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Crueldad, adulterio e incesto, el “Byron enamorado” que perfila Edna O’Brien

Fragmento de la ilustración de la portada de 'Byron in love'

Cristina Ros

26 de mayo de 2024 21:38 h

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Hay escritores que no solo pasan a la posteridad por su obra, sino que se convierten en mito. Con George Gordon Byron (Londres, 1788 - Mesolongi, 1824), más conocido como Lord Byron, la fascinación por su persona ya se produjo en vida: tan atrayente como intimidante, desde muy joven alimentó un culto hacia sí mismo que le llevó a vivir con una intensidad que muchos envidian pero pocos ponen en práctica. Escribió, viajó, frecuentó los círculos más codiciados; por encima de todo, amó, dio rienda suelta a la pasión sin apiadarse de las víctimas que dejaba por el camino.

Entre las publicaciones con motivo del bicentenario de su muerte, destaca la biografía de Edna O’Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930): publicada en 2009 –la edición en castellano de Espasa llevaba años descatalogada–, que Cabaret Voltaire recupera con traducción de Amado Diéguez y una cubierta de Sara Morante. Mantiene el título en inglés, Byron in Love (Byron enamorado), que da pistas sobre su enfoque. La autora, que ya había escrito una biografía sobre James Joyce, habla del hechizo que provocan ciertas personalidades. Puede sorprender, en una narradora atenta a las desigualdades sociales, esta afinidad por alguien como Byron; pero no hay que olvidar el peso de este en la cultura inglesa, ni el hecho de que los personajes de O’Brien –y ella misma– conocen bien el sufrimiento por amor.

Desde hace tiempo, entre los novelistas que, además, investigan, se tiende a mezclar géneros, a escribir no ficción desde el 'yo', sin el rigor del ensayo académico. No es así con O’Brien, que firma una biografía a la vieja usanza: en orden cronológico, consultando fuentes secundarias y primarias –cartas, diarios, poemas, tanto de Byron como de sus allegados–, poniendo en contexto, analizando cómo la vida determina sus versos. Se 'borra' a sí misma; no juzga, expone, en un registro formal y contenido. En 300 páginas compone una aproximación bastante completa: el carácter extremo y dual, la malformación (era cojo de nacimiento), la familia, la educación, la bisexualidad, los viajes, el matrimonio, los amantes, la carrera literaria, la fama, el declive. Sobresale, en particular, su atención a las mujeres, a las que amó y torturó sin medida. A través de su relación con ellas, también se le conoce mejor a él.

La crueldad hacia Catherine

Catherine Gordon fue una joven bien situada que se echó a perder al enamorarse del hombre equivocado. John Byron el Loco, pese a su ascendencia –su hijo heredaría la distinción de lord por un tío–, era un tarambana asolado por las deudas, que lo llevaron a la cárcel y mermaron el nivel de vida familiar. No estuvo presente en el parto y murió cuando el niño era pequeño. Aunque apenas lo conoció, su hijo “siempre se enorgulleció de la nobleza de su linaje, olvidando añadir que muchos de sus antepasados fueron brutos, vagabundos, propensos a padecer episodios de locura y […] nunca se libraron de las consecuencias de sus dificultades económicas”.

Catherine lo crio sola, afligida por la muerte de su marido y por la naturaleza revoltosa que enseguida manifestó el niño. Engordó con los años, y, al parecer, no brillaba por su intelecto. Su hijo la despreciaba, al tiempo que crecía en él su obsesión por el físico (metrosexual avant la lettre, se sometía a dietas enfermizas para no engordar). Asumir el título nobiliario supuso algo más que un nuevo tratamiento: decidió que ni la malformación ni su origen lo frenarían. En el internado sufrió burlas, pero también derrochó carisma y vivió la iniciación homoerótica. Consciente de su atractivo y de su cultura (antes de los ocho años ya había leído a los clásicos y la Biblia), en cuanto tuvo edad suficiente puso tierra de por medio. En las cartas, trata a su madre como a una criada, le ordena cómo debe recibirlo. Solo se compadeció de ella a su muerte.

Primeros fuegos, romances de soltero y un amor incestuoso

Mary Ann Chaworth, hija de un vecino, se considera la primera mujer que le marcó. Byron pasó un verano en su casa, cuando ella era una joven casadera de 17 años y él un muchacho de 15; una diferencia entonces insalvable. Ella se dejó seducir, e incluso tras casarse, cuando él ya andaba por otros lechos, pensaba en él. Olvidarse de una en cuanto se encaprichaba de otra sería una constante, como le ocurrió ya en la veintena con Caroline Lamb, una mujer casada con quien mantuvo un romance ardoroso; ella siguió enviándole misivas incluso cuando él ya había contraído matrimonio. El perfil de sus amantes féminas era el de mujeres de alcurnia, instruidas –escribían cartas y diarios; algunas, como Caroline, hasta poesía– y casadas a temprana edad con hombres a los que a veces apenas conocían. Abocadas a una existencia insatisfactoria, la irrupción del poeta no solo las colmaba de placer, sino que les aportaba aventura.

