La Oxford Union, un club de debate de estudiantes de la Universidad de Oxford, ocupa un edificio de estilo neogótico con grandes ventanales cubiertos habitualmente de telarañas. Desde su primer debate en 1823 sobre la revolución republicana y la ejecución de Carlos I dos siglos antes, el rito más célebre consiste en presentar una “moción” para que sus miembros expongan argumentos a favor y en contra, y voten para establecer la posición de “la cámara”, sea sobre la lealtad a su país, la masculinidad tóxica, la Unión Europea, las fronteras o el sexo casual.
Los oradores visten frac, pajarita y faldas largas, se llaman entre sí “honorables”, gritan “orden” y votan con el “aye” (“sí”, en inglés arcaico) utilizado en el Parlamento. Ser miembro cuesta entre 150 y 300 libras (entre 170 y 340 euros). El club ha sido descrito como “una Cámara de los Comunes adolescente”, y es el espacio de formación esencial para aspirantes a políticos. Boris Johnson y Benazir Butto fueron presidentes de la Oxford Union. El libro Chums del periodista del Financial Times Simon Kuper (publicado en 2022 en inglés) argumenta de manera convincente que la idea del Brexit salió en parte de este club al que políticos conservadores clave pertenecieron cuando eran estudiantes en los años 80.
Pero la sociedad de debate suele ser noticia sobre todo por sus invitados, políticos y otros líderes que no participan en debates, sino que son entrevistados en una charla amable: en los últimos meses, han pasado por aquí Malala, John Major, Bernie Sanders, Volodímir Zelenski y Billie Jean King. Las controversias y protestas que acompañan a algunos invitados también son parte de la historia de la Oxford Union desde hace décadas. El club se presenta como un baluarte de la libertad de expresión y esta semana ha vuelto a ser el centro de una de las cuestiones que recibe más atención en los campus occidentales.
A veces, el debate se resume como la tensión entre la libertad de expresión y el discurso de odio, pero incluye otros sobre el efecto de las palabras, el poder de quien tiene el control, el derecho de quien protesta y la frontera entre la identidad y la opinión.
La portada
Esta semana, los estudiantes de Oxford han llegado a las portadas de algunos periódicos en Reino Unido porque su sindicato ha roto relaciones con el club de debate, que no es parte de la Universidad, por lo que considera un historial de “hostilidad, acoso sexual e inseguridad de los datos personales de los estudiantes”.
Pero el anuncio del sindicato llegó después de semanas de polémica por la invitación a finales de este mes de la profesora y filósofa Kathleen Stock, que dimitió en 2021 de su puesto en la Universidad de Essex después de protestas de estudiantes y profesores por cuestionar la nueva ley sobre la autodeterminación de género. Stock contó en un libro sus experiencias como una mujer lesbiana a la que le costó desvelar en público su identidad sexual y ahora es parte de un proyecto para reivindicar la voz de lesbianas marginadas en la sociedad.
Justo después de que el sindicato anunciara que ya no dejará un puesto en la feria anual para que el club venda membresías a los nuevos estudiantes, un grupo de académicos de Oxford escribió una carta para criticar a los estudiantes en la portada del diario conservador Daily Telegraph. La misiva era la principal noticia del periódico este miércoles, con este titular: “La libertad de expresión está en peligro en una disputa trans, dicen los dons de Oxford a los estudiantes” (“don” es la manera de llamar a los profesores en esa universidad). Entre los firmantes citados se encuentran académicos que han tenido sus propias polémicas por criticar el uso de mascarillas contra el covid o defender la pedofilia.
Adams, Nixon y Puigdemont
Pero ni las protestas ni las controversias de las que en gran parte se alimenta este club universitario son nuevas. Tampoco las peticiones de estudiantes, académicos, políticos y organizaciones oficiales y no oficiales de que suspendan eventos. En la Oxford Union, Gerry Adams defendió el terrorismo del IRA en 1987 y dijo que nunca lo condenaría, Malcom X argumentó en 1964 a favor del “extremismo bien dirigido” contra la discriminación racial, y Richard Nixon en 1978, después de dimitir, reconoció que la había “cagado” mientras se escuchaban mucho los gritos de quienes protestaban contra él (“me siento como en casa”, bromeó).
