‘Chelsea Girls’, las memorias de Eileen Myles son un viaje brutal por el lesbianismo, la poesía y el alcohol

Cristina Ros

11 de julio de 2024 22:56 h

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“Lo único que deseaba era estar borracha y enamorada. Si no estaba ni una cosa ni la otra, solo quería poder pagar el alquiler, los cigarrillos y el café, muy simple. Me encantaba la vida de poeta”. Quien habla es Eileen Myles (Cambridge, Massachussets, 1949), por aquel entonces una joven de clase obrera que tras terminar sus estudios se traslada a Nueva York para ser poeta. En plena efervescencia musical, se libera al sexo, las fiestas y las drogas mientras subsiste con empleos precarios. Lo cuenta en Chelsea Girls (1994), unas crónicas que se convirtieron en libro de culto en su país por su voz dura y desacomplejada, rebosante de humor pero sin eludir las sombras. Las Afueras la publica por primera vez en España con traducción de Flor Braier y el retrato de Robert Mapplethorpe de 1980 en la cubierta, como en la edición en inglés.

Chelsea Girls, que recoge artículos publicados en diferentes revistas, no es tanto un ejercicio de recordar desde la distancia como un testimonio más próximo al momento, un compendio de narraciones a modo de flashes que, desde la vivencia personal, dan cuenta de la escena underground de los años setenta y ochenta. Nombres de músicos y bandas de rock, bares, marcas de ropa; detalles que definen la identidad de las culturas urbanas: “Vaqueros Levis blancos. Pantalones anchos de pana en tonos metálicos. Botines a lo Beatle. Zapatos Oxford. […] Sin tu vestuario no eras nadie”, escribe Myles. Un ambiente compartido por gente como Patti Smith, que lo contó en Éramos unos niños (2010). Y, sí, en efecto: aquí también sale Patti Smith.

Una voz nueva para una generación nueva

En apariencia, puede parecer el enésimo drama de una wannabe poeta: mucha noche de desenfreno, locales destartalados y amistades pasajeras. Sin embargo, no se convirtió en un hito por casualidad: su fuerza reside el estilo bizarro y cáustico de Eileen Myles, que escribe como una mujer lesbiana que vive con naturalidad (e intensidad) sus correrías. Llamarla políticamente incorrecta sería un eufemismo: cruda, descarada, sin pelos en la lengua, con un humor corrosivo que va de la risa a la desesperación, se ríe de sí misma y de quien haga falta. A menudo se abusa del calificativo “brutal” para describir obras literarias, pero aquí se justifica: ella es bruta, y lo sabe, y le da igual; y lo que cuenta es de veras brutal, en el sentido de extremo, violento, impactante.

Logra sonar espontánea, fresca, con sus palabrotas, su sensación de inmediatez y su oído para lo coloquial, que capta las particularidades de cada personaje. Desdramatiza, tan pronto recuerda un episodio infantil como hace un apunte frívolo. Es un poco como si la tuviéramos delante y vomitara su monólogo, hablando de tú a tú, sin filtro. Este estilo no es accidental: poner algo por escrito implica una reflexión previa, una puesta en orden para producir un efecto determinado. No es casual, tampoco, que esa misma década triunfara Mary Karr (Groves, Texas, 1955), otra poeta, con sus memorias El club de los mentirosos (1995), que coinciden en narrar con humor negro y sin tapujos la dinámica de una familia disfuncional, con adicciones, abusos y fiebre literaria de por medio. Las dos renovaron el género con su estilo lenguaraz, crearon un precedente joven y disruptivo que conectó con sus coetáneos y las siguientes generaciones.

Un estilo, a propósito, nada fácil de traducir: párrafos largos, sin diálogo diferenciado, de frases cortas, vibrantes, incisivas como cuchillazos. Y qué cuchillazos: “Todos los hombres eran muy hombres, y nosotras éramos todas lesbianas, y emborracharse era el plan favorito de todo el mundo”, “Robar es un arte que sucede en una fracción de segundo y por eso me encanta. Es como ser comediante. Hay que sacarle provecho a cualquier situación”, “Estábamos felices y radiantes, pero se nos había acabado el tabaco” o “John me contrató porque soy lesbiana. Es extraño que te den trabajo por un atributo que ni sabes que tienes”. Imposible no adorarla.

