Hace tiempo que en cada entrevista de Quentin Tarantino (Knoxville, 1963) surge el tema de la jubilación. El director de Pulp Fiction quiere retirarse en su décima película, con lo que solo quedaría una más tras Érase una vez en Hollywood, y eso conduce a una presión autoimpuesta ante su siguiente proyecto. El que debería concluir su carrera por todo lo alto, poner punto y final a la trayectoria de un cineasta imprescindible en las últimas tres décadas. Tarantino sabe perfectamente que lo eso significa, y por eso parece darle angustia llegar a desmerecer su propio legado.
El cineasta es consciente de que tiene una imagen que mantener. Porque solo piensa en esos términos: no hay nada tan complejo que no pueda ser sintetizado con una imagen que resuene por sí misma, que canalice discursos desde la espectacularidad. Por eso llama tanto la atención su idea de pasarse a la literatura —asegura que cuando se retire del cine se dedicará íntegramente a ella—, y que la primera de sus expresiones haya sido una novela-expansión de Érase una vez en Hollywood (Reservoir Books). Érase una vez en Hollywood, película, no es solo esa proverbial carta de amor al cine. También es la asunción definitiva de un pensamiento fuertemente dependiente de lo visual, de la construcción cultural de la mirada.
¿Qué sentido tiene traducir en páginas algo así? Una imagen vale más que mil palabras, al fin y al cabo. Y la novela de Érase una vez en Hollywood trabaja con esa certeza.
Dejen al cine en paz
Érase una vez en Hollywood es una película complejísima. La más sofisticada que ha hecho nunca Tarantino, la más capacitada para seguir generando interpretaciones a varios años de su estreno. Puede, sin embargo, que la clave principal para empezar a descifrarla se encuentre en una imagen concreta. O en el enfrentamiento de dos imágenes, mejor dicho: el actor Rick Dalton (Leonardo DiCaprio) quemando nazis con su lanzallamas dentro de una de sus películas, contrapuesto al propio Dalton, en la piscina de su casa, utilizando este mismo lanzallamas para rematar a una joven a la que llama insistentemente “hippie”.
¿Son los hippies los nuevos nazis? La novela no indaga en ello fuera de lo visto en la película; esto es, fuera de la costumbre de Dalton de apodar así a los miembros de la familia Manson, quienes dentro de nuestra realidad asesinaron a Sharon Tate y otras tres personas la noche del 8 de agosto de 1969. En esta realidad el movimiento hippie fue asociado a estos crímenes pese a que Manson y los suyos solo podían ser vinculados al mismo a efectos cosméticos. Guiada por la megalomanía de su líder, la familia Manson era un ente ajeno a los impulsores del Verano del Amor y aún así, culturalmente, quedó asociada a ellos para siempre. Érase una vez en Hollywood comparte esta apreciación, y lo hace porque el pensamiento de Tarantino discurre exclusivamente por cauces pop.
Lo que no quiere decir que sea inocente. Lo pop, para el cineasta, es político y asigna culpas. Se intuye desde el papel de los nazis en su filmografía: es un enemigo tan monolítico y exagerado como lo pudo haber descrito la saga de Indiana Jones, pero al que Tarantino responsabiliza de lo que, según su visión de las cosas, es el peor crimen posible: convertir el cine en una herramienta propagandística. Los nazis no son ajusticiados en Malditos bastardos por ser unos genocidas, sino por convertir una sala de cine en un auditorio que celebre las bondades de su régimen. A Tarantino le da más asco Goebbels que Hitler, por decirlo así.
Esto nos lleva a Érase una vez en Hollywood. Estos hippies falsos, en su mayoría mujeres, que intentan darle una coartada política a sus actos y atentan contra esa meca del cine que el director adora. Primero, adueñándose del rancho Spahn, dedicado antaño al rodaje de westerns, y luego plantándose frente a Cielo Drive justificando sus intenciones homicidas con una cínica justicia poética: van a matar a quienes les enseñaron a matar a través de un cine lleno de violencia gratuita. Nada le enfurece más a Tarantino que el hecho de que critiquen la abundancia de violencia en su cine, y la sangrienta muerte que sufren los asaltantes minutos después —con lanzallamas incorporado— es su venganza definitiva.
Eso es sobre todo Érase una vez en Hollywood, una venganza. También una película furiosamente reaccionaria, que sanciona un presente donde estos hippies falsos han dado paso a subjetividades algo más diversas, pero que igualmente suscriben estos crímenes contra el Séptimo Arte. De estos activistas antiviolencia hemos pasado a un feminismo robustecido por el #MeToo, que precisamente se cargó al productor sin el cual Tarantino nunca habría tenido una carrera, Harvey Weinstein. Aniquilando a aquellos disidentes primigenios, corrigiendo la historia, Tarantino evita mutaciones sucesivas: 1969 queda congelado en el tiempo y Hollywood puede seguir siendo una máquina de sueños donde cualquier cosa puede ocurrir —desde que perdedores como Rick Dalton reciban una segunda oportunidad hasta que Sharon Tate permanezca con vida, y quizá como consecuencia su marido Roman Polanski nunca tenga problemas judiciales—, para que el cine conserve su pureza. Y el cine gane.
