Obituario

Fernando Marías, el autor que escribía en la niebla

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Se nos ha ido el escritor de los ojos grises, el de los principios sublimes, el que se compadecía de la soledad de los monstruos y de los diferentes, el que exorcizaba la maldad y la tristeza en la ficción para dejarnos una realidad más justa en la que poder respirar, el buscador de talentos femeninos, el orador brillante que hacía a los jóvenes enamorarse de los libros. Para los que tuvimos la fortuna de tenerlo tan cerca, se nos ha fundido el faro que nos alumbraba el camino, al que todos se acercaban como perdidas mariposas nocturnas. Y ahora te imagino como tú mismo escribiste al final de Esta noche moriré: “Una alta silueta blanca, alejándose entre la niebla con lenta, casi irreal elegancia, como si flotara dos centímetros por encima de la sucia capa de nieve que cubre de frío la solitaria noche de la ciudad”. Esta ciudad, este Madrid que disfrutabas y amabas tanto, y que te llora desde la media noche de ayer.

Solo unos minutos después de que empezáramos a comunicar su partida o, como lo ha llamado nuestro común amigo Félix Palma, “ese despiste de Dios”, una hemorragia de mensajes ha inundado mi teléfono, las redes y la prensa con cientos de historias que parecen escritas por el mismo autor con distintos personajes: cómo Fernando les ayudó a publicar, cómo les apoyó con sus charlas para remontar su librería, o les dio su primer trabajo como ilustradores o fotógrafos, cómo se inventó proyectos literarios para que pagaran el alquiler. Porque para Fernando Marías, la literatura traspasaba la frontera de los libros. La palabra era acción y movilización. Una herramienta para hacer un mundo más justo.

Ya no quería ganar más premios –contaba con el Nadal por El niño de los coroneles, el Ateneo de Sevilla con La mujer de las alas grises o el Biblioteca Breve con La isla del padre, y no es que hubiera perdido la ilusión, es que ya lo había vivido y su fascinación por la vida necesitaba siempre nuevas aventuras. Tampoco quería grandes lanzamientos si eso suponía renunciar a su libertad creativa: “La libertad es lo único que tiene un escritor”, solía decirme, “lo único importante es tener un buen libro”. Por eso las tramas de sus primeras novelas son brutalmente originales y valientes, y las reflexiones de las últimas un exorcismo y un disparo certero y honesto al corazón. Capaz de describir la violencia con las palabras más crudas y de dotar al mismo tiempo a los personajes de una ternura inmensa, este año se atrevió a exorcizar a su fantasma en Arde este libro. A la vez cumplía su sueño de volver al teatro tras nuestra primera aventura teatral juntos con la compañía Hijos de Mary Shelley. Allí, sobre ese escenario del Teatro María Guerrero del que no quería volver a bajarse, volví a escuchar al niño que llevaba dentro suspirar ante su nuevo juguete. Nos queda al menos una única pero brillante prueba del Fernando Marías dramaturgo. Esa primera y póstuma adaptación teatral de Los santos inocentes, que nacerá este mes de abril y vivirá por él.

Cuántos libros, películas, festivales y proyectos se quedan atrapados en tu mente y en tu portátil; cuántas promesas literarias por apoyar, cuántas obras de teatro, cuántos amigos huérfanos… porque el hueco que dejan los que se van está en proporción al lugar que ocupan en tu vida, y en la mía ahora hay un vacío que hace eco: el de tus pasos largos y elegantes; el de tu voz sazonada de una ironía dulce, tus risas que desdramatizaban la vida, tu crítica hacia la desigualdad, tu apoyo constante.

Hace menos de una semana te envié la foto de esa tacita que me trajiste hace veintitantos años de la calle de los escritores de Moscú, para animarme a terminar mi primera novela. Entonces yo solo soñaba con ser novelista y tú habías ganado el Premio Nadal. En su interior hay una frase de Oscar Wilde que por primera vez veo que te describe: “Un soñador es aquel que solo puede encontrar el camino a casa a la luz de la luna”. Por eso, mi querido Fernando, te hemos perdido demasiado pronto. Porque en estos tiempos hay demasiada niebla.

Es cierto, el mundo sin ti pierde intensidad. Pero he sentido a través de todos esos mensajes que durante tus 63 años de vida, viviste tanto, tan bien, y contagiaste tu luz a tantos otros, que ahora que te has ido se ha convertido en un rayo constante… Gracias por haberle dado sentido a la palabra amigo. Es cierto, la vida es menos emocionante sin tu mente creadora, capaz de reclutarnos para seguirte allá donde fueras. Pero donde vas ahora no podemos seguirte… Llevabas razón cuando me dijiste que la melancolía es ese dolor del que no saben escapar los adultos.