A menudo, los invitados han despertado las quejas también de académicos, como los españoles que firmaron una carta contra la invitación de Carles Puigdemont y su presentación como líder de la “resistencia catalana” en 2019.
Las protestas más intensas antes, durante y después de un evento fueron por la invitación en 2007 de David Irving, un escritor que niega el Holocausto, y el antiguo líder del partido de extrema derecha británico Nick Griffin. Entonces políticos y profesores pidieron sin éxito al club la suspensión del evento, y algunos jóvenes que protestaban acabaron en el escenario mientras Irving los llamaba “nazis” y “turba que puede matar”.
Pero el debate de las protestas de estudiantes universitarios a todo tipo de oradores es una de las cuestiones internas que afrontan hoy los campus universitarios sobre todo en Estados Unidos y el Reino Unido. Es uno de los aspectos debatidos junto a las alertas sobre contenidos sensibles en los temarios y la búsqueda de espacios “seguros” para grupos concretos.
“Esto es algo generacional. Mis hijos y mis alumnos realmente no valoran la libertad de expresión”, explicaba en este rincón de elDiario.es Edith Hall, la profesora especialista en la Grecia Antigua y autora de La senda de Aristóteles (publicado por Anagrama en español en 2022). “En mi generación -nací en 1959- queríamos ser libres… La libertad lo era todo para nosotros. Pero para mis hijos, no lo es. No se sienten seguros. Piensan que la libertad de expresión que yo valoro tanto pondrá en peligro cualquier tipo de derecho de las minorías. Lo que necesitamos es más diálogo sobre esto”. Hall mencionaba una de las palabras clave en estos debates: “seguridad”, repetida a menudo por estudiantes que dicen no sentirse seguros por la violencia o la discriminación que puedan provocar las palabras de una persona que da clase o una conferencia en su campus.
Aquí es importante detenerse a subrayar que se trata de debates en universidades, a menudo de élite, en países democráticos donde las palabras no tienen las limitaciones ni las consecuencias que pueden tener en universidades en Rusia, Bielorrusia, China, Irán y muchos otros países que aparecen en color rojo intenso en el mapa de Reporteros Sin Fronteras (la falta de libertad para la prensa suele coincidir con la falta de libertad en la universidad).
En Occidente, muchas de las polémicas no llegan a nada más allá de las quejas de estudiantes, que tal vez tengan más más voz y voto que los de antiguas generaciones sobre qué tipo de educación reciben y en qué tipo de entorno.
Amenazas más graves
En Estados Unidos, los cambios sustanciales en el currículum académico, el acceso fácil a los libros con los que se enseña y los límites a la libertad de cátedra han venido sobre todo de los estados y sus legislaciones, que en lugares como Florida y Texas han limitado la enseñanza de la historia sobre raza y género.
“Los que defienden estas leyes intentan justificarlas repitiendo acusaciones de que las universidades son lugares donde la corrección política está desbocada y los estudiantes son intolerantes a puntos de vista alternativos. En mi experiencia estos problemas son muchos menos comunes de lo que la cobertura mediática sugiere, aunque existen”, escribe Christina Paxson, la presidenta de la Universidad de Brown, en Rhode Island, en un artículo de opinión en el New York Times. “Pero es absurdo decir que la censura patrocinada por el Estado -que tiene toda la fuerza del gobierno y que puede incluso implicar penas criminales- está justificada por el mal comportamiento de estudiantes o la presión de grupo. La irónica verdad es que las leyes que prohíben enseñar ‘conceptos divisivos’ son en sí mismas intentos de adoctrinar a los estudiantes para que vean el mundo a través de unas lentes. Es exactamente lo contrario de lo que tienen que hacer las universidades”.