Son los mimbres con los que trabaja la novela de Érase una vez en Hollywood. Mimbres de alto nivel iconográfico, imposibles de ser expresados mediante la literatura. ¿Cómo se puede transmitir con palabras la pura magia cinematográfica de Sharon Tate (Margot Robbie) contemplándose a sí misma en la gran pantalla mientras se proyecta La mansión de los siete placeres? La respuesta es que no se puede. Lo único que cabe hacer, si acaso, es inyectarle retórica al asunto. Blindar significantes. Establecer una retroalimentación para que el mensaje de la película Érase una vez en Hollywood resuene con más fuerza.
Si la película de 'Érase una vez en Hollywood' era una carta de amor al cine, su novela puede pasar por un catálogo de maneras 'correctas' de amarlo
Los guardianes de la historia
El personaje fundamental de Érase una vez en Hollywood, tanto película como novela, es Cliff Booth. Interpretado por Brad Pitt, aúna en su seno todas las posibilidades metafóricas de ser un doble de acción: hace todo lo que Rick Dalton no puede hacer —muy relacionado, por cierto, con la creación de Tyler Durden en El club de la lucha, también encarnado por Pitt— y no recibe crédito alguno por ello. No es que lo necesite. Booth es una presencia por encima del bien y del mal en Érase una vez en Hollywood, un espectro en posesión de la verdad absoluta que modifica la realidad primero acudiendo al rancho Spahn, y después reduciendo a los asaltantes de Cielo Drive lo justo para que Dalton se lleve el mérito luego.
Una de las mayores preocupaciones de la novela es darle background a Booth. Lo que no hay que confundir con un intento de humanizarlo: simplemente Tarantino refuerza su carácter repositorio de la ideología del film. Por un lado, la condición provocadora del mismo —consagrada a declamar que cinco décadas de progreso histórico han sido un error— se explicita con la confirmación de que mató a su mujer junto a un amplio caudal de comentarios misóginos y la revelación de más crímenes. Es un personaje aterrador, fascinante, cuya aura mítica es refrendada dentro del libro con, vaya, una cinefilia exquisita. Así es, Cliff Booth es un cinéfilo de tomo y lomo. Está lleno de opiniones. En cierto pasaje de la novela llega a hacer un ránking de las mejores películas de Akira Kurosawa.
La primera novela de Tarantino es un ejercicio de autoindulgencia absoluta que muy posiblemente echará para atrás a muchos lectores
Pero no es solo que Booth sea un cinéfilo, y que evidentemente comparta muchas de las preferencias del autor: es que es un cinéfilo de verdad. Es decir, alguien que vive la cinefilia según como Tarantino cree que hay que vivirla: sin prejuicios, sin distinciones entre territorios ni alta y baja cultura. También en este sentido refuta los defectos de su amigo Rick Dalton: el actor es alérgico al cine extranjero, desprecia el spaghetti western y se niega a considerar que las novelas del Oeste sean una forma legítima de cultura, por mucho que le encanten y le emocionen de una forma íntima. Cliff Booth no tiene esos prejuicios: es un omnívoro cultural, un alma libre, que se yergue con franca superioridad sobre cualquiera de los enemigos del cine que aparecen en las páginas de la novela. Sean los hippies, sea Charles Manson o sea… bueno, Bruce Lee, a quien Tarantino compara sin tapujos con Manson por considerar que él no amaba realmente Hollywood, solo quería ingresar en su star system.
Si la película de Érase una vez en Hollywood era una carta de amor al cine, su novela puede pasar por un catálogo de maneras correctas de amarlo. La conducta de Booth encapsula unas cuantas, pero la visión que acaba imperando es la del propio autor: ese narrador omnisciente de enorme erudición que dedica páginas y más páginas a contar anécdotas de la época e incluso resumir biografías de actores reales, como ocurre con Jim Stacy o Aldo Ray. Es un ejercicio de autoindulgencia absoluta que muy posiblemente echará para atrás a muchos lectores, pero cimentado por un entusiasmo desbordante y unos diálogos irresistibles marca de la casa, omnipresentes por lo demás en una narración tan dada a los paréntesis y las fugas como la propia película.
La novela, efectivamente, es un complemento a lo que vimos en cines y carece totalmente de sentido autónomo: su objetivo es profundizar en varios de sus detalles clave, que en ocasiones pueden llegar a matizar el aliento inherentemente conservador de la propuesta. Resulta muy agradable en ese sentido que se le preste tanta atención extra a la relación de Dalton con la jovencísima actriz Trudi Frazer (Julie Butters), por como esta simboliza una reconciliación intergeneracional: la juventud y las identidades diversas no son algo malo de por sí, solo han de amar el medio con la pureza suficiente, sin permitir que nociones extracinematográficas contaminen su visión. Trudi y Dalton pueden comunicarse más allá de sus particularidades porque saben que tienen mucha suerte; una de las últimas frases del libro es “Guau, Rick, ¿a que tenemos un trabajo genial?”.
Y eso es todo. La decisión más inteligente que toma Tarantino como novelista, por último, es pasar por encima de los elementos de la película que solo tendrían pleno sentido en la pantalla grande: Dalton apareciendo en La gran evasión, Dalton haciendo su gran interpretación en el piloto de Lancer… y Cliff Booth salvando el destino de Sharon Tate y Hollywood. Todas estas escenas son omitidas o descritas de forma superficial en la novela de Érase una vez en Hollywood, porque Tarantino sabe que pertenecen al cine. Solo en el cine son posibles. Solo en el cine podemos soñar.