¿De qué se ríe?, le pregunté tras saludarla. Es que tienes la bragueta abierta, me respondió mientras entrábamos en su apartamento barcelonés. Lo primero que vi fueron un mate y una bombilla, elegantes, en una de esas mesas accesorias. ¿Toma mate, Ana María? No, no, es un regalo de una amiga argentina, lo tengo ahí porque me parece muy delicado.
Aquella era una mañana luminosa y templada, un 25 junio, hace hoy 14 años. Ana María Matute no tenía prisa por comenzar la entrevista. Yo la seguí, encantado. Ven por aquí que te voy a mostrar las plantas; dimos un paseo por el ático hasta que los perros se pusieron como ogros. - ¡Juan Pablo! ¡Juan Pablo! - ¿Qué pasa mamá? - ¿Puedes callar a esos perros? Madre e hijo tuvieron una discusión intrascendente, pasajera. Mira, me dijo acercándose a mi oído, es tan difícil la comunicación. Uf, sí, asentí. ¿A ti también te pasa? Sí, Ana María. Es que es casi imposible, continuó, la comunicación es casi imposible, incluso entre quienes se aman.
Nos acomodamos en el sofá. Ana María fue una niña ensimismada, introvertida, algo tartamuda, a quien su madre decía: “vas por la vida como una maleta, viajas sin enterarte de nada como una maleta”. ¿Y usted le decía algo? No, pero era todo lo contrario, pensaba: cómo puede decirme eso, si me entero más que ella. Fuera de lo común, a los cinco años escribió su primer cuento, la historia de una familia de conejos, que en aquella mañana de junio recordaba como al más reciente.
La literatura la llevo desde que nací, como una cosa innata, creo. Y creo que creo bien. No puedo separar mi vida de la literatura. ¿Qué es lo que más recuerdas de tu infancia?, me preguntó ella a mí. Yo le respondí entre risas pero sin dudar: Juan Pablo II me alzó en sus brazos y el diario de mi ciudad tituló “El niño y el Papa”. Se tentó de risa y rió y siguió: ¿Pero me lo dices en serio? Claro, aseguré, mi madre guarda la portada. Seguimos hablando de su infancia, cercana a la naturaleza, cuentos de hadas e historias fantásticas, fuertemente teñida luego por los años de la guerra civil española y todas sus consecuencias.
Desde el universo de los mayores le llegaban explicaciones que la pequeña Ana María sabía que nada tenían de reales, y que la acercaron a algo parecido a la pérdida de inocencia. Usted, de maleta, nada. Eso, de maleta nada, comentó con firmeza. ¿Y después? De repente, de la noche a la mañana, el mundo se volvió al revés. La guerra y sus atrocidades. En esa época nosotros éramos unos niños y luego nos dimos cuenta de que vivíamos en un mundo de engaños. Todo lo que nos contaban no era verdad. Todo lo que nos decían era un mundo falso. Luego vino la posguerra que en cierto modo fue peor, porque la guerra es horrible y pasan cosas espantosas, pero pasan cosas. La posguerra fue una losa gris que cayó sobre nosotros. Ocurría de todo, había represiones, matanzas, pero no se veían. Luego vino la censura. Toda mi juventud se quedó ahí, con rabia e impotencia.
Entonces, ¿la literatura fue un refugio que la abrigó y la abriga? Mira, el nombre mi última novela, Aranmanoth, proviene del calendario carolingio y significa mes de las espigas. Es un viaje iniciático. Es la búsqueda de uno mismo, el encuentro con el amor. En realidad todos tenemos esa mitad humana y esa otra mágica, es la dualidad o multiplicidad del ser humano. Hay personas que no sólo tienen dos naturalezas, son una multitud.
Ya era mediodía. Ana María seguía sin prisa. Yo llevaba años leyéndola, desde Pequeño teatro, y quería seguir, no quería marcharme de su lado. ¿Tomas una cerveza? Uf, Ana María, vengo con la resaca de Sant Joan. Venga, tomemos una cervecita fresca y seguimos. Venga. Hablamos un poco más de su novela, Aranmanoth: Este libro también es un proceso de pérdida de la inocencia. La vida es ir perdiendo cosas, en cada mudanza hay una pérdida. Puede que también se encuentren cosas nuevas, pero yo creo que es un proceso muy doloroso de transformación, de ir ganando experiencia e ir perdiendo inocencia. Para mucha gente o para todo el mundo la vida es una trampa, lo que pasa es que uno sabe sortearla, a veces. Puede salir de ella y continuar andando, pero no en todas las ocasiones.
Luego charlamos de su obra más conocida, Olvidado Rey Gudú. Y el camino se desvió hacia la Real Academia Española, en tiempos en los que ella era la única mujer en ocupar uno de aquellos solemnes sillones. Sobre este hecho recordó que por la época un periódico publicó una ilustración donde aparecían dos de los cuartos de baño del edificio de la Academia. En la puerta de uno de ellos se podía leer “caballeros”, y en el otro “Ana María Matute”. Se ríe. Ana María, ¿y cómo se siente entre tantos hombres? Hay gente simpatiquísima y también hay carcamales, pero a ellos no los trato.
Y si no fuera escritora, ¿qué serías?, continué. Carpintera. Me encanta la carpintería. Lo intenté pero fui un desastre. Menos mal Ana María, por la carpintería y por la literatura. Ya son las 7 de la tarde. Me tengo que ir, estoy medio borracho, ¿cómo estás tan sobria? Es que te he puesto cervezas con alcohol y yo tomo sin. Ah, eso es trampa. Pero tus historias de hadas buenas y malas me hacen feliz y te disculpo, me despedí riendo, tuteándola, apretando sus manos, cuando ya éramos amigos. Te voy a extrañar, querida Ana María.