El escritor Vincenzo Latronico no exagera cuando dice que su nueva novela Las perfecciones es un homenaje a Las cosas de Georges Perec. Su reconocimiento es tan intencionado que ambas obras empiezan de la misma manera: con una descripción detallada de un piso en el que más tarde se sabrá que vive una pareja joven. El del autor francés está en el París de los años 60 y el del italiano, en el Berlín de los 2000 y cada uno tiene sus propias características, pero ambos recorridos por las casas se leen como si se tratase de un catálogo de una tienda de muebles o un artículo meticuloso de una revista de decoración. Los dos libros han recibido reconocimientos oficiales: el de Perec ganó el premio Renaudot; el de Latronico, el premio Mondello y además es uno de los doce candidatos al premio Strega, el más importante en Italia, que se concede el próximo mes de julio. Mientras el jurado delibera, los lectores en castellano pueden formar su propia opinión gracias a la traducción de Carmen García-Beamud que acaba de publicar Anagrama.
Si los protagonistas de Perec se enfrentan a los cambios que supone la explosión del consumismo en Europa en aquella época de revoluciones sociales, los de Latronico tienen que lidiar con el impacto que internet ha tenido en la vida de su generación, la milenial. “Es un tema que vivimos desde que nos levantamos por la mañana, estamos aquí pero de algún modo estamos en contacto con otro lugar. Vivimos inmersos en un flujo de imágenes e ideas constante que determina de manera directa la imagen que tenemos de nosotros mismos”, explica el autor italiano a elDiario.es. Esos nacidos en una era preinternet que crecieron casi como nativos digitales sin serlo del todo ahora lidian con las consecuencias de esa transformación social. “Los que tenemos alrededor de 40 años vivimos esa mezcla que te deja desconcertado. Tenemos una nostalgia de una autenticidad que no sabemos qué es, no podemos señalarla”, dice el escritor.
En la novela de Perec encontró las herramientas narrativas para desarrollar esa historia protagonizada por una pareja millennial en la que la vida digital y la física conviven. Quería conseguir que no fuese aséptica como suelen ser las obras en las que internet está muy presente, según su apreciación. “Es lo que le pasó a Jonathan Franzen, por ejemplo. Con Libertad consiguió una obra maestra, pero cuando en su siguiente novela, Purity, pasó a hablar de internet solo consiguió ser excelente técnicamente porque por lo demás es una novela muy fría”, sostiene. “Cuando se habla de estos temas no hay una narrativa, no son tramas que pasen en un espacio. Y yo no quería hacer un ensayo sobre internet sino contar una transformación interior”, dice.
Experiencias gentrificadas
Los protagonistas de Las perfecciones son Anna y Tom, una pareja de creativos —ese término que engloba profesiones como diseñador gráfico o desarrollador web— que se mudan de su Italia natal a Berlín al terminar sus estudios. Llegaron cuando los alquileres aún eran baratos, aún se hacían colegas a través de los grupos de Facebook, el arte contemporáneo propiciaba actos sociales continuos y las fiestas en naves duraban hasta el amanecer. La gentrificación aún no se había adueñado de todo y el imaginario de libertad y creatividad aún no era un recuerdo. Consiguieron vivir esa experiencia que aún hoy mucha gente va a buscar pero que no encuentra porque, pese a sus peculiaridades, esa urbe podría ser Barcelona, Lisboa o cualquier gran ciudad europea.
“Acabaremos viviendo en sitios idénticos”, comenta. “Recuerdo que cuando leí Conversaciones entre amigos de Sally Rooney, al principio me pareció bastante generalizada y global. Parecía que podría haber hecho un corta pega de Dublín a Barcelona y la novela habría funcionado perfectamente bien –dice–, pero después vi que no, que ella estaba hablando precisamente de esa experiencia de ciudad en la que solo te encuentras panaderías de masa madre y tiendas de vino natural. No sabes si estás en Oslo o en Turín y es triste”.