Igualmente, el Reino Unido ha bajado este año en el ránking de la libertad de prensa de Reporteros Sin Fronteras no por las protestas de estudiantes, sino por las nuevas leyes aprobadas en el Parlamento por iniciativa del Gobierno conservador que limitan el derecho a la protesta y pueden afectar también a los periodistas.
“Los estudiantes y otros deberían ser libres de protestar contra los oradores invitados, libres de criticar la decisión de darle a cualquiera una plataforma, y no deberíamos dejar que la controversia sobre el activismo estudiantil nos distraiga de las amenazas políticas a la libertad de expresión”, tuiteó esta semana tras la portada del Telegraph Rasmus Kleis Nielsen, director del Instituto Reuters para el estudio del Periodismo de la Universidad de Oxford y que también es don como profesor de Políticas.
Las quejas acerca de la sobredimensión del debate son habituales entre personas que llevan años en la academia y descubren a menudo las polémicas en las portadas favoritas de los tories.
“Desde luego que hay límites y amenazas a la libertad de expresión en la academia británica, pero no son los espectros que pintan los tabloides: los periodistas de derechas rebuscando en las opiniones personales de los académicos, los administradores de la universidad vigilando los tuits de los conferenciantes, y la guía antiterrorista que convierte a los académicos en policías son amenazas mucho más perniciosas”, escribe Charlotte Lydia Riley en su antología The Free Speech Wars (publicado en inglés en 2020).
Choque generacional
Aun así, Riley, que da clase en la Universidad de Southampton, subraya un choque generacional claro en las universidades occidentales sobre cómo se valora la libertad de expresión. “La generación del milenio y la gente más joven es mucho más propensa a tolerar los límites a la libertad de expresión si esto significa una reducción del discurso de odio o la protección de las minorías”, escribe. Cita un estudio de la Universidad de Chicago que mostraba en 2017 cómo sólo el 16% de las personas entre 18 y 34 años encuestadas creían que las personas en un campus tenían un derecho “absoluto” de utilizar insultos y palabras intencionadamente ofensivas para algunos grupos, y el 33% creían en el derecho “absoluto” de expresar ideas políticas que se consideren ofensivas para algunos grupos.
En 2014, la Universidad de Chicago hizo una declaración en defensa de la libertad de expresión que hoy se conoce como “los principios de Chicago” y ha sido apoyada formalmente por un centenar de universidades en Estados Unidos en un momento de gran confusión interna para los líderes de muchas.
“El debate no se debe eliminar porque las ideas presentadas sean consideradas por algunos o incluso la mayoría de los miembros de la Universidad ofensivas, insensatas, inmorales o equivocadas. Los miembros individuales de la comunidad universitaria, no la Universidad como institución, tienen que hacer esos juicios por sí mismos y actuar no para eliminar el discurso, sino para cuestionar de manera abierta y vigorosa las ideas con las que no están de acuerdo”, dice la declaración, que también subraya que garantizar la habilidad de todos sus estudiantes y académicos para participar en esos debates de manera “eficaz y responsable” es una de sus misiones educativas clave. Uno de los productos de esa misión fue el Instituto de Política de la Universidad fundado por David Axelrod, que fue el jefe de campaña de Barack Obama y se esforzó para construir un espacio donde demócratas y republicanos pudieran conversar incluso en los años más duros con Donald Trump como presidente.
Mi experiencia impartiendo seminarios sobre polarización en el Instituto de Política en 2018, en un momento de gran tensión para el país, es que Axelrod lo consiguió. También es cierto que las voces más extremas de los republicanos no se encontraban entre los pocos estudiantes conservadores.
En marzo de 2019, el presidente de la Universidad de Chicago, y autor de los principios, Robert Zimmer, se enfrentó a Trump, que quería aprobar un decreto para promover la libertad de expresión en los campus. “Un comité en Washington juzgando las políticas de libertad de expresión y las actividades de las instituciones educativas, juicios que cambiarían según quien esté en el poder, sería una grave amenaza para el debate abierto en los campus”, escribió Zimmer.
