Cuenta Jon Elster que la teoría de la elección social –el estudio formal de los procedimiento de votación– ha llegado a ser tan complicada matemáticamente y tan irrelevante para el estudio de la política real que Econométrica, una de las revistas más importantes de economía, suspendió la publicación de artículos relacionados con este campo. El oscurantismo aritmomorfo no está limitado a esos casos extremos; es la norma de la economía ortodoxa y tiene efectos psicotrópicos que incapacitan para distinguir la realidad del delirio.
Hace unos años un miembro del colectivo artístico The Yes Men se hizo pasar por un delegado de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en un congreso de empresarios escandinavos. En su intervención presentó un traje high tech para ejecutivos: un maillot de lycra dorada equipado con un gadget en forma de pene erecto gigante con un monitor en la punta. Los asistentes se rieron, pero no tanto. Estaban habituados a las extravagancias de los economistas, respaldadas por teorías frondosas pero sin apenas relación con el mundo real. Un disfraz de pirado parece el atuendo idóneo para defender que el abaratamiento del despido reduce el desempleo.
Muchos políticos se convierten en Yes Men involuntarios. En 2010, José María Aznar pronunció una conferencia ante trescientos agentes inmobiliarios ataviados con kimono de artes marciales en una convención organizada por la empresa Notegés, cuyo lema era “Kárate Inmobiliario”. La performance de Aznar resulta casi inocente comparada con las intervenciones dadaístas de, sin ninguna pretensión de exhaustividad, María Antonia Trujillo, Rodrigo Rato, Carme Chacón, Cristóbal Montoro, Francisco Álvarez Cascos, Luis de Guindos, Jaime Caruana, Miguel Ángel Fernández Ordóñez o Ángel Gurría, secretario general de la OCDE, que negaron hasta hace cuatro días la existencia de una burbuja inmobiliaria en España.
La economía ortodoxa es un zombi intelectual. Sigue moviéndose, gruñendo y causando dolor, pero está conceptualmente muerta. Y cada vez más gente lo sabe. El punto de inflexión seguramente fue cuando Iñaki Gabilondo dedicó uno de sus vídeos a El precariado, de Guy Standing (Pasado & Presente, 2013). Desde entonces, no descarto asistir en vida al momento en el que las páginas salmón ocupen su lugar natural: la sección de humor.
Marcados por la intemperie laboral
El precariado es un texto de intervención escrito a contracorriente de la ideología económica dominante y cuyo objetivo explícito es animar al enfrentamiento político. Standing analiza minuciosamente la forma en la que la flexibilización laboral está constituyendo una nueva clase social mayoritaria marcada por la vulnerabilidad: “Lo que caracteriza al precariado no es su nivel salarial o de ingresos monetarios recibidos en determinado momento, sino la falta de apoyo comunitario en tiempos de necesidad”.
El precariado es un colectivo heterogéneo y en expansión de inmigrantes, trabajadores sobrecualificados o infracualificados, madres solteras, jóvenes procedentes de áreas deprimidas, parados de larga duración... Su principal nexo de unión es su exposición extrema a los caprichos del mercado. No es un grupo articulado –al contrario, “el precariado está en guerra consigo mismo”– y, sin embargo, sus miembros comparten la experiencia de una vida dañada por la intemperie laboral. Standing retrata este sufrimiento de un modo riguroso pero muy empático. A veces su ensayo parece una especie de sistematización teórica de esas memorias personales del legado del thatcherismo, como las fotografías de Chris Killip que se pueden ver estos días en el Museo Reina Sofía o El diario secreto de Adrian Mole.
Porque la gran trampa de la precarización ha sido que parecía esconder un mensaje positivo. En aquella famosa carta que popularizó el término “mileurista”, Carolina Alguacil decía algo así como que “a veces incluso era divertido”. Es una reflexión inteligente. Durante muchos años la explotación laboral extrema pareció un precio aceptable a cambio de una vida excitante de reinvención personal y consumismo sofisticado. Los políticos que hoy minimizan la importancia de la emigración de los jóvenes españoles, como si se fueran de InterRail, no hacen más que continuar a destiempo ese mito, forjado en las facultades de economía y ciencias sociales.
En cambio, Standing explica que la precarización no es un proceso natural de las sociedades avanzadas relacionado con las características de la economía global o el trabajo cognitivo complejo. Se trata de una estrategia diseñada para dinamitar las instituciones sociales de las que se dotaron los estados occidentales tras la Segunda Guerra Mundial: la sanidad pública, los subsidios de desempleo, los sistemas de jubilación. En cierto sentido, el precariado conlleva un retorno tortuoso a la normalidad capitalista anterior a las políticas keynesianas que intentaron –con éxito discutible, por cierto– embridar el mercado para frenar su propia locura autodestructiva.
La locura utópica del Estado de bienestar
Anthony Burgess, que estaba movilizado en Gibraltar en 1945, habla en sus memorias del sorprendente éxito electoral del laborista Clement Attlee frente a un estupefacto Winston Churchill, que creía que la victoria militar le garantizaría un segundo mandato. Los trabajadores ingleses se atrevieron a desafiar las políticas clasistas y liberales de Churchill en un momento de profunda incertidumbre.
Tal vez lo más interesante de El espíritu del 45, el último documental de Ken Loach, sea precisamente que pone de manifiesto la cantidad de audacia política que fue necesaria para romper las reglas del juego de una inercia capitalista inaceptable. Las estructuras básicas del Estado de bienestar, que hoy nos resultan modestas y burocráticas, fueron tachadas hace poco más de cincuenta años de locuras utópicas.
Guy Standing concluye El precariado tomando partido por la implantación de una renta básica universal. En nuestro país, esa iniciativa llegó al Parlamento en 2007 de la mano de ERC e IU-ICV. Los partidos mayoritarios la consideraron “un subsidio para mendigos y banqueros” y tacharon la propuesta de “reaccionaria”, “inviable”, “insolidaria” y “diabólica”. Echando la vista atrás, parece un excelente motivo para pensar que es progresista, viable, solidaria y justa.