Niños soviéticos que lo perdieron todo. La Segunda Guerra Mundial devoró sus juguetes, sus casas, a sus padres, hermanos y amigos. Sobrevivieron, en muchos casos, milagrosamente. Tuvieron la muerte muy cerca y, hasta ahora, sus voces, recogidas en los años 70 por la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, se podían escuchar, sobre todo y a disgusto, en el mundo rusohablante.
La editorial Penguin Random House, sin embargo, acaba de publicar su primera traducción al inglés de Last Witnesses o Últimos testigos. El libro, que apareció en español en 2017, ofrece ahora al mercado editorial más importante el centenar de testimonios de los niños del espacio soviético que escaparon con vida de la guerra total que lanzara contra Europa el III Reich.
La importancia literaria del trabajo de Alexiévich está fuera de toda duda, pero aún estaba por traducir al inglés este libro aparecido originalmente en la Unión Soviética en 1985. Alexiévich, la primera periodista galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2015, no contó con los favores del régimen soviético. Hubo que esperar a la Perestroika de Mijaíl Gorbachov para que trabajos suyos como Últimos testigos vieran la luz. Su trabajo periodístico, que la propia Alexiévich ha descrito como una “historia de los sentimientos”, fue considerado por las autoridades soviéticas antes de Gorbachov como “antipatriótico y sedicioso”, según ha apuntado Steven R. Serafin, de la Universidad de la Ciudad de Nueva York.
Debió considerarse que no hacían ningún favor a la causa del comunismo soviético airear los traumas que dejó la Segunda Guerra Mundial en la población civil. Porque eso es precisamente lo que hacen el centenar de personas a las que Alexiévich da la posibilidad de expresarse en las páginas de su libro. La entrevistadora no media ni una palabra en todo el volumen. Fiel a su estilo, las 295 páginas del libro de Alexiévich las constituyen integralmente testimonios en primera persona.
En lugar de un prólogo, el libro ofrece una cita extraída de la revista Amistad del Pueblo de 1985: “Durante la Gran Guerra Patriótica (1941-1945), millones de niños soviéticos murieron: rusos, bielorrusos, ucranianos, judíos, tártaros, gitano, kazajos, uzbecos, tayicos...”. También aprovecha Alexiévich para recordar una pregunta que formulara en su día el gran Fiódor Dostoyevski: “¿Podemos justificar nuestro mundo, nuestra felicidad, e incluso nuestra armonía eterna, si, en su nombre, para fortalecer su fundación, tiene que derramarse una única y pequeña lágrima de un niño inocente?”. El propio Dostoyevski respondía: “esa lágrima no justificaría ningún progreso, ninguna revolución. Ninguna guerra. Esa lágrima siempre pesará más. Sólo esa pequeña lágrima...”.
“¿Por qué le dispararon en la cara? Mi madre era tan guapa...”
En su sufrimiento, los niños del libro de Alexiévich fueron mucho más allá del llanto. Con edades comprendidas entre los tres y los catorce años, lloraron desconsoladamente, por supuesto, pero también gritaron desconcertados por la muerte de sus padres, madres, hermanos y abuelos. La mayoría quedaron traumatizados.
“¿Por qué le dispararon en la cara? Mi madre era tan guapa...”, se pregunta Volodia Korshuk, un profesor y doctor en historia entrevistado por Alexiévich en Últimos testigos. Tenía siete años cuando perdió a su madre. A su ciudad, Brest, en la frontera de Bielorrusia con Polonia, la guerra no tardó en llegar. La ofensiva del III Reich obligó a una traumática evacuación que, para Korshuk, supuso de inmediato una vida como niño-soldado en la resistencia. “Era bueno disparando”, cuenta Korshuk a Alexiévich.
Liuda Andreeva tenía cinco años cuando la guerra llamó a la puerta de su hogar. Un día un camión de soldados alemanes paró frente a la casa de su familia donde vivían ella, su madre y su abuela. Los militares ocuparon su casa por un día. Utilizaron la cocina para cocinar. Llevaron a la niña a un cuarto con su abuela. Por la noche, la madre logró escapar con la niña para esconderse. A la mañana siguiente, cuando los alemanes ya se habían ido, volvieron a casa.
Encontraron a la abuela desnuda, atada con cuerdas a la cama. “Grité y grité... no podía parar”, cuenta ya de adulta Liuda Andreeva a Alexiévich. “Durante mucho tiempo tuve miedo de los camiones. Tan pronto como oía el sonido de un camión, comenzaba a temblar”, dice.
Galya Spannovskaya vio empezar la guerra con siete años. Estuvo separada de sus padres tres años en un orfanato. Ella y su madre perdieron pronto a su padre. Su madre se hizo soldado durante el conflicto. Pero la experiencia de la guerra cambió a su madre para siempre. “Mi madre era muy buena, muy alegre”, cuenta esta otra entrevistada por Alexiévich. Después de la guerra, “volvimos a Minsk y vivimos una vida muy dura”. En La capital bielorrusa sólo encontraron escombros.
“Mi madre siempre estaba triste. No hacía bromas y hablaba muy poco. Por las noches gritaba: ¿Dónde está mi madre alegre? Pero por la mañana yo sonreía para que me madre no pudiera imaginarse mis lágrimas de la noche”, se lee en la obra.
Una autora “anti-Putin”
Alexiévich también da la palabra a niños que ayudaron a cavar las tumbas de sus familiares asesinados. También recoge testimonios de menores que corrían para esconderse en los bosques y huir así de las balas y bombas de los aviones que atacaban sus poblaciones.
Valya Brinskaya, otra de las entrevistadas, vio junto a su familia cómo a su hermana Toma le cambiaba el color del pelo por culpa del estrés causado por el peligro de muerte. Vieron cómo todo su pelo se convertía en canas, en un sólo día, tras haber sobrevivido a un bombardeo a la intemperie y bajo la única protección de los árboles.
Muchos de éstos niños acabaron en orfanatos pasando a ser una suerte de “propiedad comunal para toda la nación”, según ha apuntado la escritora estadounidense de origen georgiano Sana Krasikov en el The New York Times. En cualquier caso, a todos esos niños, la guerra les destrozó la infancia. Los horrores de la guerra se llevaron los colores de la niñez. En muchos de los testimonios se alude a que la vida, desde entonces, solo dejó “recuerdos grises, sin colores”.
Porque sus investigaciones siempre estuvieron centradas en pasajes más traumáticos y conflictivos del mundo soviético – ya sea en el la catástrofe nuclear de Chernóbil en el libro Voces de Chernóbil o la ocupación militar en Afganistán en Los muchachos de zinc –, Alexiévich nunca ha sido profeta en su tierra. A Alexiévich se la ha considera incluso una autora “anti-Putin”.
Sin embargo, todos sus libros están hechos a partir de monólogos y entrevistas que la escritora y periodista solo transcribe. Su trabajo consiste, mayormente en dar la palabra a quienes se la negaron en su momento. La de los niños de la Segunda Guerra Mundial está ahora más que nunca al alcance de todo el mundo.