Anna y Tom son un conglomerado de personas en realidad. En gran parte, sus personalidades están conformadas por las vivencias del propio escritor y también por las de sus amigos y conocidos. “Hay personas que se han visto reconocidas porque directamente he expropiado según qué imágenes. Pero tampoco se lo han tomado a mal porque se han visto reflejados”, cuenta. Esta característica de la pareja (ser la mínima expresión de un colectivo) explica la decisión del autor de no utilizar diálogos en toda la novela.
Su experiencia también ha motivado el tipo de relación de Anna y Tom, que llevan siendo novios desde la universidad sin que hayan intervenido terceras personas. Una monogamia que es anómala en un entorno de relaciones líquidas en el que conceptos como el poliamor son objeto de análisis y debate constante. “Yo solo he vivido relaciones monógamas, fuese con hombres o con mujeres”, declara. Además, ha sido una forma de no desviar el foco de atención de la experiencia colectiva, que no es romántica. “En los cuentos, relatos o novelas, el amor y los homicidios son como un virus que lo contagia todo. En el momento en que das más peso a lo sentimental, el libro se convierte en una historia de amor y el homicidio la convierte en un thriller”, aclara.
La etiqueta ‘generacional’
En una generación pueden caber muchas realidades y etiquetar una obra cultural de ‘generacional’ suele desatar controversia. De hecho, Latronico rechaza un poco la palabra pero es imposible no detectar en su libro la descripción de dos estilos de vida generalizados entre los milenials que han tenido el privilegio de poder elegir. Por un lado, está el grupo que ha optado por tener una vida más convencional desde el punto de vista de sus padres y, después de estudiar, se han quedado en su lugar de origen para encontrar un trabajo seguro y formar una familia. Y por otro, está el colectivo que emigró a otros países en busca de una vida más libre, más emocionante y arriesgada según su óptica.
Ambas decisiones llevan implícitas una renuncia: a la estabilidad o a la aventura. “Cuando se escoge a los 24 años no se sabe qué se está dejando de lado”, dice el escritor. “Además, los elementos tradicionales para llegar a la edad adulta son cada vez más difíciles de conseguir en los dos casos”, comenta haciendo referencia a los obstáculos para acceder a un hogar o a un trabajo fijo que permita formar una familia. “Esto nos hace sentir un poco perdidos porque tenemos 40 años y no encajamos con el concepto que tenemos de cómo es un adulto pero tampoco somos unos chavales ¿qué somos?”, se pregunta.
Esa confusión hace que Anna y Tom busquen salidas para alargar una juventud que se les acaba. Berlín ha dejado de parecerles tan emocionante, sus conocidos han comenzado a marcharse en busca de otros futuros y quienes han llegado a ocupar su lugar ya no son europeos bohemios sino estadounidenses emprendedores de start ups que se consideran nómadas digitales. Son los más mayores de las fiestas y ya no reconocen partes de la que fue su ciudad. La incomodidad les lleva a buscar otro lugar en el que vivir aprovechando las posibilidades que les ofrece su trabajo que, al final, es el factor que determina sus vidas en el presente y que lo hará en el futuro.
“No tienen nada más. Ahí está también el error de perspectiva, porque ellos creen encontrar la solidez que les falta en ese trabajo en lugar de buscarla en otro lugar y entran en una espiral de la que no pueden salir”, reflexiona Latronico. “Quizá todos vivimos con esa ilusión de la realización a través del trabajo pero ese es un engaño que nos colaron los americanos”, sentencia. Él mismo se ha visto en esa situación. Aunque ahora siente que ha tenido mucha suerte por el éxito del libro –“Estoy viviendo un sueño”, dice– durante diez años trabajó como traductor diciéndose a sí mismo que esa era su pasión, lo que justificaba la precariedad de un trabajo solitario, mal pagado y sin garantías de futuro. “Yo trabajaba los fines de semana y no tendré jubilación, pero ahí seguía convencido de que la traducción era mi vocación. Y eso es una mierda”, concluye.