El Exterminador cumple cien años
Un siglo de lucidez. No hay más noticia. Intentamos buscarle un homólogo a William Seward Burroughs para evitar caer en la mera efeméride pero no encontramos agente alternativo a este pionero psíquico, escritor de artefactos inductores de la conciencia y enemigo público autoproclamado que despreció la cultura como información y entendió el mundo como una película rota.
Hoy hace cien años que el escritor más influyente del siglo XX nacía en St. Louis (Missouri), descendiente de una estirpe de empresarios y determinado a ocupar su existencia en desenmascarar los procesos de superficie y las manifestaciones falsas de la realidad. Porque la raza humana era para él producto de una entidad vírica que atacó y poseyó a los homínidos del prepaleolítico, que desde entonces habían mutado adaptándose al entorno y subordinándose a sus necesidades de droga, sexo y poder. Deshumanizados y entregados a una vida inferior: esta.
Aviso a la población: aniquilen la palabra
El primer problema fue en el lenguaje. El lenguaje como sistema viral invasivo condicionante de toda actividad humana, como parásito que alojamos en nuestra mente y deberíamos sacudirnos con urgencia. Ahí radicó uno de los mayores hallazgos filosóficos de Burroughs, el enunciado de un misterio que se postuló a procesar y resolver si le daban diez años y mil millones de dólares para la investigación.
Burroughs estudió códices y se asomó a los jeroglíficos de la escritura maya, practicó una literatura sometida a ritmos internos, muchas veces ininteligible, próxima a los fogonazos de la poesía y empecinada en registrar procesos psíquicos automáticos antes de que fueran embarrados por el filtro del intelecto.
Encomendado al presunto orden del caos, que él invocaba en el consumo indiscriminado de drogas, una homosexualidad rampante e incluso la práctica de tiro en interiores angostos, sublimó sus fantasmas en la idea de la Interzona, el lugar-concepto donde nada es verdad y todo está permitido que cuajó en El almuerzo desnudo (1957), su primera novela no lineal y el último libro sometido a juicio por obscenidad en EEUU, proceso del que salió ileso por méritos literarios.
En aquellas páginas dispersas por el suelo de su húmeda habitación de Tánger se explicaba el poder político a partir del mercadeo erótico y la aberración, se prefiguraban pandemias de laboratorio como el sida y se ideaban prácticas de modificación corporal que hoy ejerce la Seguridad Social.
Antes, Burroughs había popularizado la palabra “yonqui” titulando así su primera novela. La segunda, Marica (Queer, 1953), no logró publicarla hasta treinta años después de escrita, y acuñó términos como “heavy metal” en La máquina blanda (1961), donde ponía en práctica las técnicas del cut-up y el fold-in aprendidas del pintor canadiense Brion Gysin, ejercicios de abstracción (que artistas como Bowie o Ian Curtis aplicarían luego a su producción) consistentes en despiezar o plegar en varias partes un texto propio y reordenarlo aleatoriamente para dar con una síntesis de reflejos, reiteraciones y correspondencias espontáneas que estarían más en consonancia con lo fragmentario de la percepción humana y, por tanto, serían mejor acceso a un lugar de iluminación.
Walk on the Wild Side
Aunque ésta siempre le trató de ideólogo y mentor, Burroughs no se integró realmente en la generación beat, entre otras cosas porque nunca hizo apología plena del LSD, que no le sentaba bien y alteraba su disciplina interior, y también porque su trabajo creativo iba por delante del de sus congéneres.
Fue Allen Ginsberg, portavoz de aquella quinta que prefiguraba la revolución hippie, quien le apremió a debutar con Yonqui (1953) y se mantuvo como su protector, consiguiéndole trabajos y reconocimientos como su admisión, en los años ochenta, cuando el autor había cedido a una narrativa más accesible con libros como Ciudades de la noche roja (1981) o El lugar de los caminos muertos (1983), en la American Academy and Institute of Arts and Letters, pero ni siquiera el reconocimiento académico logró desactivarle como pontífice de la contracultura.
Una década antes, James Grauerholz, mánager de varias bandas de rock y más tarde biógrafo y albacea de Burroughs, puso en marcha las giras de lectura que harían popular su figura beatífica y su comentario mordaz. El autor pasó a relacionarse con artistas como Andy Warhol, Lou Reed, Patti Smith o Susan Sontag, que entendieron su discurso como precursor de algo para romper con los viejos valores inculcados y en su persona creyeron hallar un gurú y un chamán, o al menos al único hombre que se había metido en el cuerpo más material que todos ellos juntos.
Para dar con lo esencial, y un poco por aburrimiento burgués, Burroughs había pasado la vida vagando por Centroeuropa y las ciudades del norte de África, probando sustancias psicoactivas que nadie había catado fuera de su ámbito natural. Recorrió Colombia, Perú, Panamá y Ecuador a la busca del yagé, el brebaje sagrado que prometía la telepatía y de cuya toma dejó constancia, más antropológica que espiritual, en sus escritos. Esas investigaciones sobre el terreno las secundó coqueteando con el yoga, el psicoanálisis y la cienciología, que abandonó apelando a su falta de sentido crítico.
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Amparado por el calor de la escena, Burroughs concedió que el rock parecía una manera de devolver a nuestro universo moribundo su condición mágica, y tal vez por ello no dudó en colaborar con artistas como Throbbing Gristle, Ministry, Sonic Youth, Frank Zappa, Henry Rollins, David Byrne, John Cale, New Order, Nick Cave, Tom Waits, U2 o Kurt Cobain, último mito del siglo a quien el escritor sobrevivió plácidamente.
Autor satírico antes que nada, William Burroughs nació un día como hoy de hace cien años en una sólida casa de ladrillo de tres pisos. Siempre ávido de trascendencia, en el último tramo de su vida se hizo miembro de los Illuminates of Thanateros, una organización ocultista practicante de la magia del caos, y potenció la experiencia religiosa retomando la heroína, a la que, con breves intervalos de limpieza, se mantuvo fiel hasta casi su muerte el 2 de agosto de 1997, de un paro cardíaco, cuando ya estaba sometido a un programa de metadona.
Burroughs, que en sus últimos diarios dijo haber recibido por fin la gracia en forma de gato, falleció a los ochenta y tres años alcanzado por un fuego púrpura pero se olvidó de morir, sigue vivo, explicándonos con su voz de zozobra y su aliento de morfina –mientras nos coloca una manzana en la cabeza– que un día existió un asunto vibrante que se llamó vanguardia y que siempre quedará a nuestra espalda.
Imagen: october gallery