La vulnerabilidad de la chica dura

No es solo el tono, de todos modos: entre confesiones desopilantes, descubrimos a una Eileen Myles herida por una familia marcada por el alcoholismo. Mudarse a Nueva York, rebelarse ante las convenciones, no es el capricho de una niña mimada, sino una huida, una búsqueda de sentido, un intento de reconstruirse lejos de lo que conoce. Son interesantes, más allá de la fractura emocional, sus reflexiones sobre cómo se hace a sí misma desde ahí: “Como vengo de una familia de alcohólicos, no reacciono demasiado a la violencia. Me aterra y me atrae a la vez. Nunca le he pegado a nadie, pero me encantaría matar a bastante gente”; o sobre su relación con la bebida: “No puedo [beber toda la cerveza]. Me convertiría en una alcohólica. Sería como combatir el fuego con más fuego. Es por eso por lo que nunca voy a dejar de beber del todo. Porque entonces sería una alcohólica. O una exalcohólica. Feo feo feo”.

La figura más relevante es el padre, ya fallecido: sus escándalos durante la cena, los esfuerzos de la madre, su hermano y ella en medio. Lo expresa con una nitidez dolorosa: “Mi padre más que un padre parecía un hermano mayor. Eso cuando se portaba bien. [...] En casa, algunas noches, era difícil saber si mi padre era bueno o malo”. Le genera esos sentimientos encontrados de quien ama y rechaza a la vez. Lo asocia con los héroes del cómic, tan populares en la época; guardan cierto parecido. Y, pese a todo, hubo momentos buenos, como las escapadas de padre e hija solos (“Durante un rato, el mundo tenía la forma de las ventanas del coche, y estaba muy bien.”, escribe en un momento dado).

A menudo se abusa del calificativo 'brutal' para describir obras literarias, pero aquí se justifica: ella es bruta, y lo sabe; y lo que cuenta lo es, en el sentido de extremo, violento e impactante

No todo es oscuro, no obstante: descubrimos a una mujer sensible, enamorada, con esa ternura encantadora que solo inspiran los brutos cuando abren su corazón (“Yo estaba detrás de cada uno de tus deseos”, dice ella). También a una poeta que, después de la fábrica o la oficina (en condiciones que le sonarán a más de uno: “Trabajábamos en [la editorial] Little Brown, con un sueldo pésimo pero con gran prestigio”), acude a fiestas de presentación de libros y, en 1982, vive su momento estelar como autora: “Allen Ginsberg me pidió que le firmara un ejemplar. […] Querido Allen, me alegra que me consideres una poeta”.

La violencia machista, ese mal enquistado

Aquellas décadas, además de las tensiones derivadas de la crisis del petróleo y la drogadicción, ocultaban un problema universal anquilosado: los abusos de los hombres. No, no bastaban la liberalización de las costumbres, el creciente número de mujeres independientes o la comprometida conciencia juvenil; la violencia machista, tan asimilada por la sociedad que no se ponía sobre la mesa, seguía ahí, siempre estuvo ahí. Algunas autoras comenzaron a alzar la voz, a utilizar las palabras como denuncia; por eso también triunfaron, porque muchas mujeres se reconocieron, porque por fin alguien contaba la realidad sin adornos. Mary Karr lo hizo con su infancia en Texas, los abusos en la universidad y la violación de su expareja; otra coetánea, Dorothy Allison (Greenville, Carolina del Sur, 1949), publicó Bastarda (1992), una novela autobiográfica sobre el abuso sexual durante su niñez, y estrenó la obra, luego convertida en libro, Dos o tres cosas que tengo claras (1995), un monólogo estremecedor sobre las mujeres de su alrededor y loa abusos que sufrieron.

La moderna Nueva York tampoco se libraba de ello: bajo la aparente frivolidad del alcohol y la música, se cruzaron muchos límites. Eileen Myles no fue una excepción: “La violación fue el primer tipo de sexo del que había oído hablar”, reconoce en sus memorias. Este libro contiene una de las narraciones más crudas de una violación que se han escrito jamás, con el añadido de que se aprovecharon cuando estaba ebria, con el aturdimiento consiguiente del día después; una situación que aún hoy genera controversia. Y fue en grupo, y en una habitación, y a manos de hombres con estudios, lo que derriba (de nuevo) los viejos mitos del lobo solitario o el delincuente marginal: “Estaba paralizada. Era doloroso. Me habían violado, ¿no? Aunque no supiera lo que hubiera pasado exactamente. Me sentía así. Un grupo de chicos guapos de barrio residencial, de dieciocho y diecinueve años, como yo, todos con sus coches propios, me habían destrozado por dos motivos: estaba borracha y no me conocían”, describe.

Y esto solo es un aperitivo. Chelsea Girls es un despliegue de honestidad e ingenio, de vigor y sensibilidad, unas memorias que trascienden el valor testimonial gracias a la voz única de Eileen Myles. Como una Holden Caufield de su tiempo, nos cuenta (se cuenta) su lesbianismo, su amor por su novia y por la poesía, sus cicatrices, sus miedos. Es la voz de una mujer hecha a sí misma, sin autocompasión. No pretende encajar, sino ser libre, en su obra y en su vida. O la amas o la odias, pero si la amas, la amarás mucho.