Las lecturas de John Berger (Londres, 1926) son como los conciertos de Bob Dylan: una mezcla de todo tipo de gente, desde académicos a esas mujeres escapadas de Belgravia de cuando era un Angry Young Man haciendo crítica para The New Statesman, y luego están todos estos veinteañeros que le acaban de descubrir, de esa manera que uno descubre a Bob Dylan. Al menos eso dice Geoff Dyer, cuyo primer libro era sobre Berger (Ways of Telling: Work of John Berger, 1987), el segundo estaba dedicado a Berger (Pero Hermoso, 1991) y en general, ha dedicado gran parte de su carrera a poner en práctica las valiosas lecciones del hombre al que llama su mentor.
No es el único miembro del club de fans: Berger podrá ser desconocido para el gran público pero es uno de los pensadores británicos más influyentes de los últimos 50 años. Su séquito incluye escritores, pintores, músicos y filósofos, poetas como Michael Ondaatje, músicos como Patti Smith y musas como Tilda Swinton, que a menudo se ofrece para leer públicamente sus textos y los lee formidablemente bien.
Sus primeros ensayos, recopilados bajo el nombre Permanent Red, se van pasando de generación en generación como un secreto precioso. Su primer libro sobre arte, Ways of seeing (Modos de ver, 1972 ) se ha convertido en el antídoto más eficaz contra la pompa elitista de las vacas sagradas de la crítica de arte. No porque fuera esa su intención. Como muchos de los renovadores de la crítica -desde su adorado Walter Benjamin o Roland Barthes, pasando por Susan Sontag, Janet Malcolm o Rebecca Solnit-, Berger nunca vió la necesidad de pasar por la escuela de arte para ser capaz de ver y pensar. Un crítico lo llamó “Un pequeño libro rojo de Mao para estudiantes de arte”.
Pero Berger no es un crítico de arte. Es prolífico, cambia constantemente de género y es propenso a la colaboración, pero el hilo que une su obra es una rara combinación de humanismo positivista y activismo político radical. Su primera novela (A Painter of Our Time, 1956) era sobre un refugiado húngaro y causó tanto revuelo entre la propia izquierda que su propio editor la retiró del mercado. Stephen Spender dijo que “apestaba a campos de concentración” y que la única persona capaz de escribir algo así se era Josef Goebbels.
La segunda, una delicia postmoderna llamada G (1972), ganó el Booker Prize, que es el mayor premio de las letras británicas y que Berger compartió con los Panteras Negras.
El Booker y los Panteras Negras (y los inmigrantes)
El movimiento de los Panteras Negras londinenses surge de las cenizas de lo que Bookers y otras compañías han hecho en el Caribe, le dijo tranquilamente a Booker McConnell al recoger su premio. “Quiero compartir este premio con los Panteras Negras porque se resisten como negros y como trabajadores a la explotación de los oprimidos”. La otra mitad se la quedaba para su trabajo sobre los emigrantes europeos oprimidos. Se refería a A seventh man, publicado originalmente en 1975.
Recién traducido por Capitán Swing, Un séptimo hombre es el equivalente británico al famoso Algodoneros de James Agee y Walker Evans, un ensayo-reportaje sobre la vida y miseria de los inmigrantes después de la Segunda Guerra Mundial, los esclavos que hicieron posible la era del capitalismo. Este libro es importante porque es la historia de nuestros abuelos, de nuestros padres. Tiene tres partes: La partida, El trabajo y El regreso, cada una de ellas sembrada de datos y estadísticas pero sobre todo son relatos personales de un nuevo tipo de vida que se haría crónico en el continente. El relato está ilustrado con el trabajo del fotógrafo suizo Jean Mohr.
Fue un camino sin retorno. Después de escribirlo, Berger ya no pudo seguir viviendo en Londres y se escapó a un pueblito de la Alta Saboya, donde ha vivido desde entonces, sin parar de pensar y escribir sobre -palabras de Dyer- “el eterno misterio del gran arte y la experiencia viva de los oprimidos”. De esta época -que los cínicos llaman Tostoiana- es su famosa trilogía sobre el campesinado europeo. Esto es: Puerca Tierra, Una vez Europa, Lilac y Flag, todas publicadas en Alfaguara, como el grueso de su ficción.
Aunque le han comparado con Sebald y con el italiano Umberto Eco, el hermano más probable es el Camus que pensaba que, aun en el peor de los tiempos, “hay más en el hombre para admirar que para despreciar”. En los dos últimos años ha habido un esfuerzo notable por parte de las editoriales más políticas de recuperar su obra y hasta su voz. Esto es porque hoy nos hace más falta que nunca su humanismo radical, porque es también el antídoto necesario contra la apatía y la desesperación en tiempos convulsos.
Por qué nos manifestamos
Es sin duda el caso de La apariencia de las cosas (Editorial Gustavo Gili, 2014), una recopilación de escritos que incluye el famoso ensayo donde compara una foto del cadáver de Che Guevara con el Cristo de Mantegna, pero también un texto de 1968 que nos recuerda para qué sirve protestar. Se llama La naturaleza de las manifestaciones masivas y es imprescindible.
No menos necesaria, la colección de poemas que el Círculo de Bellas Artes ha publicado, en primorosa edición bilingüe, junto con un CD donde Berger recita con su profunda voz. Porque, como dice él, todas las historias son batallas pero “los poemas, independientemente de lo que hablen, cruzan trincheras, curan a los heridos y escuchan los monólogos salvajes de los triunfantes y los temerosos. Nos traen una especie de paz”.
Como dice John Carey en el prefacio de Ways of Telling, no basta con hacer presión para devolver el nombre de Berger al medio escrito de manera más prominente en el gran mapa de las reputaciones literarias: su ejemplo nos obliga a alterar su forma de manera radical.