Alba Muñoz, escritora: “Yo tenía un prejuicio sexista de cómo debía ser una víctima de explotación sexual”
En 1995, cuando se firmaron los acuerdos de paz tras las guerras yugoslavas, había 900 prostíbulos operativos en Bosnia, un país del tamaño de Murcia. Había sido, según explica Alba Muñoz (Barcelona, 1985), la primera guerra reconocida en utilizar la violación como arma para desestabilizar la moral del enemigo. Que sus mujeres dieran a luz a los hijos de los otros. Muñoz, recién graduada en periodismo e hipnotizada por las imágenes que había proyectado el televisor de su casa sin descanso, decidió coger una mochila y embarcarse en un viaje para escribir el gran reportaje de su vida. Con apenas 21 años se metió en el mundo de la trata de personas con fines de explotación sexual y descubrió cómo las fuerzas para la paz, los cascos azules de las Naciones Unidas, eran los principales clientes de los burdeles. Los chicos bosnios, aunque quisieran, no podían pagarlo. Al menos entonces.
Muñoz se embarcó en un periplo que iba a llevarle apenas un par de semanas y que acabó convirtiéndose en un noviazgo con un chico rudo y violento por un lado y con una sociedad débil y empobrecida por otro. Ella, joven y ambiciosa, quería documentarlo todo, contarlo todo. Desde los pisos francos en los que un grupo de mujeres extravagantes y sexagenarias ocultaban a las chicas que iban rescatando hasta la perspectiva de ellas, jóvenes y maduras que, muchas veces, no se consideraban víctimas. Aunque lo fueran.
Años después, ese reportaje aparcado en un cajón se convirtió en Polilla (Alfaguara, 2024), una novela que narra lo que acabó convirtiéndose en la búsqueda de identidad de Muñoz, su relación tortuosa con los hombres: el amante y el padre ausente, y el retrato de un país que aún hoy no se ha levantado sobre sus cenizas.
Alba Muñoz responde a este periódico a través de la pantalla del ordenador en una tarde fría de invierno. Es Navidad y el año en el que su novela se ha colado en las listas de los mejores debuts literarios de España llega a su fin.
Es una novela que oscila entre la autobiografía y el reportaje periodístico sobre la trata de mujeres en Sarajevo tras la guerra, ¿cómo ha sido juntar todos esos recuerdos, el material que usted recabó, para desembocar en lo que es Polilla hoy?
Al principio lo que yo quería hacer era un reportaje de investigación, aunque paralelamente estaba viviendo esa historia de amor tormentosa con un chico [Darko]. Era casi una estudiante, acaba de salir de la facultad y tenía bien claro que lo personal no podía entrar de ninguna manera en un reportaje, ¡y menos de investigación! Entonces, hablé con Félix Flores, un reputado periodista de periodismo internacional que trabaja en La Vanguardia y que se interesó por mi reportaje. Yo le iba enviando material y él tuvo que frenarme cuando consideró que ya tenía suficiente. Me dijo: tienes cosas muy potentes, inculpas a fuerzas de paz en el tema del tráfico de mujeres, tienes entrevistas con gente del FBI, con el Gobierno. Es la hostia.
Pero yo, joven e inexperta, no podía parar de investigar. Quería demostrarle que era buena y profesional, como queremos hacerlo todos los que estamos empezando. Queremos que nos tomen en serio. Y un día me invitó a comer a su casa para convencerme de que ya estaba, que tenía suficiente y, entonces, relajada, le comenté que me estaba liando con un chico de Sarajevo y empecé a relatarle mi experiencia con él, porque me había hecho un poco de espejo con todo lo que me había contado Nikolina [una exvíctima de trata]. Era un chico un tanto violento y me estaba haciendo reflexionar sobre muchas cosas. Entonces Félix me paró y me dijo que aquello era mucho más interesante y que yo no tenía un reportaje. Tenía un libro.
