país asiático.
Los estudiantes habían osado levantar el puño derecho con tres dedos extendidos, el mismo saludo que Katniss Everdeen, el personaje de Jennifer Lawrence, hace en la franquicia Los juegos del hambre. En la ficción, ese ademán identifica a quien lo realiza como un opositor contra las autoridades del distópico país de Panem. En nuestro mundo, los jóvenes tailandeses lo han adoptado como señal de protesta ante un Gobierno totalitario, impuesto en mayo de este año por un golpe de estado.
Esta interacción política entre lo real y lo imaginado resulta más relevante que nunca, cuando Los juegos del hambre: Sinsajo – Parte I (la penúltima entrega del serial) acaba de llegar a los cines. Y confusa: mientras en Tailandia ha servido de inspiración para quienes protestan contra un Gobierno de ultraderecha, en Occidente, y especialmente en EEUU, se ha convertido en una pieza disputada tanto por progresistas como neoconservadores, que reivindican su mensaje como propio. Con cada nueva entrega de la saga, articulistas y bloggers de derechas e izquierdas se pelean por demostrar que las creaciones de la escritora Suzanne Collins son, bien una ratificación de sus propios postulados, bien una propaganda insidiosa al servicio del bando contrario.
¿Es el país de Panem, con sus desigualdades impuestas por ‘los de arriba’, un fruto del laissez faire económico llevado al extremo? ¿O se trata de una crítica neoliberal a la economía planificada? ¿Revive Los juegos del hambre, aún sin pretenderlo, el culto fascista a los héroes? Estas cuestiones circulan por webs y blogs de habla inglesa al menos desde 2012. Y, si bien cabe preguntarse qué pensarán de ellas los jóvenes tailandeses, a nosotros nos valen para recordar que las sagas ‘para jóvenes’ que tanto arrebatan hoy a Hollywood no son inmunes al análisis político.
Los gananciales de Bella y Edward
Descartando por falta de espacio las comparaciones con sus originales literarios, vayamos directos a la madre del cordero: la saga de Harry Potter. Aunque las simpatías de J. K. Rowling se decantan hacia los laboristas y nada hacia lo tory (y aunque el personaje de Dolores Umbridge recuerde de lo lindo a Margaret Thatcher), también es verdad que esa contraposición entre los Dursley, la nauseabunda familia adoptiva del protagonista, y el fascinante colegio Hogwarts le pondría los dientes muy largos a Owen Jones (autor del ensayo Chavs: La demonización de la clase obrera) por su menosprecio latente hacia aquellos sin acceso a las public schools y a las universidades de tronío. Aunque el desprecio a los muggles, simples mortales privados del acceso a la magia, es uno de los rasgos definitorios del villano Lord Voldemort, el mismo juego de opuestos apareja una peligrosa condescendencia hacia los ‘inferiores’.
El universo potteriano es lo bastante rico como para escapar a generalizaciones fáciles, pero la otra saga young adult que ha marcado el devenir del género lo tiene muy crudo para escapar a los palos. Hablamos de Crepúsculo, el serial romántico-vampírico escrito por Stephenie Meyer que se ha llevado ya mil y un ataques por su muy tronada visión de las relaciones de pareja.
Pero aquí nos interesa otra cosa: el hecho de que el amorío coloca a Bella Swann en el seno de la muy pudiente familia Cullen. Desde una perspectiva de clase, lo peor de la relación entre la protagonista y Edward (Robert Pattinson) no es lo malsano de su codependencia, las implicaciones de abuso y la sexofobia contumaz que trasluce su desarrollo. Es que Crepúsculo parece una apología del ascenso social a través del matrimonio.
Como no sabemos si Bella y Edward se casaron en régimen de gananciales, pasemos a Divergente. La escritora Veronica Roth se marcó una apología del individuo superior frente al colectivo aborregado que hubiera hecho suspirar de gozo a Ayn Rand, filósofa cuyos textos sirven como breviario para cierto liberalismo extremo en EEUU. Roth, que se confiesa de izquierdas, insiste en que la distopía ‘tal-vez-comunista-pero-no-tanto’ que trazó en sus novelas era más un ejercicio de autocrítica que otra cosa. Lo cual no redime en absoluto a una adaptación cinematográfica penosa, propensa a tirar a la basura las ambigüedades intencionadas del original y cuya secuela (Insurgente) está, para colmo, ya en preparación.
Dado el estado actual de este patio, los ejemplos nos seguirían lloviendo a poco que los buscásemos. ¿Qué lectura social podríamos sacarle, por ejemplo, al hecho de que los protagonistas de Percy Jackson sean hijos de los dioses del Olimpo? ¿O a esos gobiernos secretos, y sobrenaturales, del mundo perfilados por las muy petardas Hermosas criaturas y Cazadores de sombras? Aun siendo conscientes de que la lectora o el lector joven (y no digamos el espectador) anda siempre a la búsqueda de modelos sobre los cuales proyectar sus propios sentimientos de alienación, la disección de esta clase de narrativas desvela muchas veces un panorama pasmosamente reaccionario.
Marioneta en la cuerda (del arco)
Está claro que, como franquicia, Los juegos del hambre no tiene otro propósito que el de hacer ricos a sus responsables. Y que, por tanto, un acercamiento sus entregas con el ideario anticapitalista en la mano no tendría otro resultado que la condena sin paliativos, aliñada tal vez con una quema de libros en público. Lo cual sería de lo más irónico, porque vista desde el prisma que nos ocupa, la saga de Katniss Everdeen es la única dotada con algo similar a un mensaje progresista.
¿Por qué decimos esto? Porque, a diferencia de otros protagonistas de ciencia-ficción o fantasía para jóvenes, Katniss nunca deja de ser una marioneta de sus circunstancias. Es más: en contra de una fácil mitificación del amor romántico, esta saga insiste más en el valor de la camaradería y los afectos como herramientas contra el poder. Un eco, diríase, de ese “solo no puedes, con amigos sí” que el público español aprendió en La bola de cristal.
Cuando se la reduce a su propio rostro, Katniss se convierte en un estandarte, y, por tanto, en un instrumento al servicio de poderes a los que no representa, y en los cuales no se ve representada. Condición esta que, loor a ella, no le hace ni maldita la gracia, pero contra la cual no puede oponer nada que salvo su propia desesperación.
Tal vez Suzanne Collins no juegue en la primera división de la literatura especulativa, junto a Ballard, Dick, Ursula Le Guin o John Crowley: eso tampoco ha de importarnos demasiado, porque sí parece dotada de ideas claras y, sobre todo, de una loable capacidad para no proporcionar soluciones fáciles a su público. Algo que comparten otros ejemplos de ficción para adolescentes que, como la trilogía Traición de Scott Westerfeld, no han despertado el interés de Hollywood pese a su gran calidad.
En todo caso, tanto la escritora como su personaje pueden reclamar para sí un raro honor: el de saber que sus aventuras no sólo han valido como meras suministradoras de adrenalina, sino también como emblema de una auténtica lucha contra la tiranía.