El amigo poeta de Viggo Mortensen
En una imagen reciente de la cobertura del festival se lo ve sobre la alfombra roja de Cannes junto al protagonista de Alatriste. Sostienen una bandera del Ciclón, uno de los clubes punteros de la liga porteña que acaba de perder el título frente al River. Por estos lares más de un lector medianamente culto –para no decir, todo dios– se preguntará ¿quién es este tipo que posa con Viggo Mortensen de cabeza rapada a cero, moreno, con gafas oscuras y pinta de segurata malcarado? Pero puede que en México DF, Caracas, Santiago de Chile o, por supuesto, en Buenos Aires, muchos lectores se pregunten lo contrario: ¿quién es este forofo de San Lorenzo con barba junto a Fabián Casas?
Bizarrías de la globalización, aquí toca responder a la primera. El amigo de Viggo Mortensen es, lo dicho, Fabián Casas (Buenos Aires, 1965), uno de los poetas más celebrados y leídos de los últimos años en toda Latinoamérica. Por cierto, el actor también es aficionado a los versos y publicó una antología en 2009 en EEUU, con Casas y a los de su quinta, en su propio sello independiente, Perceval Press.
El caso de Casas –si se permite la aliteración– tiene su miga, porque la suya es una poesía que apasiona tanto a la academia, a los poetas y letraheridos de todo pelaje o la crítica más elitista (“Dotado de humor sutil y de seco, intenso lirismo”, escribe Ignacio Echevarría); como engancha a rockers, obreros metalúrgicos, amas de casa que dejarían en ridículo a la Susanita de Mafalda o muchachos de barrio, cuyas lecturas no van más allá del suplemento deportivo y a veces ni eso.
Para más inri, todo lo escrito por Casas hasta la fecha, en cualquier género, cabría en un volumen de bolsillo no demasiado abultado. Y no quita que, pese a su brevedad, la obra mereciera el Primer Premio Latinoamericano de Poesía en 1996, ganara la Beca Fullbright e integrara el Programa Internacional de Escritores de Iowa City en 1998, se llevara el prestigioso galardón alemán Anna Seghers en 2007 y fuera elegido en la FIL de Guadalajara de 2011 como uno de los autores que garantizan el relevo generacional de los grandes.
Letras solitarias que gobiernan librerías
Ahora Seix Barral publica Horla City y otros, toda la poesía de Fabián Casas hasta el día de hoy inédita en España. Un volumen de apenas 200 páginas y generosos blancos entre poemas y poemarios que reúnen 20 años de su lírica, desde el primerizo Tuca de 1990 –que no ha dejado de reeditarse desde entonces, como las delgadas colecciones que le siguieron: El salmón (1996), Pogo (2000), El spleen de Boedo (2003), El hombre del overol (2006)...–, hasta las últimas piezas de 2010. Fecha en que Emecé publicó en Buenos Aires toda la poesía reunida con el mismo título que ahora toca, y que agotó la primera edición de 3.000 ejemplares en sólo dos meses. Toda una proeza en materia poética.
Desde entonces Casas no escribe, según sus declaraciones, dedicado a encontrar su propio “equilibrio” entre el karate y el Budismo Zen –sería más correcto hablar de Boedismo Zen, como dice el autor, en referencia a su tanguero barrio porteño natal, Boedo, al que se ha mantenido siempre fiel y al que remite todo su imaginario, sin excepción, poético y narrativo e, incluso, su propia filosofía vital–. Abandono de la escritura que, de paso, alimenta la leyenda de un Rulfo urbano de los versos; aunque se rumorea que en realidad prepara una larga novela.
Como sea, si 20 años no es nada, dice el tango; los reunidos en este libro tienen la fuerza de “un cross a la mandíbula”, según la célebre consigna del reverso canalla de Borges, Roberto Arlt, que el poeta acostumbra citar. De acuerdo, contundente y breve, ya se ha dicho. Pero, ¿qué tiene la lírica de Casas para encandilar a unos y otros por igual? Al extremo incluso de despertar la admiración de los pesos pesados de la literatura argentina, más amigos de la descalificación y la invectiva, como el acre Rodolfo Fogwill, que de la adulación gratuita. Sin embargo, poco antes de morir se mostró taxativo: “Fabián casas es un genio”. Y todo apunta a que llevara razón.