En un discurso de despedida en 2021, Zimmer también insistió en que el compromiso con la libertad de expresión en la universidad es a menudo contra el poder político y que una parte esencial es “la inclusión” para que no sea un derecho “de un grupo seleccionado de personas”. “Este es un asunto sin resolver que hay que cuidar”, dijo.
El poder de hablar
¿Quién tiene el acceso y el poder para hablar con libertad donde más importa?
La escritora Chimamanda Ngozi Adichie dio hace unos meses un discurso sobre la libertad de expresión dentro de una serie de la BBC con varios intelectuales. La ensayista feminista nigeriana es crítica con algunos de los debates en las universidades en particular en Estados Unidos, donde estudió y ahora vive parte del año.
En su discurso en la BBC, decía que es insuficiente y demasiado ingenuo pensar que la respuesta a los mensajes odiosos sea hablar más, ya que esto olvida un elemento central, que es el poder. “¿Quién tiene el acceso? ¿Quién está en una posición de contestar los malos mensajes? En la defensa de la libertad de expresión, hay que considerar todas las limitaciones que imponen las relaciones desiguales de poder, como por ejemplo medios tradicionales en manos de una poca gente rica, que naturalmente van a excluir múltiples voces”.
Nunca estarán en el mismo plano los invitados en el escenario de la Oxford Union que los que protestan, casi siempre fuera. Los estudiantes que deciden no acudir a un evento o no leer un libro o criticar a un orador difícilmente tendrán el poder de los académicos que los critican y que en algunos casos son sus propios profesores. Ni mucho menos el de un Estado que intenta intervenir.
Pero lo que preocupa a Adichie es también cuál es el efecto de la mayoría de las protestas, incluso cuando consiguen que un evento que incomoda o crea inseguridad se cancele porque promueve el odio a un grupo o un ambiente de intolerancia. “Por mucho que la idea de la censura por la tolerancia pueda ser noble, también es una especie de capitulación de los afectados, que no pueden reaccionar y luchar”, dijo. Contó el caso de un póster racista en el campus de la Universidad Estatal de Arizona y cómo la universidad decidió no echar a quienes lo habían puesto, sino organizar un foro público para hablar del cartel en el que la abrumadora mayoría lo condenó. Un estudiante negro y organizador del foro dijo: “Cuando tienes la posibilidad de reaccionar contra el racismo, y lo haces, te sientes más seguro para hacerlo la próxima vez”.
La intención
En el debate posterior a su discurso en la BBC, y en respuesta a preguntas sobre oradores que hacían sentir inseguras a las personas por su orientación sexual, la escritora también subrayó que en algunos casos se elige “la interpretación más extrema y a menudo más inexacta de las posiciones de la gente” que se considera controvertida. Así no se puede escuchar y tal vez llegar a entender.
La escritora se suele quejar de que a menudo se juzguen demasiado las palabras torpes y que puedan ser ofensivas sin evaluar “la intención” de quien las pronuncia.
Ese es también el trasfondo de su novela Americanah (publicada en español por Penguin Random House). Y ese fue uno de sus mensajes para los estudiantes de la Universidad de Harvard en su discurso para la graduación de 2018. “La intención importa. El contexto importa… Hay una diferencia entre malicia y un error”, dijo.
Se dirigió a una audiencia que tal vez tendrá la opción de liderar. “Piensa en las personas como personas, no como abstracciones que tienen que acomodarse a una lógica sin sangre en las venas, sino como personas frágiles, imperfectas con orgullos que se pueden herir y corazones que se pueden tocar”, dijo, recurriendo a la lección personal que ha sacado de los libros. “La literatura es mi religión. He aprendido de ella que los humanos tienen fallos, que todos tenemos fallos, pero incluso así somos capaces de hacer el bien”.
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