“Hercules Poirot es pomposo, tedioso y un egocéntrico detestable”. La reina del crimen describió así a su criatura belga dos décadas después de comenzar con la leyenda en El misterioso caso de Styles. A golpe de tinta y pluma, Agatha Christie dibujó un infarto en noviembre de 1975 y puso fin a la vida literaria del más brillante de sus protagonistas en Telón. El broche de la saga fue uno de los primeros libros que salieron del imaginario de la escritora británica, pese a que el borrador fue rescatado de una cámara acorazada en su retirada oficial y preludio de su muerte.
Si esta historia fuese congruente, la despedida del dúo más famoso de la novela negra se habría firmado hace cuarenta años. Pero también, si los descendientes de Christie fuesen unos caza-royalties, jamás habríamos asistido al renacimiento de Hercules Poirot.
Con el olfato de los que persiguen best-sellers, el representante de Sophie Hannah la propuso frente a los peces gordos de la firma Harper Collins para ser la perfecta heredera. La cúpula editorial británica apostó por el colapso de la creatividad con el beneplácito del nieto de Agatha Christie -albacea de su legado- y dio luz verde a un nuevo misterio encabezado por Poirot. La joven escritora ya se había presentado en sociedad bordeando los márgenes del género negro e inclinando su escritura hacia la psicología. Es por eso que nadie se opuso a que Hannah fuese la sucesora natural de una de las personalidades más imponentes de la historia de las letras.
La obra anterior de Hannah no se adapta al contexto del siglo de oro del misterio, pero su devoción por la artífice de La Ratonera ha funcionado como caldo de cultivo para la aleación de dos estilos solventes sobre el papel. “La idea de Sophie para la trama era tan adictiva y su pasión por el trabajo de mi abuela fue tan fuerte que tuvimos la certeza de que había llegado el momento de escribir una nueva novela”, declaró Mathew Prichard, nieto de Agatha Christie, sobre Los crímenes del monograma, que llega ahora a nuestras librerías de la mano de Espasa.
La exhumación de Poirot
No todos los días tu ejercicio literario es calificado como fenómeno mundial y traducido a más de 30 idiomas. Pero no podemos atribuirle a Sophie Hannah la gran expectación cuando ha rebañado el prestigio de una creación ajena. “La gente suele pensar mucho en la novela negra como espejo de lo social, lo económico y lo político, y aunque estoy de acuerdo en eso, me interesa más el interior de las personas” dijo la escritora en la BCNegra mientras presentaba su novela La cuna vacía.
Poco o nada tiene que ver esa escritura casi freudiana sobre infanticidios y dramas médicos con las corruptelas de la alta sociedad de los años 20 y los ajustes de cuentas en ostentosos hoteles y trenes de primera clase. Pero reconoceremos que Hannah se ha calzado bien el disfraz de conspiradora de principios de siglo y ha conseguido el ritmo y tono de su álter ego en Los crímenes del monograma.
A grandes rasgos, la trama bien podría ser una de las 33 que inspiraron a Agatha Christie en el Londres más elitista. Nuestro simétrico y obsesivo expolicía belga se ve envuelto en un triple crimen cometido en el hotel más elegante de Picadilly Circus. La ciudad que atrapó a Poirot es retratada en cada calle, plaza y local como con una oportuna máquina del tiempo, pero a la historia le faltan las aristas que nos enamoraron de Asesinato en el Orient Express o Muerte en el Nilo.
Habrá quienes disfruten con una nueva entrega con gusto de Agatha Christie, otros que la lean por morbo y quienes no conciban la exhumación de un personaje que llevaba acumulando telarañas más de cuatro décadas. Para estos últimos existe réplica. Sophie Hannah ha situado astutamente su historia en 1929, el alto en el camino de Agatha Christie debido a una enfermedad que le impidió publicar ninguna entrega. Además ha imprimido su firma cediendo la voz cantante a un nuevo personaje de su cosecha, el narrador y policía Edward Catchpool. Un grito de autenticidad que no llegará a convencer mientras aparezca Poirot con su bigote enlacado, bastón y bombín pronunciando su irrenunciable “mon amie”.
