La portada de mañana
Acceder
Feijóo confía en que los jueces tumben a Sánchez tras asumir "los números"
Una visión errónea de la situación económica lleva a un freno del consumo
OPINIÓN | La jeta y chulería de Ábalos la paga la izquierda, por Antonio Maestre

La historia de la literatura es, también, la historia de la violencia machista

Luna Miguel

24 de noviembre de 2020 22:41 h

0

Hablar de literatura escrita por mujeres supone, la mayoría de las veces, caer en una serie de clichés que ya no deberíamos permitirnos.

Tan estéril es volver a ese debate sobre si existe o no una “escritura puramente femenina” como pararse a analizar aquellas palabras y temáticas que solemos asociar a esta: el amor, la maternidad, los sentimientos profundos, la desnudez del 'yo'. Además de eso, resulta abrumador que cuando hablamos de “literatura femenina” nos olvidemos con tanta frecuencia del concepto que más la recorre, de la palabra que más la asola y de la voluntad que más la corroe: la violencia.

Por eso mismo, en una fecha tan señalada como lo es el 25 de noviembre, Día contra las Violencias Machistas, merece la pena detenerse a cotillear aquellos libros que, en los últimos meses, se han esparcido por las mesas de novedades de nuestras librerías, y adivinar en ellos de qué manera el análisis, el retrato o el debate de la violencia lo ha ocupado prácticamente todo.

Si tantas veces hemos dicho que la historia de la literatura escrita por hombres está basada en los relatos de la violación de la mujer —sí, ahí los vemos: de Ovidio a Vladimir Nabokov, pasando por La Biblia o Miguel de Cervantes; ese cúmulo de raptos, de abusos, de vejaciones y de crueldades hacia los cuerpos de ellas— podríamos añadir ahora, en plena era post-MeToo, que la literatura de comienzos de siglo XXI le da la vuelta a la moneda, nos enseña qué significa estar del otro lado, esto es, nos muestra quién representa el papel de la víctima, pero justamente no para victimizarse, sino para poder, de una vez por todas, cambiar de p*to tema, avanzar hacia otros lados.

Decir “violencia”

No es casual que uno de los libros más importantes para un día como este se titule Violencia (La Bella Varsovia). Así de sencillo, así de contundente. Tampoco es casual que su autora, la poeta Bibiana Collado de comienzo a su durísimo poemario con una cita de Joanna Connors, recordemos, la periodista que años después de haber sido violada, decidió investigar a su propio abusador. En este libro traducido al español como Te encontraré (Errata Naturae), Connors pone sobre la mesa todas sus armas de escritora para ahondar en la parte más oscura de su vida, saber cómo afectó en sus decisiones posteriores, en su concepción de la libertad y, sobre todo, en su supuesta valentía, o más bien en aquellas voces que, con la voluntad de calmarnos, nos acaban revictimizando: “piensa que el hecho de que te violaran te hizo más fuerte”.

 ¿De verdad?

¿Esto es así?

¿Si de lo malo se “sale más fuerte” estamos aceptando entonces que sobre nosotras se siga ejerciendo tanta violencia?

Para responder, regreso al finísimo libro de la poeta Bibiana Collado, y subrayo esta cita esclarecedora: “El lenguaje nos niega la rabia del vencido / condenándonos al llanto blando de la pérdida / borrando cuidadosamente cada uno / de los trazos infringidos sobre el cuerpo-alfabeto / de mi lengua”.

Decir “abuso”

En El consentimiento (Lumen), Vanessa Springora también narra su propia violación, aunque ella prefiere revestirla de otro concepto igualmente violento: “abuso de poder”. El libro de esta editora parisina fue un golpe en las entrañas de la intelectualidad francesa, pues atacó directamente al pedófilo protegido por las élites, Gabriel Matzneff, escritor que narraba su gusto por los cuerpos adolescentes y su amor por las colegialas, entre las que se encontró la propia Springora, con apenas trece años. Lo interesante de El consentimiento no reside tanto en la historia que narra sino en las ideas con las que es capaz de hilarla. “Nuestro amor era un sueño tan potente que nada, ni una sola de las pocas advertencias de mi entorno, había bastado para despertarme. Era la pesadilla más perversa. Era una violencia innombrable”.

El lenguaje, nuevamente, incapaz de calmarnos. El lenguaje y la literatura como mecanismo legitimador del propio abuso. Springora nos advierte, ¿y si su violador, a los trece años no hubiera sido un respetado escritor? ¿Y si hubiera sido “un cualquiera”? ¿El arte nos da una llave mágica al abuso? ¿Es menos pedófilo Matzneff por saber contarlo de manera entretenida en las páginas de sus libros? Todas estas preguntas tienen más sentido si atendemos a la que se hace Springora hacia el final de El consentimiento: “Cualquier otra persona que publicara, por ejemplo en las redes sociales, la descripción de sus relaciones con un adolescente filipino o se jactara de su colección de amantes de catorce años tendría que verse con la justicia y se le consideraría de inmediato un delincuente. Aparte de en los artistas, sólo hemos visto semejante impunidad en los curas. ¿La literatura lo disculpa todo?”.

Otra autora francesa, Louise Chennevière, parece haberse planteado algunas de esas mismas cuestiones en su primera novela, Como la perra (Editorial Dosmanos), donde con una escritura muy lírica replantea la idea de violencia ejercida sobre su propio cuerpo de narradora, hasta convertir su lirismo en otra violencia, la que ella misma quiere ejercer sobre el lector. Porque si las escritoras hemos crecido en la doble imposición de disculpar como mujeres y de complacer como autoras, ¿no tiene sentido utilizar toda esa violencia recibida y convertirla en una fuerza poética incómoda, al estilo Monique Wittig, o Angélica Liddell, o incluso Cristina Morales?

A la violencia, ella responde con más violencia: “Es una historia de odio. De niña la vi arder en ojos de mi madre y el resplandor de esa llama no ha dejado de arder en mí desde entonces. La historia debe venir de lejos, tan lejos como se remontan los psicoanalistas, hasta la más tierna infancia, hasta las manos anchas y largas de mi madre agarrándome el pelo, sujetándome el cuello. Más lejos aún, hasta los golpes de mi padre a mi madre embarazada, mi madre tan joven, tan frágil, su amante. Debe remontarse más lejos, mucho más lejos de mi madre. Ese odio viene de otra parte, no es nuestro. Sin embargo, es a mí a quien quema”. La literatura lo disculpa todo, a veces, pero también lo puede hacer saltar por los aires.

Decir “nos queremos vivas”

Que explote todo para que nos escuchen.

Que explote todo, hasta la tierra.

Especialmente a través de este elemento transcurre la violencia en Cometierra (Sigilo), primera novela de Dolores Reyes, autora argentina que nos hechizó el año pasado con la publicación de un artefacto en el que una niña, la protagonista, era capaz de encontrar a las desaparecidas, a las violadas y a las muertas, en visiones provocadas por una sobredosis de tierra. La metáfora de esta ingesta es doble. A las mujeres, cuando nos violan y nos matan, nos entierran, nos hacen volver a aquella tierra prometida, a aquel lugar desde el que nos dijeron: brotarás; aunque mentían: morirás.

Dolores Reyes se suma con esta novela a una corriente muy valorada hoy, la del “nuevo terror latinoamericano”, donde los cuerpos de las vivas y los de las muertas se suelen entrelazar, como ocurre también fuera de las páginas. Las unas tiramos de las otras. Las unas lloramos a las otras. Las unas seguiremos escribiendo por ellas, las que no están, las que aún así deberían.