He tenido que esperar una década para poder escribirlo con el fuego de entonces, el de la juventud, porque cuando eres joven siempre se escribe con seriedad y es solo cuando te haces mayor cuando te permites contar las cosas tal y como las sentiste.
Cuando eres joven siempre se escribe con seriedad y es solo cuando te haces mayor cuando te permites contar las cosas tal y como las sentiste
El libro, como bien dice, hace un juego de espejos y en un momento usted admite que fantaseaba con el hecho de ser una víctima. Con estar encerrada como lo estaban ellas. Hablemos de eso.
Sentía una especie de escisión mental. Por un lado, siempre me había sentido fuerte, guerrera, con las ideas claras. Era una chica orgullosa. Pero, por otro, al descubrir mi sexualidad y mi deseo y, sobre todo, al crecer en una sociedad patriarcal en la que mi padre había intentando insuflarme el miedo a los hombres, afortunadamente sin éxito, empecé a sentir distintas cosas.
Quería ser como ellos, pero a lo largo de ese viaje me di cuenta de que no iba a ser posible. En según qué entornos no puedes ir por la calle y pasar desapercibida. Ellos sí, tú no. Y además estás investigando el tráfico de mujeres de tu edad. Yo no podía ser un hombre por mucho que lo deseara y es que, además, los deseaba a ellos sexualmente. Y lo hacía de dos maneras. Por un lado quería la atención plena que mi padre no me había brindado nunca y que, curiosamente, estando lejos, había comenzado a ofrecerme. Y, por otro, sentía un gran deseo hacia Darko. Me sentía envuelta y muy liberada en el erotismo. Yo tenía ese perfil de mujer aguerrida, de reportera incombustible, pero por otro lado era liberador ser un mero objeto sexual porque yo nunca lo había sido. Nunca me había sentido deseada de esa forma y eso me daba una sensación muy importante. El poder rebelarte contra lo que te han enseñado.
Yo tenía ese perfil de mujer aguerrida, de reportera incombustible, pero por otro lado era liberador ser un mero objeto sexual porque yo nunca lo había sido. Nunca me había sentido deseada de esa forma y eso me daba una sensación de agencia hacia mi vida muy importante
Volviendo al tema de la trata, que es el trasfondo de la novela, habla del contexto de la guerra de los Balcanes y de cómo Bosnia acabó convirtiéndose en el burdel de Europa durante y después de la guerra gracias a la corrupción y la pobreza. ¿Cómo está el asunto hoy? ¿Qué pasa con la trata de personas con fines de explotación sexual en Europa?
No he vuelto allí desde 2017 ni he vuelto a indagar en el tema. Sin embargo, puedo decir que Bosnia no ha hecho grandes progresos en lo que a integración europea se refiere. Es un país que no le interesa a la Unión Europea y al que se está dejando de lado. Tiene unos niveles de pobreza muy altos, esa es una situación que no ha cambado. Además, su sistema político es propio de posguerra. Las instituciones locales no son soberanas, hay una figura que es la del alto representante que sigue siendo internacional. Algo así como un vigilante de la democracia de Bosnia que, si no me equivoco, sigue presente a día de hoy. Y eso es lo que asegura una rotación de las tres etnias. Todo como si fuera un patio de colegio, lo que provoca que el odio étnico que llevó a la guerra se haya solidificado. Es decir, las principales situaciones geográficas y sociopolíticas que condujeron a esa situación en los 90 no han cambiado demasiado. Sigue siendo un lugar donde hay mucha pobreza y los salarios son bajísimos. Es el caldo de cultivo perfecto. No tengo demasiadas esperanzas.
Siguiendo con el tema del tráfico sexual, en su trabajo da a entender que es algo sobre lo que tendemos a apartar la mirada, como si al no enfrentarlo no existiera, ¿por qué?
