“Una adolescente gorda se echa a perder para siempre. Es una gorda soltera para toda la vida”. Sandra no pronuncia estas palabras en alto, pero sí las piensa, sobre su hija Alejandra. Más que pensarlo, le preocupa, le -en cierto modo- reconcome, escuece y hasta cabrea. “Antes nosotras estábamos más delgadas. La 38 de ahora es la 44 de antes. Lo de ahora no es normal”, llega a maldecir.
Lo que sí le dice y recuerda a su retoña en voz alta es que no puede tomar postre porque “está a dieta” –siempre– y otra retahíla de comentarios con los que infunde terror e incomodidad. Así queda plasmado en las páginas de Sevillana. El debut literario de la periodista Charo Lagares, que no presenta a esta mujer como una supervillana –porque ni es su objetivo, ni en el fondo lo es–, sino que coloca esta situación, tan manida y habitual en torno a las mesas, en una bandeja con forma de libro que no escatima en nada a la hora de reflejarlo.
Fue precisamente escuchar críticas como esta lo que motivó a la autora a querer ahondar en este tema, y usarlo para hablar de las herencias emocionales –no siempre queridas– que se transmiten de generación a generación, la complejidad y belleza de las relaciones maternofiliales; y lo que implica la experiencia de irse de casa, sobre todo si es para cambiar de ciudad.
En el caso de la protagonista del ejemplar editado por Lumen, de Sevilla a Madrid. “Palabras como estas aparecen en cualquier grupo social en el que hay una madre, una hija y un plato de comida. Pero también las he oído en un montón de probadores, en otras comidas, en momentos cerca de la piscina y del mar”, afirma Lagares a este periódico.
“Pensé que tenía que haber una manera muy retorcida y oscura de controlar a veces lo que hacen las niñas, porque para las madres son una especie de representación de ellas mismas. Me parecía que las madres quieren ver sus propias decisiones en los actos de ellas y, por lo tanto, las hijas se convierten en una especie de embajadoras de la forma de ser de las madres”, apunta. Este planteamiento le llevó a la “sospecha” de que con frecuencia “se quiere pastorear la vida de las hijas para que se corresponda con lo que las madres consideran que es ideal”. Que esta tesis fuera tan “retorcida” fue lo que despertó su interés para escribir la novela.
También ser consciente de que es algo que “ves en la sociedad, pero no te llama la atención o te indigna de un primer vistazo. Son unos tentáculos un poquito transparentes, pero que pueden configurar la manera de relacionarte con la comida, con tu cuerpo y con tu familia. Si tu madre te está diciendo todo el rato 'niña no comas postre', le acabas cogiendo un poco de manía, ya no te lo pasas tan bien estando con ella, quieres ir menos a casa, quieres levantarte antes de la mesa. A través de esos comentarios y dónde te ponen el límite, acaba poniéndose también límite a la propia relación”.
Lo complejo y peligroso de que se asuman y adjudiquen ciertos valores al peso es que se acaban interiorizando hasta incluso convertirlos en dogma. “Cuando tu identidad está configurada en la adolescencia, ya no hay quien los rompa”, advierte Lagares.
Madres con identidad propia
El libro funciona a su vez de espejo para las hijas, por cómo ese “adueñarse de unas parcelas de su vida” que ejercen las madres, también se da al revés: “Cuando quieres que tu madre sea de una determinada manera porque piensas que es la madre que mereces”. Un tipo de acciones que se producen durante la adolescencia y la veintena, y que la escritora recuerda que mostraron las películas Barbie y Todo a la vez en todas partes. En su libro, Alejandra lo expresa así: “Me asaltaba la conciencia repentina de que mi madre había existido antes de ser madre, de que había tenido una vida en la que yo no había estado incluida. Ella ya era antes de que yo naciera. No me había esperado para comenzar a ser. Era mi vida la que se había iniciado con ella”.
“Comprender a la mujer que es tu madre al margen de ti es un proceso de madurez. Darte cuenta de que no es una diosa sino que tiene unas limitaciones, problemas, aspiraciones y deseos. Ahí se produce una especie de epifanía de piedad y misericordia y ya no le exiges tanto porque te das cuenta de que solo es una chica”, describe la autora. Y a la que se le saltan las lágrimas. No en vano, la novela arranca con la protagonista recordando cuándo y qué efecto tuvo en ella la primera vez que vio a su madre llorar.
Otro aspecto a gestionar son los patrones que estamos dispuestos y nos conviene o no repetir de nuestros progenitores: “Tenemos identificados a nuestros padres como una especie de diosecillos que nos cuidan, nos quieren, nos protegen, nos dan de comer. Es muy difícil que no asumamos los patrones que ellos mismos repiten”. Para poder romper con ello, Lagares opina que es clave tomar distancia, salir de casa, y si es trasladándose a otra ciudad, mejor.
Alejandra lo hace en la novela, mudándose de Sevilla a Madrid. Un acto no exento de consecuencias y reproches en cada regreso a su ciudad natal. “Cómo os cambia Madrid a todos siempre. Se os pone todo patas arriba, porque es lo que os pasa, que no sabéis ni dónde estáis, y volvéis y no hay quien os reconozca. Lo que hay allí no es vivir, todo el rato de un lado para otro, corriendo a todas partes, que es que no podéis ni comer en casa, y luego cuando es fin de semana y parece que ya sí, os vais por ahí, que yo no sé para qué vivís en Madrid si luego ni lo conocéis, como quien vive en Huesca, que lo único que conocéis son los bares”, le espeta al personaje una amiga de su madre durante una de sus visitas.
Los acentos revelan quiénes somos y quiénes queremos ser
Lagares explica que en estas 'vueltas a casa' opera la dificultad de conseguir “no volver a asumir el rol que tuviste y ejercer de nuevo de hija. Es complicado romper con eso y mostrarte por el temor a 'Cómo has cambiado', 'Se lo tiene creído' o 'Mira cómo habla'. Es difícil entregarse a lo que opine el otro y contenerte por el impacto que vas a causar en él”. Sin reducir estos entornos únicamente a quienes residen en un mismo hogar o un mismo pueblo, la periodista explica sobre las dinámicas que se generan que “las comunidades pequeñas se convierten en una familia. Y en una familia lo que quieres es que cada uno de los miembros sea el mejor modelo posible”.
En el día a día, esto conlleva vivir como si se estuviera participando en un programa de telerrealidad: “Si sales a la calle y te encuentras a tu prima con una amiga, sabes que le va a contar a tu madre con quién te ha visto. Estás permanentemente vigilada porque no es solo una familia, si no una extensión enorme en la que todo el mundo se conoce y comenta y, por tanto, tu comportamiento está mucho más regulado por el ojo del otro”. No obstante, la escritora valora que muchas veces tiene más importancia en la propia persona que en quien la observa. “Pasa mucho en la playa. Crees que todo el mundo va a estar mirando si tienes celulitis o estrías, y en realidad todo el mundo se está mirando a sí mismo. Nadie te está vigilando, se está vigilando”, considera.
Como ya hicieran otras autoras como Greta García en Solo quería bailar, Andrea Abreu en Panza de burro y Aida González Rossi en Leche condensada, Lagares también ha apostado por impregnar de oralidad su texto, con fragmentos escritos con acento andaluz. “Quería que quedara reflejado”, expone la periodista. “Los acentos son detectores del origen social y económico. No quería caer en un saco roto literario. Esta manera de hablar existe, esconde y encapsula el sitio del que vienen los personajes y al que van. Los acentos revelan quiénes somos y quiénes queremos ser”, valora.