Byron no terminó la universidad, se dedicó a la vida disipada y a los viajes por el Mediterráneo, espoleado por sus lecturas: para él, “Grecia era la cúpula del pensamiento y el palacio del alma”, y le inspiró poemas como Childe Harold y Don Juan. Se servía de la máscara del exotismo para abordar, disfrazadas, sus cuitas inglesas. Nunca se sintió en casa en Inglaterra, ni siquiera tras su primer libro (un éxito apabullante ya antes de publicarse, gracias a un discurso que hizo en el Parlamento). Le pesaban los castigos que la ley infligía a los homosexuales. En sus primeros cruceros, tuvo a un quinceañero como esclavo sexual y embelesó a un pachá que lo agasajó con honores. Buscó en la realidad la belleza, la libertad y la épica que había hallado en los libros.

“Era poeta, dios y demonio, atributos que atraían a cualquier mujer”, escribe O'Brien. En Londres se granjeó una corte de enamoradas pero, como ocurre cuando se tiene demasiado, se fijó en la “prohibida”: su medio hermana Augusta Leigh, otra casada infeliz con un marido siempre de viaje. Se enamoraron, y él admitió ser el padre de su hija Medora. La llama no se apagó tras el matrimonio, y su relación era un secreto a voces; incluso su esposa, temerosa de una deslealtad, intercambió cartas con Augusta. La historia continuó hasta que él se cansó de ella y, en su línea, partió.

El matrimonio y los amores de madurez

Byron se casó por guardar las apariencias. La (desdichada) elegida fue Annabella Milbanke, una “chica bien” cuya madre lo caló enseguida: “Me causó una pésima impresión que se hubiera presentado sin ningún regalo y sin una sortija de compromiso de diamantes, tal como dictaba la costumbre”. La llegada de los recién casados al hogar sería premonitoria: “Su llegada estuvo rodeada del suspense y la tensión de una novela gótica: una gran mansión, la nieve cayendo, criados con velas y antorchas que advierten la languidez y el susto de la novia y se fijan en que su esposo no la ayuda a bajar del carruaje”. La pareja era la comidilla de la sociedad, y no porque los envidiaran: él no se hizo a la vida doméstica, el matrimonio le parecía “la tumba del amor” y siguió derrochando, aprovechándose de su esposa, a la que maltrataba: “En un poema que escribió en esa época, Annabella dice que cuando escucha los pasos de su marido, que antes la llenaban de alegría, siente un miedo mortal”. Tampoco ejerció como padre para la hija de ambos, la pionera de la programación Ada Lovelace.

Su siguiente víctima fue Claire Clairmont, una joven humilde a la que dejó embarazada. Ella, ingenua y enamorada hasta la médula, le dio la tutela de la niña pensando que con él tendría un futuro mejor. No la volvió a ver: Byron, inmerso en sus viajes, la delegaba a sus subalternos y no cedía a las súplicas de la madre (“No me oscurezcas el mundo como si mi Allegra hubiera muerto”). La niña murió de tifus a los cinco años.

Se portó mejor con su última relación, Teresa Guiccioli, una condesa casada y culta –escribió unas memorias– con la que se instaló en Italia: “De Venecia todo le gustaba: la alegría umbrosa de las góndolas, el silencio, su belleza (inseparable de su decadencia) y el carnaval, las máscaras, los bailes y las putas”. Teresa tenía la experiencia que les había faltado a las jóvenes, y no solo eso: se separó de su marido por iniciativa propia, un hito en la época. Con independencia de su futuro con Byron, estaba harta de un esposo que solo la quería por sus bienes.

Las amigas

Hubo mujeres que lo estimaron como amigo, a secas. Mary Shelley, como su marido Percy, lo trató a lo largo de los años. O’Brien recuerda el célebre encuentro en Villa Diodati que dio lugar a Frankenstein (1818); para Byron, “un libro maravilloso y notable para una niña de diecisiete años”. El matrimonio medió a favor de Claire, no aprobaban la actitud de su amigo. La amistad, con todo, se deterioró, en parte por esas diferencias, en parte por el choque de egos entre los hombres, que compartían vocación. Byron no disimulaba su aspiración de erigirse en el mejor poeta vivo y escribió cartas difamando a su colega.

En la madurez, contó con Lady Blessington, “la primera mujer que escribió sobre él y lo vio sin su disfraz de héroe”. Lo conoció cuando él ya peinaba canas, y veía su vulnerabilidad en las relaciones y en los delirios de grandeza. En Rávena compartieron cenas y paseos a caballo, fue su confidente. Ella era consciente de que el libertinaje (“sífilis, gonorrea y asco de sí mismo”) lo encaminaba a la destrucción, pero la buena voluntad de los amigos no bastó para salvarlo: Byron murió en Grecia, tras dejar a Teresa, en un viaje en el que aún fantaseó con recuperar la gloria de la Grecia heroica, cuando no pertenecía al Imperio otomano. Antes de partir, soñó que moriría allí.

La crueldad que dispensó en vida le llegó como un peaje del destino tras su muerte: no se respetó su voluntad de no someterse a una autopsia y reposar en Grecia. Los médicos lo descuartizaron, se trasladó su cuerpo a Inglaterra y, en lo que O’Brien califica de “acto de vandalismo colectivo”, quemaron sus memorias. Pero no acabaron con él: “Enterraron a Byron siendo poeta y resucitó convertido en leyenda […] se reencarna en cada época como un icono de llama divina y defectos demasiado humanos”. La posteridad le estaba tan reservada como los salones de su tiempo; y es que para este hombre enamorado –de las mujeres, de los jóvenes, de la buena vida, del Mediterráneo y de la poesía, que le salía a chorro– “el verdadero tema era el amor”.

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