En general, nos olvidamos de todas las personas que son esclavas en este mundo. Es una vergüenza, pero es algo que hace funcionar nuestras sociedades. Empezando, por ejemplo, por las personas que trabajan sin contrato en los invernaderos de España hasta los niños que cosen nuestra ropa en Bangladesh. Es algo a lo que no queremos mirar como sociedad porque es vergonzante. Y el tema de la esclavitud sexual es masivo. Ahora parece que lo entendemos un poco más y han cambiado las rutas, pero lo que perpetúa esa vertiente oscura y violenta del sexo es lo que perpetúa la esclavitud. Y eso es la pobreza y desigualdad entre países. Sobre todo la pobreza femenina.
En el caso de las mujeres del este, cuando cayó la Unión Soviética, muchas mujeres rusas y de repúblicas soviéticas se vieron obligadas a migrar a países occidentales. Se las empezó a conocer como las Natashas: mujeres estéticamente ideales para la industria del sexo; blancas, estilizadas, muy guapas, sin tener a qué aferrarse. Y muchas acabaron allí, en el mundo de la prostitución. Algo que sigue siendo normal, por otro lado, aunque vaya cambiando la etnia. Hace unos días se vació un piso en Barcelona donde había dos mujeres encerradas a las que se les había prometido un trabajo. En este caso eran latinoamericanas y llegaron acá después de pagar un dinero para el pasaje pensando que tendrían un trabajo esperándolas.
Hay una escena en la que querría detenerme: conoce a las mujeres mayores que tienen los pisos francos y relata el primer encuentro con este mundo después de recibir un SMS, después tiene una entrevista con la psicóloga en su sede y, poco a poco, va acercándose a las chicas. ¿Cómo fue vivir aquello, el meterse en ese mundo?
Fue interesante. Yo tenía un prejuicio muy sexista, pensaba que Fadila [la mujer que le abrió la puerta de ese mundo] me introduciría en esas casa de mujeres secretas, que sería un tema de investigación de chicas, que sería fácil meterme. Y no.
Tenía una imagen de cómo tenían que ser esas víctimas y me la destrozaron por completo. Encontré desde adolescentes de 15 años hasta mujeres maduras con discapacidad mental. Llegué a entrevistar a unas 30 víctimas de diferentes procedencias y edad y me llegué a encontrar con que las más jóvenes no se sentían víctimas y venían a reírse de mí, a provocarme cuando yo llegaba imbuida de solemnidad. Una vez, incluso, me recibieron con un baile erótico y los ojos llenos de sorna.Tuve que aprender a acercarme a ellas.
Nos olvidamos de todas las personas que son esclavas en este mundo. Es una vergüenza, pero es algo que hace funcionar nuestras sociedades
¿Cómo enfrentó, entonces, sus testimonios?
Cuando me di cuenta de que estaba imponiendo un relato, una forma de mirar, las cosas cambiaron. Que ellas no se comportasen como yo esperaba no significaba que no dejaran de ser víctimas. Muchas estaban medio en shock gestionando lo que les había ocurrido, pero esa manera revictimizante, muy propia del periodismo, de víctima doliente que yo esperaba no estaba allí. Ellas estaban vivas y las casas eran una especie de fiesta de pijamas constante. No se comportaban como los cadáveres vivientes que solemos representar en nuestra imaginación.
No vivían como si estuvieran encerradas, lo veían como unas vacaciones del mundo. Un respiro de lo que habían vivido hasta el momento. Ten en cuenta que muchas habían sido vendidas por sus familiares, sus novios, sus amigos. Y sabían que estaban en las casas de paso. Eran lugares donde podían recuperar la risa. Un lugar donde, momentáneamente, sentirse a salvo. Aunque, claro, se veían cosas como ataques de ansiedad de vez en cuando. Pero ellas querían vivir. Y yo aprendí que no podía mirarlas como si fueran personajes de una película de serie B.
También me resultó curioso el hecho de que fuera un grupo de mujeres mayores, estrafalarias, quienes tratasen de rescatar a las chicas. Hablemos un poco de eso también. De las mujeres que miran.
