La especulación inmobiliaria entendida como una de las bellas artes

En la sala de lectura de la biblioteca que frecuento, la gente se coloca en las mesas siguiendo un patrón regular. Primero se ocupan los puestos más cercanos a las paredes y sólo al final, si no queda más remedio, los lectores se sientan en las mesas del centro de la sala. La razón es un lucernario infernal que en cuestión de minutos te deja al borde de la fotofobia y chorreando sudor. Es un fenómeno habitual en numerosas edificaciones recientes, aparentemente inspiradas en un catálogo de peceras. A veces tengo la impresión de que alguien se ha hecho el lío con los planos y se ha dedicado a construir edificios pensados para Finlandia en lugares con trescientos días de sol al año.

Mi ejemplo favorito es un monstruo de cristal sin ventanas y orientado al sur frente al puerto de Málaga. Los trabajadores que lo ocupan tapan con papeles, pósters, planos y telas las cristaleras de sus oficinas para intentar resguardarse de la luz del sol. Sería un edificio más si no fuera porque se trata de la gerencia de urbanismo de la ciudad. Así que, en cierto sentido, es una escultura a la burbuja inmobiliaria en el epicentro del terremoto especulativo español.

O no en cierto sentido, sino en un sentido muy literal. Los arquitectos han hecho un esfuerzo titánico por acercar sus obras al mundo del arte. Los discursos arquitectónicos modernos siempre se caracterizaron por un alto octanaje especulativo. Arquitectos legendarios, como Le Corbusier, lustraron teóricamente sus ideas sobre el entorno construido explorando las simas más oscuras de la pomposidad oracular. Con el paso del tiempo, esa abstracción se estilizó y ganó respetabilidad académica.

Seguramente, su punto culminante fue la colaboración entre Peter Eisenman y Jacques Derridá que, además, representó un giro estetizante en la ideología arquitectónica. Como escribía Luis Arenas en Fantasmas de la vida moderna (Trotta, 2011), “Eisenman entiende la arquitectura bajo el modelo en que las vanguardias literarias, pictóricas o musicales pensaron la obra de arte: como un objeto que, por su radical novedad, instaura desde dentro de sí las claves desde las que evaluar su sentido, así como los códigos adecuados para su interpretación.

Las celebrities del Autocad

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La búsqueda de legitimidad conceptual por parte de los arquitectos se ha desplazado a los terrenos de la teoría del arte. De este cambio habla El complejo arte-arquitectura (Turner, 2013), de Hal Foster. La crítica de Foster es mesurada, equilibrada y, por eso mismo, devastadora.

Su estrategia consiste en tomarse en serio –demasiado en serio– las aspiraciones artísticas de Renzo Piano, Zaha Hadid y el resto de celebrities del Autocad: “Casi todos los proyectos de Norman Foster se publican con uno o dos bocetos hechos a mano por él, que supuestamente constituyen la visión original de cada plano. Es un giro curioso que, en tanto que muchos artistas ya no recurren a la naturaleza inspirada del dibujo, muchos arquitectos insistan en hacerlo. Han aprovechado la vieja leyenda del artista como visionario creador de imágenes, un mito compensatorio que continúa circulando con gran vigencia, pese a su persistente desmitificación”.

Los arquitectos más conocidos han desarrollado un cosmopolitismo banal dirigido específicamente a crear imágenes de lo local aptas para su circulación global. Uno de los principales argumentos que Esperanza Aguirre y sus sicarios esgrimieron para justificar los cuatro tótems de autor erigidos en Madrid a mayor gloria de Florentino Pérez fue que proporcionarían a la ciudad un skyline reconocible internacionalmente. De las pocas cosas buenas que puedo decir de la arquitectura reciente es que me ha reconciliado con el arte contemporáneo. Cualquier consideración cínica sobre el “gotelé millonario” de Miquel Barceló en Ginebra o la calavera de platino incrustado en diamantes de Damien Hirst palidece ante las obras faraónicas del star system arquitectónico.

Hal Foster señala que muchas de las falsas promesas de la arquitectura global se basaron en discursos poco sofisticados, como la analogía entre transparencia arquitectónica y transparencia política que se empleó para explicar la cúpula del nuevo Reichstag alemán. Sin embargo, fueron muy eficaces. Crearon una especulación de rostro humano, supuestamente preocupada por valores cívicos y dotada de su propio léxico buenrrollista acerca de la participación.

En España, la ideología arquitectónica desempeñó un papel esencial en la legitimación de la burbuja inmobiliaria, con la destacada complicidad de los teóricos de las ciudades creativas. Nos ayudó a imaginar que un modelo económico suicida, heredado del franquismo y perpetuado por sucesivos Gobiernos del PSOE y el PP, era un viaje de ida a la prosperidad postindustrial. Toneladas de acero cromado y hormigón pulido proporcionaron un atrezo chic a la usura hipotecaria generalizada. La destrucción del tejido industrial y los obscenos beneficios de las élites extractivas parecían un modesto precio a pagar por un futuro high-tech que se desarrollaría en escenarios diáfanos sacados de algún número de la revista A+U.