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La fascinación por la máscara: un puente entre lo vivo y lo muerto

Un hinchas del equipo de fútbol León vistiendo una máscara en Guanajuato (México)

Jordi Sabaté

Valldoreix —

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“La máscara es una estructura muerta que se coloca sobre otra, el rostro, que es sorprendentemente dinámica y viva”, sentencia el filósofo y humanista Mario Satz para concluir la conversación con este periodista en su casa de Valldoreix, una encantadora localidad de la sierra de Collserola a pocos kilómetros de Barcelona, pero con un paisaje totalmente distinto: húmedo, frondoso, apacible y ligeramente anglosajón. Nada que ver con la fisonomía mediterránea de la capital catalana.

Pero su sentencia encierra en sí misma todo el desarrollo de El rostro y sus máscaras (Acantilado, 2024), el fascinante ensayo que Satz acaba de publicar. Juguetón con el lector y consciente de su gran erudición, este humanista de origen argentino pero afincado en España desde 1978, nos expone en el texto a un salto continuo entre continentes y culturas para tratar de desentrañar el papel de las máscaras en las distintas civilizaciones.

Y al mismo tiempo entrelaza un retrato de los distintos componentes del rostro humano, ya sean ojos, labios, cejas, nariz, etc. y cómo a lo largo de los siglos y las latitudes los fisiognomistas (desde Francia o Alemania a China) han interpretado las posibilidades de estos componentes: por ejemplo la nariz chata, la angulosa, la aguileña; o los ojos saltones, los labios arqueados hacia abajo, etc.

El objetivo es mostrar la contraposición entre algo vivo y dinámico y las estructuras muertas e inertes que son las máscaras. La pregunta inevitable es: ¿para que usamos las máscaras entonces si borran la vitalidad del rostro? La respuesta de Satz no es sencilla, pero sí ofrece durante la entrevista dos pistas fundamentales. La primera es que en realidad las máscaras no están muertas, al menos funcional y espiritualmente.

Un puente hacia el más allá

“Tienen como mínimo una función en la mayoría de culturas que las usan: la de servir de puente entre lo real y lo mitológico; lo físico y lo que se encuentra en el más allá”, explica el filósofo, que añade además que “su uso en el sentido ritual exige que los portadores las bailen”. Esto es que escenifiquen una danza o representación con ellas, de modo que mediante la misma la máscara adquiere vida, se sustancia y se expresa.

Sucede en México, donde además las máscaras pálidas representan a los europeos opresores, y por tanto a los personajes malignos, durante el baile. Pero también sucede en Arizona con los indios Hopi, etnia en la que a los niños se les entrega unas muñecas enmascaradas, las kachinas, para que aprendan moviéndolas los pasos de los bailes de máscaras. Y por supuesto sucede en Asia, donde danzan los tibetanos con sus intimidantes máscaras; o en Japón, donde la danza se transforma en teatro en el Nō y la máscara en maquillaje en el Kabuki.

Se entiende que el baile es la confirmación de que la máscara ha conectado con el más allá, los espíritus a los que representa, ya sean antepasados o divinidades a las que se invoca para representar la caza, la fertilidad o, en muchas ocasiones, la muerte, como sucedía en las danzas macabras medievales que surgieron tras el azote de la peste en Europa.

La comunidad frente al individuo

La segunda explicación que ofrece Satz es que “la máscara diluye la individualidad, somete al rostro y por tanto al individuo al anonimato, y en este contexto le hace parte de la comunidad, que es el verdadero cuerpo social”. Establece además el autor una correlación entre tipos de religión y uso de las máscaras, de modo que las religiones animistas, las que creen en una comunidad de dioses que interactúan entre sí, desarrollan toda una cultura de las máscaras.

“Pero las religiones monoteístas, en cambio, preconizan la prevalencia del individuo sobre la comunidad, tal como corresponde a su interpretación de un solo Dios”, explica. De este modo, el cristianismo, el judaísmo y en especial el islam rechazan las máscaras por esconder el rostro y con ello la responsabilidad individual. “Los ejércitos musulmanes que conquistaron Egipto contaban con un soldado que se encargaba de destruir los rostros de las estatuas”, explica Satz respecto al Islam. “La religión en la que Dios no tiene rostro porque los tiene todos”, añade.