Poesía lacónica sin artificios
Resulta difícil precisarlo porque se trata de una poesía que opera más por sustracción y laconismo que por añadidura y artificio. Despojada de alambicadas figuras retóricas o de intrincadas imágenes poéticas, produce sin embargo el chispazo lírico ahí donde no se lo espera, en el habla cotidiana. Sobre el final del siglo XX reinaba en el panorama rioplatense cierta poética del abigarrado exceso verbal, cuyo máximo exponente puede que fuera el neobarroco de Néstor Perlongher. La irrupción de Casas, punta de lanza de lo que luego se conocería como “Nueva poesía argentina de los 90”, funcionó como una saludable reacción frente al desborde de lirismo, con el soplo de aire fresco de la calle, la experiencia cotidiana y la contención expresiva, sin asomo de impostura.
Lo cierto es que el léxico y el registro de habla que utiliza Casas, si se pasa por alto alguna palabra del argot porteño –absolutamente comprensible en todo el orbe hispánico, por extensión– parecen más adecuados para ir a comprar el pan que para construir un poema. “La función social de un escritor es hacer que el lenguaje brille”, dice el autor por ahí. Y vaya si brillan sus composiciones con un laconismo y una simpleza inaudita, que iluminan experiencias tan prosaicas como abandonar la cama a la madrugada por un vaso de agua o salir a tirar la basura y que se cierre la puerta. “Es transitorio, me dije; / pero así también podría ser la muerte: / un pasillo oscuro, / una puerta cerrada con la llave adentro, / la basura en la mano”, rezan los últimos versos de Sin llaves y a oscuras. Si los poemas suelen ser narrativos; sus títulos, descriptivos y transparentes. O el remate de A mitad de la noche, pieza que pareciera explicitar su poética: “Pienso esto y abro la heladera: / un poco de luz desde las cosas / que se mantienen frías.”
El humor seco y corrosivo es otro de sus ingredientes: “Las parejas y las revistas literarias / duran casi siempre dos números” o “benditos los que no saben que la muerte / da clases en todos lados”. O aún mejor: “me pregunto en qué momento / los dinosaurios sintieron / que algo andaba mal”. Pero por sí solo no explica el misterio de sus versos. El desamor, la melancolía urbana, el irrevocable paso del tiempo con el saldo de la nostalgia y la pérdida de los seres queridos (la prematura muerte de su madre es un motivo recurrente tanto de su poesía como de su prosa) son algunos de sus temas.
Ni social, ni política, ni todo lo contrario
Pero el eje en torno al cual giran esos motivos es el universo mítico del barrio y la adolescencia rota, sólidamente entretejido en todos sus escritos, como en la magistral nouvelle o novela breve Ocio (publicada en España por Alpha Decay), llevada al cine por Alejandro Lingeti y Juan Villegas y presentada hace unos años en el Festival de Berlín. Un universo poblado por Los Olímpicos de Boedo, para citar un poema que juega con un verso de W. B. Yeats. Personajes inolvidables como el Roli, Máximo Disfrute, el japonés Uzu (creador del Boedismo Zen) o el Tano Fuzzaro.
La poesía de Casas no es explícitamente social ni política, pero puede que allí esté la clave de su efectividad y contundencia, porque no reniega de esa dimensión. “Pienso que todos los poemas que hemos escrito son poemas políticos. (...) Los poemas políticos de Gelman no son quizá los que hablan sobre sus compañeros, o sobre los desaparecidos. Quizás una posición política para Gelman sea la de, en el medio de ese quilombo, ponerse a escribir poemas intimistas”, reflexiona el poeta cuyos versos son sin duda la incómoda voz de una generación huérfana, diezmada por la pasada dictadura, las drogas y una guerra absurda. Una voz que hasta cuando habla cosas tan anecdóticas como un narcótico jarabe para la tos que a escondidas consumía la pandilla en la infancia, siempre da un doloroso testimonio de todos aquellos “amigos borrados con el liquid paper / del Proceso, Las Malvinas y el sida”.