Ana, la gaviera
Ana empezó a hacerlo todo muy pronto, como si hubiera intuido desde el principio que sólo tenía 41 años para hacer las cosas. Conoció a Pedro cuando ambos eran casi adolescentes y tuvieron a Luna muy jóvenes, antes de terminar la carrera. Cuando la niña cumplió tres años, cruzaron España en el viejo expreso que llegaba al amanecer y pisaron Almería por primera vez un día que soplaba un fuerte viento de poniente. Quien haya estado allí sabe lo que quiero decir. Pero todas las incomodidades del viaje quedaron oscurecidas con la luz inverosímil que inundó todos los días la casa del Cabo de Gata donde pasaron aquel verano.
Regresaron a Alcalá de Henares y una mortecina tarde de invierno se sentaron en un banco con una desazón inexplicable. ¿Qué les pasaba? Les pasaba que querían mirar a lo lejos y no podían, que llevaban varios días echando de menos Almería y la amplitud de su horizonte, como si fueran gavieros en tierra. Debió de ser una premonición, porque dejaron la noble Alcalá de Henares y volvieron a cruzar España con la niña pequeña y el consiguiente disgusto familiar, para instalarse definitivamente en este sur, como le gustaba decir. Corrían los primeros años de la década de los 90.
Encontraron una ciudad en construcción, que pasaba de ser una de las zonas más deprimidas de España a figurar entre las más prósperas, pero cuyo desarrollo económico no iba acompañado de una estimulante vida cultural.
—Cómo me molesta cuando la gente dice eso —solía repetir Ana—. ¿Qué ciudad de 200.000 habitantes tiene una estimulante vida cultural? Y además, si vas a un sitio que no tiene vida cultural, deja de protestar y hazla tú.
Y eso fue lo que hizo Ana en Almería, nada menos: la vida cultural. No toda, pero sí una parte importante de ella. Es imposible hablar de Almería, de la trayectoria de la ciudad en los últimos veinte años, sin mencionar a esta pareja de prófugos que se estableció allí y que enseguida emuló a las plantas del lugar: con muy poca agua y en un clima adverso Ana y Pedro, Los Gavieros, hicieron florecer dos de las aventuras culturales más hermosas que se han visto por allí.
Una de ellas fue Salamandria, subtitulada la revista de este sur ,y concebida como un proyecto de vida corta (¿otra vez un presentimiento?), una serie de trece números cada uno con formato diferente y armado alrededor de un tema. Los ejemplares de esta revista son hoy piezas de coleccionista, obras de arte bibliográfico que manifiestan un gusto exquisito y un amor patológico por la tinta y el papel.
Pese a su belleza, Salamandria fue solo el preámbulo del proyecto vital de Ana, la editorial El Gaviero, que honraba con su nombre al gaviero Maqroll de Álvaro Mutis. Con muy pocos medios, haciendo al mismo tiempo de scout, de ejecutiva editorial, de editora de mesa, de diseñadora, de jefa de prensa, de comercial, de librera, de gestora de derechos y de community manager, Ana Santos consiguió con tesón, trabajo, buen gusto, criterio literario, con la ayuda de Pedro y con una permanente sonrisa en los labios que El Gaviero se convirtiera en una delicada y prestigiosa editorial de poesía y relato, en una referencia en el universo indie de los libros.
Ana era así con todo: delicada como una niñita, terca como una mula y entusiasta como una groupie enloquecida con las cosas que le gustaban. Todo lo que pasaba por ella, por sus manos, por tu trato, acababa contagiado por su energía. Y eso sucedió para bien y sucedió para mal.
Para bien: Ana consiguió, con la ayuda de Pedro, que la mortecina feria del libro de Almería se convirtiera en el LILEC, un vigoroso festival del libro y la lectura tan exitoso que los políticos locales tuvieron que cargárselo.
Y para mal: el bicho, como ella lo llamaba, que le detectaron hace unos años, también se desarrolló con entusiasmo dentro de su menudo cuerpo. Dentro de él había combustible para mover un batallón. Pero ni siquiera el cáncer y el brutal tratamiento al que se sometió lograron borrar de sus labios la perenne sonrisa con la que todos sus amigos la recordamos.
Ahora que por fin estás en la gavia, Ana, ¿qué ves?