Hay que tener en cuenta que es un país que está devastado económicamente y que, después de la guerra, los únicos que recibieron algo parecido a una pensión fueron los combatientes masculinos. Tras el desmembramiento de Yugoslavia, todo lo que era el aparato estatal, los servicios sociales, la educación… ese mínimo escudo social desapareció por completo cuando entraron las fuerzas de paz. Ahí también entraron las privatizaciones, y el empobrecimiento de las mujeres bosnias a nivel simbólico y económico fue brutal. Ellas siguieron siendo las cuidadoras de hombres con estrés postraumático y con grandes problemas de alcoholismo. Y también las madres de hijos fruto de violaciones.
En los conflictos bélicos siempre hay, pero esta fue la primera vez en la que la violación fue utilizada como arma sistemática contra el enemigo. Embarazar a sus mujeres para minar la moral del otro. Una serbia embarazada de un musulmán. Una musulmana de un serbio. Fue algo que adquirió mucho poder simbólico y las mujeres pasaron a diluirse en la escala social, eran el botín. Ellas, todas, fueron las víctimas fantasma sin ningún tipo de apoyo estatal.
El caso de Fadila es paradigmático porque ella, y las de su generación, vivieron en el Partido Comunista Yugoslavo. Ahí las mujeres eran las compañeras y formaban parte del discurso igualitario, aunque nunca alcanzaran las mismas cotas que los hombres y eran respetadas, pero tras el conflicto fratricida no eran más que simples viejas sin ningún tipo de autoridad social. Pero eran viejas con memoria.
Muchas de las víctimas estaban medio en shock gestionando lo que les había ocurrido, pero esa manera revictimizante, muy propia del periodismo, de víctima doliente que yo esperaba no estaba allí. Ellas estaban vivas y las casas eran una especie de fiesta de pijamas constante
¿Qué memoria queda hoy, en España o en Europa, de la guerra de los Balcanes y sus estragos?
Creo que es una guerra de la que muchas personas tienen un recuerdo porque fue de las primeras que generó un gran impacto por la proximidad. Pero sobre todo porque hubo muchos reporteros desplazados sobre el territorio: teníamos muchas imágenes que eran terroríficas. Aquellas de francotiradores apuntando a la gente que cruzaba la calle. Gente con la que nos podíamos identificar muchísimo porque caminaban por calles que se parecían a las de nuestra ciudad e iban vestidos como nosotros. Eso impactó mucho a los españoles. Hubo manifestaciones y algo parecido a un trauma colectivo con esa guerra.
Recuerdo que se mató a 9.000 hombres y jóvenes musulmanes en cuestión de días. Fue una locura. Un derramamiento de sangre que nadie esperaba en la Europa de los 90. No se esperaba un estallido bélico de este tipo, pero, sinceramente, cuando ahora veo lo que está ocurriendo en Gaza y veo cómo toda la cultura occidental hoy se sostiene sobre la pregunta de cómo pudo ocurrir el Holocausto, cuyos horrores palidecen frente a los de Gaza, no es solo que me parezca increíble que se esté volviendo a repetir con más crudeza, sino que parece que toda nuestra cultura está quedando como un eslogan vacío. Y, la verdad, es aterrador.
Para terminar, volvamos al principio, tenía 21 años cuando se fue a Bosnia y quería ser una gran reportera. ¿Qué ve cuando mira a la Alba de aquel entonces?
Siento una gran admiración y respeto, porque aunque ahora, a medida que me he hecho mayor, he ido viendo las complejidades que hay detrás de muchas cuestiones y a pesar de que era una persona menos formada de lo que soy ahora, echo de menos esa pulsión de aventura que tenía. Mi viaje a Bosnia fue el gran trabajo periodístico de mi vida y, si hoy pudiera dedicarme a ello, si el periodismo existiera, creo que sería el mejor trabajo del mundo. Esa Alba lo intentó y yo la miro con orgullo desde la distancia.
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