Todos los monólogos de Miguel Gila tenían, de forma más o menos evidente, un pedazo de su vida. En uno de los más célebres contaba cómo fue el día de su nacimiento: “Cuando yo nací, mi madre no estaba en casa. Había ido a pedir perejil a su vecina. Bajé a decírselo a la portera, dije: 'Señora Julia, que soy niño' ”.
En otros se reía de la pobreza y el hambre que sufrió toda su infancia. También de la guerra en la que se enroló a los diecisiete años, un 21 de julio de 1936, como voluntario en el Regimiento Pasionaria. Del presidio que vivió cuando fue capturado e internado en un campo de prisioneros cinco meses, o cuando fue recluso en tres cárceles distintas durante tres años. Incluso le plantó una sonrisa a la muerte, que tuvo delante en 1938 cuando sobrevivió a un pelotón de ejecución porque los mercenarios que le dispararon iban borrachos.
Este martes 12 de marzo se cumplían cien años de su nacimiento en el madrileño barrio de Tetuán. Pero su voz sigue escuchándose al otro lado de ese teléfono que tantas veces usó en sus monólogos. Bien lo recuerda El libro de Gila: antología tragicómica de obra y vida, una obra que acaba de publicar Blackie Books para reivindicar su figura en tiempos de sinrazón.
De clase baja y cabeza alta
“El humor que hizo Gila se caracterizaba por unir a la gente en lugar de dividirla”, describe Jorge de Cascante a eldiario.es. El editor y escritor se ha encargado de recopilar la extensísima obra del humorista en un libro que recoge cómo se relacionaban su filosofía y su obra escrita, gráfica e interpretada. Según él, “ahora que vivimos un tiempo en el que la gente tiende a la crispación, leer a Gila nos puede ayudar a entendernos”.
El genio nació en 1919. Cuando le trajo a este mundo, su madre tenía apenas diecinueve años y ya era viuda. Su marido y padre de la criatura había fallecido meses antes en un accidente. Ella se acababa de mudar a la capital, era estuchadora de azúcar y vivía con sus padres en una pequeña buhardilla del número 15 de la calle Zamora, un hogar que compartía además con sus tres hermanos. Allí creció Miguel Gila.
A él, con trece años le echaron del colegio “por travieso”, según el propio humorista y viñetista. Entonces empezó a trabajar como empaquetador en una fábrica de chocolates para llevar algo de comer a su casa. Poco después entró como aprendiz de mecánico gracias a uno de sus tíos, que le convenció para afiliarse a la UGT. A los dieciséis se hizo militante de las Juventudes Socialistas y poco después se presentó como voluntario para luchar en la Guerra Civil con el bando republicano.
“Se alista en el ejército pensando que va a vivir las aventuras que había leído en las novelas del oeste”, cuenta de Castante, “pero allí descubre el horror”. Primero lo vivió en la guerra, luego en la cárcel y por último en el servicio militar. “Son años que siente que le robaron y que le marcaron. Su obra literaria y su humor sobre los escenarios va totalmente en este sentido: es alguien que se sintió profundamente estafado por la sociedad”.
Sin embargo, ni el hambre ni el sufrimiento le borraron jamás el sentido del humor. De hecho, todo aquello fue lo que forjó su carácter y lo que llamó la atención de Miguel Mihura, que había descubierto alguna de sus primeras viñetas en la revista Flechas y Pelayos y quiso ficharle para La Codorniz. En 1942 empieza a firmar sus historietas sin seudónimo. El nombre de 'Gila' empezaba a sonar.
Durante aquellos años, “logró poner sobre la mesa una serie de verdades que eran imposibles de contar en su día”, cuenta el editor del libro que celebra el centenario de su nacimiento. “Hizo que la gente se volviese a reír con temas que parecían tabú. Y eso les unía porque, en el fondo, todos se reían de las mismas desgracias”.
Sin pelos en la lengua
Con todo, que su característico tono ingenuo y su vocabulario coloquial conectase con todo tipo de públicos no convierte sus monólogos en una celebración del humor blanco e inocuo. Tuvo siempre muy clara su significación política y el papel transformador de la reflexión alcanzada a través de la risa.
En 1974 el poeta Gabriel Celaya afirmó en una entrevista que en nuestro país el humor era siempre reaccionario: “Los humoristas no son más que unos oportunistas. El humor sigue siendo tan fascista como siempre”, decía.
“Con todos mis respetos a Gabriel Celaya, yo no he sido nunca ni oportunista ni fascista”, contestaría Miguel Gila en un brillante ensayo hasta ahora inédito que de Cascante ha recuperado en su libro. En él, Gila reflexionaba acerca de lo que significaba para él su oficio: “Durante la guerra combatí el fascismo con un fusil en mis manos, y después lo he seguido combatiendo con el arma que poseo: la risa”.
Para Jorge de Cascante, ese compromiso también se aplicaría hoy ante el auge de la extrema derecha y los discursos de partidos como Vox: “Creo que aparecería en sus monólogos de forma explícita y creo que no se cortaría un pelo a la hora de hablar de ello”, defiende el editor.
De Cascante cuenta que en los años ochenta, cuando Gila volvió a España tras autoexiliarse en Buenos Aires, en la prensa del momento se alentaron dudas sobre su afiliación política. Columnistas como Ángel Palomino sacaron a relucir las visitas del humorisa al Palacio de La Granja actuando ante Franco y Carmen Polo, cuestionando así su compromiso social. “Para toda la gente que tuviese dudas sobre de qué lado estaba Gila, solo hay que escuchar el humor antimilitarista que siempre había hecho y recordar quién era el bando militarista en la Guerra Civil”, defiende el editor.
“Dedicó toda su vida a criticar la sinrazón y en la actualidad volvería a hacer lo mismo”. El mismo editor bromea al respecto en el prólogo de El libro de Gila: “Este libro carece de ideología pero saldrá de imprenta con bastante rojo”.
Las miserias de todo un país
Miguel Gila hizo reír a todo un país hasta su fallecimiento en 2001, en una clínica de Barcelona. Tenía 82 años y llevaba más de cuatro décadas haciendo monólogos, dibujando viñetas, escribiendo y pisando escenarios y platós. Dibujando con toda su obra un enorme fresco de las contradicciones y las miserias de España.
“Es uno de esos artistas que logran captar la esencia de un pueblo o un país”, describe Jorge de Castante, que le compara con Berlanga y con Goya: “Hablo de artistas a los que da igual cuando descubras porque captarás lo mismo que has captado esta mañana cuando ibas hacia el trabajo o cuando has bajado a la calle: actitudes que por mucha globalización y modernidad siguen muy presentes en nuestro país”.
Él, que vivió desde la pobreza más extrema hasta la fama propia de un rostro y una voz que reconocía cualquier español, comprendió las heridas de un país que aún hoy sigue aquejado de muchos males. Y decidió reírse para combatir el dolor.