“De ahí la aversión a pintar a Alá, pues al darle un rostro se le roban todos los demás”, concluye. Pero va más allá en El rostro y sus máscaras y se aventura en el terreno de los velos, los chador y los burka para opinar que si, como decía Ludwig Wittgenstein, el rostro es el alma del cuerpo, el objetivo de las doctrinas radicales es apropiarse del rostro para controlar los cuerpos.

En la misma línea, pero con el fin opuesto, en los carnavales (Venecia, Hamburgo, etc.) los celebrantes se ocultan bajo las máscaras para liberarse a sus instintos promiscuos, en lo que, conviene Satz, podría calificarse de una ocultación ante un dios omnímodo y vigilante. No obstante, el filósofo cita los carnavales romanos, donde ya se usaban las máscaras para invertir los roles sociales.

El culto occidental al rostro

Pero más allá del Islam, bajo el cristianismo se ha desarrollado el humanismo y con él, el culto a la personalidad. En la Antigua Grecia persona era el apelativo que se daba a las máscaras que se utilizan en el teatro. En el cristianismo, el individuo (el rostro) suple a la máscara y sus funciones y se apropia de la “persona” para autodenominarse. Ahora bien, el desarrollo del humanismo, con todo el progreso que ha comportado, tiene también sus esquinas oscuras.

“Las máscaras, tradicionalmente, pasan de generación en generación y se las conserva con la conciencia de que acumulan los olores y la energía de aquellos que las han portado en el pasado”, dice Satz. Representan a los antepasados, tocarlas es recordarlos y ellas mismas envejecen con el paso del tiempo, como si fueran un miembro más de la familia o la comunidad.

“En el Occidente humanista esta función es sustituida por las fotografías”, apostilla el autor, que explica que de este modo intentamos fijar el rostro humano en un instante concreto, negando su evolución hacia el envejecimiento. “Buscamos una suerte de retrato de Dorian Gray a través de las fotografías y ahora sobre todo con los selfies y las plataformas para subirlos”, agrega con sarcasmo.

De este modo devaluamos el paso del tiempo igual que los primeros exploradores europeos que coleccionaban máscaras, les robaban su valor sagrado: “Les arrancaban la rafia que las cubría, esto es la tela que se colocaba el danzante a modo de disfraz y que culminaba en la máscara”. Al hacerlo, las desproveían de contexto: “No se sabía ni su antigüedad ni quién las había elaborado”. Las convertían en objetos muertos que habían perdido su valor sagrado para pasar a tener uno económico en el mercado. A este respecto, Satz remacha: “Profanar es poner precio al valor de lo sagrado”.

El rostro como espejo del alma

Desde que existen las civilizaciones el ser humano ha tratado siempre de desentrañar el alma humana o, si se quiere decir de un modo más prosaico, la personalidad a través del rostro. No en vano se dice que “el rostro es el espejo del alma”. Muchas son las lecturas que se han dado a la infinita variedad de rostros a través de la fisiognomía, una pseudociencia que no obstante atesora una gran tradición.

“Balzac atendía a los postulados de la fisiognomía para perfilar los personajes de sus novelas”, ilustra Satz, que en el libro expone las distintas escuelas fisiognómicas y algunas de las interpretaciones de las distintas partes del rostro. Es en este contexto que al final de la conversación suelta la sentencia que encabeza el texto: “La máscara es una estructura muerta que se coloca sobre otra, el rostro, que es sorprendentemente dinámica y viva”.

Al respecto, en El rostro y sus máscaras se contrapone, por ejemplo, la parquedad gestual del teatro Nō japonés, debido al uso de máscaras, frente a la riqueza de gestos que ejecutan los actores del también japonés teatro Kabuki, que no usan máscaras sino maquillaje. Por eso Satz se muestra tan disconforme con el uso compulsivo de la fotografía. Y también de la cirugía con fines puramente estéticos, cuyo objetivo es convertir el rostro en una máscara inerte y atemporal. “El cráneo es la última máscara que usaremos”, nos recuerda el filósofo a modo de posfacio.

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