Más en eldiario.es
'Donbass', el conflicto en Ucrania visto con las lentes deformadas del humor negro
Eduard Limónov (Rusia, 1943) espera al sol en una terraza del parque del Retiro. No ha desaprovechado ni un solo rayo desde que llegó a España porque las diecinueve horas de oscuridad diarias del invierno en su país se le han hecho insoportables. Quizá sea el acto reflejo de quien pensó que iba a morir en una celda, la misma que vio nacer El libro de las aguas (Fulgencio Pimentel) en 2002 y que ahora le lleva de gira para divertirse a costa de los periodistas que asisten como moscas a su encuentro.
A veces la diversión es mutua y otras se torna en un ejercicio imposible de diálogo, que el escritor y político -bilingüe- insiste en que sea en ruso con la ayuda de una intérprete. Sus raquíticos brazos lucen un moreno tostado y dejan al descubierto un tatuaje que los primeros días se esforzaba por esconder: una granada de mano, en ruso limonka, como el título del diario fascista que fundó en 1991 y que le proporcionó su seudónimo.
Al fin y al cabo, la guerra es el pilar de sus memorias junto a las mujeres. Limónov se enroló en diversas contiendas de los Balcanes, siempre del lado de los serbios, a los 48 años. “Cada cosa tiene su tiempo, eso es todo. Hay uno para las tetas y los muslos de Maggie, reina de la cocaína, y otro para el fusil de asalto Kalashnikov”, escribe en El libro de las aguas.
Sexo y violencia. “Fusiles y semen”, en sus propias palabras. Una dualidad que se antoja arcaica para definir a un hombre cuya biografía no entiende de tabúes. Pero él tampoco la rechaza.
“No se trata de mi ideal de hombre, sino de que estaba encarcelado y el fiscal había pedido para mí 14 años de régimen especial. Como tenía 59 años, pensé que ya no saldría de la celda y empecé a recordar los episodios más vívidos e interesantes de mi vida: resultaron ser aquellos relacionados con guerras y con mujeres”, resume con la mirada perdida.
Ingresó en prisión después de que el Gobierno de Putin le acusase de terrorismo y de tráfico de armas. Pero ya estaba en el punto de mira desde que regresó a Rusia tras la disolución de la URSS y creó el Partido Nacional Bolchevique, que predicaba una ideología fascista y comunista -de hecho, su emblema era la hoz y el martillo sobre el fondo de la cruz gamada de los nazis- y fue prohibido en 2007 contando con más de 70.000 militantes entre sus filas.
“En Europa soy como una atracción de feria. Me vienen a ver como si fuera una rareza y no se sorprenden con nada de lo que digo. Soy una diversión sin más y en el fondo no me toman en serio, pero soy un profeta”, dice quien se jacta de haber presagiado las guerras balcánicas en un poema dedicado a Sarajevo. “Me da igual lo que opinen de mí aquí. Soy como aquellos profetas de la Antigüedad a los que nadie escuchaba, y tengo la obligación de decir lo que pienso”.
El autor contesta desapasionadamente y sin quitarle el ojo de encima a un acordeonista que le sonríe desconociendo su verdadera identidad. Esa era la reacción mayoritaria al escuchar el nombre de Limónov hasta que apareció la novela homónima de Emmanuel Carrère en 2012. El francés tuvo que prometer en la contraportada que su personaje era real y que él mismo lo había conocido.
Gracias a aquella galardonada novela, la existencia del ruso se convirtió en el centro del debate literario en todo el mundo. Pero ¿por qué dejar que le narren pudiendo hacerlo él mismo? “Tienes a la vista, lector, un libro de memorias original”, advierte en el prólogo sin escatimar en comparaciones. “El resultado es una mezcla entre el Diario de Bolivia del Che Guevara y las Memorias de Casanova”, asegura sin pizca de humildad.
De hecho, no le hace especial ilusión que le mencionen a su biógrafo francés: “Del libro de Carrère reconozco el apellido. Sí, es el mío. Para él fui solo un personaje, pero yo también soy escritor y, por cierto, bastante mejor que él”, zanja con rotundidad.
