Adelanto editorial

'El ángel caído', un fragmento de la esperada novela de Alana Portero

26 de abril de 2023 22:26 h

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Vi caer como ángeles terminales a una generación entera de muchachos. Adolescentes con la piel gris a los que les faltaban dientes, que olían a amoniaco y a orina. Flanqueaban con sus escorzos la salida del metro de San Blas en la calle Amposta y las praderitas del parque El Paraíso como cristos de Mantegna. Cubiertos de agujas como san Sebastián. Sentados o tendidos de cualquier manera. Moviéndose apenas, lentos y sincopados como muñecos rotos. Con la sonrisa elevada de los crucificados. Indefensos pero ya flotando en lugares donde nada podía tocarlos. Los vi brotar y hacerse cada vez más lentos hasta alcanzar la quietud final y descomponerse en el fango que se acumulaba en nuestro barrio con nombre de santo pero dejado de la mano de Dios.

La primera vez que me enamoré fue de uno de aquellos ángeles. Se precipitó desde la ventana de casa de sus padres, que quedaba encima de nuestro bajo de treinta y cinco metros cuadrados, con una jeringuilla clavada en el pie. Mi vecino Efrén apareció muerto en la calle, medio desnudo, delante de mi puerta. Yo aún no había cumplido los seis años, llevaba un parche en un ojo y tartamudeaba. Creo que fueron los lamentos de su madre los que alertaron a los habitantes del bloque de tres pisos sin portal, con escalera exterior, en el que vivíamos. Llegamos antes que la policía, que se tomaba su tiempo para hacer su trabajo cuando se trataba de San Blas. Para ellos, para toda autoridad, solo era otro yonqui muerto, el hijo de alguna obrera deslomada por fregar escaleras a la que, probablemente, su niño del alma ya le habría desvalijado varias veces la casa para meterse caballo.

El caso es que no recuerdo a Efrén vivo. Solo tengo la imagen que pude rescatar de entre las piernas de mi madre y mi vecina Lola, con el único ojo del que disponía, como si estuviese mirando por una cerradura. Las madres de mi barrio no abrazaban a sus hijos muertos como las vírgenes en las piedades renacentistas. Lo hacían volcadas sobre los cuerpos, a gritos, despeinadas, con los ojos hinchados y babeando. Cubriendo a sus criaturas como podían, arropándoles como bestias desesperadas, llamándoles hasta dejarse la voz en la acera, clavándoles las uñas en la carne, yéndose con ellos de alguna manera.

Esos «¡ay, hijo mío!», si los has escuchado alguna vez, no te abandonan nunca. Permanecen en el archivo sonoro de la memoria como campanadas fúnebres que te obligan a agitar la cabeza para exorcizarlas.

Efrén era guapísimo, y el vacío les sentaba bien a esos rasgos suaves de quien no ha llegado a ser un hombre. Una sobredosis le había llevado al lado frío. Llevaba poco tiempo enganchado y la heroína apenas había moldeado sus facciones, solo había intervenido en el color de su piel con la cualidad de la ceniza. Fue la primera vez que quise besar a alguien. Su cuerpo había quedado tendido delante de un jardín raquítico que había frente a nuestras casas, justo bajo uno de los arcos de entrada mal cubierto por flores medio secas y venas de hiedra que apenas daban para tapizar la tosca estructura de enrejado de alambre. Con todo, la muerte había escogido para Efrén un marco vegetal de cierta y sucia belleza art nouveau. Tenía la boca entreabierta y los labios carnosos, aún sin retraer, el pelo revuelto y los párpados a medio camino entre la vigilia y el sueño. Si a los cinco años una tiene la capacidad de enamorarse, la mía se derramó completa sobre aquel pobre desgraciado. Mi vida interior se desplegó sobre aquel fotograma de dolor y miseria imaginándome ligera y traslúcida encima de aquel cuerpo muerto, besándolo con la liviandad de las cosas que no existen, no para despertarlo de su letargo, no para ser correspondida, solo deseaba con toda mi alma besar algo tan hermoso e indefenso. Algo que parecía caído del cielo y dejado como exvoto en mi umbral. Algo que entre el ruido y la furia de madres babeantes y padres que se tapaban la boca para no dejar salir el llanto, entendí que me pertenecía.