La suerte de Marlowe
La tendencia moderna de recuperar personajes de otros e incluirlos en nuevos argumentos ya fue bautizada por el crítico cultural del New York Times, Simon Reynolds, como retromanía. Lo que han hecho Sophie Hannah y los propietarios del legado de Christie es seguir la senda de otros de sus compatriotas que permitieron que personajes como Scarlett O'Hara, James Bond, Philip Marlowe y Sherlock Holmes volviesen a la palestra. Como en cualquier batalla, la editorial también enfrenta dos trincheras: los que se quejan de la comodidad ante la falta de ideas propias y los que apuestan por nuevas técnicas para inculcar las obras clásicas a las nuevas generaciones.
En el caso de Lo que el viento se llevó, fueron los propios defensores de la obra escrita los que exigieron a Margaret Mitchell una segunda parte. La idea horrorizaba a la creadora de Scarlett O'Hara, que no sucumbió ante las millonarias presiones de Universal Studios y MGM como sí lo haría su hermano después de su muerte. El proyecto de guión audiovisual naufragó un par de veces hasta que en 1990 se adaptó a la televisión la verdadera secuela del texto, Scarlett, de Alexandra Ripley. La euforia del estreno transformó el legado de Mitchell en un segundo spin-off basado en el personaje del galán, Rhett Butler, escrito por Donald McCaig, quien tuvo que enfrentarse durante años a los herederos hasta conseguir su beneplácito a regañadientes.
Es normal comulgar con el personaje de James Bond gracias al cine más que a las novelas, pero en el Reino Unido natal de su autor, Ian Fleming, son legión los que rinden culto al origen literario del agente 007. A Sebastian Faulks le tocó un boleto envenenado cuando la editorial Penguin sacó su nombre de entre más de mil para continuar la saga de Fleming. La esencia del mal vio la luz en 2008 con una trama que se desarrolla en 1967, un año después del último libro de Bond, la colección de historias cortas Octopussy and the Living Daylights. Una horda de seguidores prendieron fuego a Internet pidiendo la cabeza de Faulks y comparando su obra con el equivalente literario de Muere otro día.
Con el permiso del siguiente de la lista, la medalla al detective moderno más influyente pertenece a Philip Marlowe. Lenguaraz, desinteresado por la jerarquía, algo cínico pero profundamente enamorado de la poesía y el ajedrez, la criatura de Raymond Chandler es oro para la literatura y el cine.
Después de las siete novelas y dos cuentos primigenios, llegó en pleno 2014 John Banville -aka Benjamin Black- para sumar una tercera personalidad a su lista. Black juega a ser Chandler en La rubia de ojos negros, y muchos dicen que ha superado al maestro. Un homenaje perfecto para ese maldito y adorado personaje que es Marlowe, y que los herederos de su artífice supieron bien a quien encargar.
El año pasado, una pregunta resonaba en toda librería y editorial. ¿Es Sherlock Holmes un personaje que ha pasado al dominio público? En un mundo donde la figura del detective de la pipa más famoso de Baker Street se repite hasta la saciedad, todo indicaba que sí. Pero lo cierto es que si utilizabas a Sherlock Holmes como cabecilla de cualquier relato, es probable que acabases envuelto en el tráfico de influencias de los herederos de Arthur Conan Doyle. Así les ocurrió a Leslie S. Klinger y Laurie R. King con su libro titulado In the Company of Sherlock Holmes, en el que diversos autores se inspiraban en los relatos del detective para crear nuevas historias. El Conan Doyle Estate amenazó a la editorial Pegasus y el tomo nunca llegó a ver la luz.
Sin el correspondiente pago de royalties, no se podría publicar una historia de Holmes ni de su querido Watson hasta 2023, según las leyes de copyright de Estados Unidos. Sin embargo, los límites temporales son difusos y el asunto llegó a los tribunales, donde la plataforma #FreeSherlock! invirtió millones en su lucha contra los abusos de los derechos de autor. Finalmente, en diciembre de 2013, un juez de Illinois dictaminó que Sherlock, sus acompañantes e incluso el infame Moriarty pasaban a fomar parte del dominio público.