Pero, de pronto, interrumpe a la traductora para añadir que le está “muy agradecido”. Ni al mayor pecador le gusta pasar por ingrato, e incluso él sabe que está tomando el sol en el Retiro debido a aquel best-seller. Pero en algo sí que tiene razón: su texto es bastante mejor que el de Carrère.
El libro de las aguas se divide sin seguir un orden cronológico según los mares, termas, ríos y fuentes que han marcado su existir. Desde el lujoso Mediterráneo que baña Niza hasta la sucia playa de Ostia donde asesinaron a Pasolini. Del Mar Negro al Mar Blanco y de vuelta al Negro, que le demostró que “la naturaleza es capaz de poner firme a cualquiera”.
Desde la fuente de los Jardines de Luxemburgo en París, donde gozó del mayor reconocimiento literario, hasta la fuente de la Quinta Avenida, que bañó sus pies mugrientos mientras era vagabundo en la ciudad de Nueva York. Del Danubio al Hudson al Tíber y al Volga.
Eduard Limónov eligió el agua como elemento en la prisión militar para enemigos del Estado de Moscú precisamente por esas ansias de libertad que solo se sienten entre rejas. Y, aunque no se atisba en su libro ni un ápice de rencor, al salir de la cárcel se convirtió en un férreo opositor a Putin. Sin embargo, desde hace 20 años su opinión sobre el presidente ruso se ha suavizado debido a su radicalización.
“No he desarrollado rencor hacia otras personas porque mi propia biografía me importa muy poco. Para mí lo importante son mis creencias políticas. El rencor es un sentimiento filisteo”, explica el autor. Un adjetivo que usará a menudo a lo largo de la charla y que representa muy bien ese sentimiento de superioridad de quien se sabe más vividor que la media. Putin es filisteo, Europa es filistea y los lectores que no entienden su humor, sus contradicciones y sus vivencias son también filisteos.
“La gente aquí prefiere no pensar en lo desagradable, quiere pensar en que el progreso continuará sin conflictos, pero hay que darse cuenta de que 7.000 millones de personas en el mundo es demasiado. Tenemos una sobrepoblación muy grande y vamos a tener que solucionarlo de alguna forma”, dice sin animarse a pronunciar sus propuestas.
Una vez llegó a decir que no descartaba las “deportaciones masivas de Europa”, pero evade la pregunta citando al filósofo ruso Lev Gumilev y a sus “estados quiméricos”. Es decir, una “simbiosis utópica con la población del país anfitrión” debido a la “limitada capacidad de adaptación de los recién llegados”. Su explicación se basa simplemente en que “son civilizaciones muy contradictorias, casi opuestas”.
Aunque afirma que El libro del agua tiene aspiraciones pacíficas y que Europa hace bien evitando las guerras, a diferencia del carácter guerrillero de su país “porque los rusos son más masculinos en ese aspecto y más retrógrados”, sí que atisba una guerra de sexos. Pero, al parecer, tampoco tiene muchas ganas de incidir en el tema.
En el epílogo afirma que estuvo a punto de escribir un libro titulado A la caza de la puta joven, un plan que desechó al conocer a una de sus últimas amantes, Nastia Lysogor, militante del PNB. “Las mujeres difíciles nunca me han dado miedo, las escogía adrede”, cuenta al final de las memorias. Pero ninguna de esas relaciones le sirvió para simpatizar con la causa feminista, la cual considera que ha desatado “demasiado remordimiento”.
“No soy simpatizante de las mujeres por la simple razón de que no soy una de ellas. Es imposible que lo sea. Eso me importa muy poco, lo que me preocupa es que existe una guerra en Donbass y tenemos a gente que se arriesga y que muere”, concluye dando a entender que no pretende regresar a sus polémicas declaraciones sobre la igualdad.
Lo bueno de escribir en la cárcel es que Eduard Limónov no censuró ninguno de los episodios de su vida que a viva voz niega o desdeña. Ya sea a través de sus relaciones sexuales con un trabajador negro del Bronx o de la enfermiza pasión que sentía cada vez que empuñaba una ametralladora -y que retrató el cineasta Pawel Pawlikowski para un documental de la BBC-, Limónov es más él sobre el papel que en carne y hueso. Y, por muy desesperante que resulte, esta no es más que una de sus muchas adictivas contradicciones.
'Donbass', el conflicto en Ucrania visto con las lentes deformadas del humor negro