Comer le hace feliz. Que lo inviten, más aún. No importa si es en un restaurante de lujo o un menú del día en un motel de carretera. Volver a casa con sus 13 euros en el bolsillo, la cartera cerrada, el buche lleno. No hay nada mejor. Ese es el gran secreto agazapado en el deseo de los escritores, que te paguen el almuerzo. O, por lo menos, el de Manuel Vilas, (Barbastro, 1962) quien aún con una carrera exitosa y varios premios a las espaldas lleva clavadas las palabras de su madre en una tarde de infancia: “Hijo mío, sobre todo no seas un muerto de hambre”. Desde entonces, Vilas zampa aunque tenga dinero en el banco porque, dice, el hambre del pobre nunca se va aunque tengas la suerte de escapar a tu estirpe.
El aragonés expone sus grandes obsesiones en unas memorias noveladas donde mira al mundo desde el prisma socarrón de alguien que, ahora sí, se hace viejo. Habla de política, de depresión, de las miserias del oficio literario en el contexto español. De que, para que te tomen en serio, siempre hay que ir vestido de punta en blanco, con la camisa recién planchada y el botín reluciente. Aunque después mire en derredor y sus compañeros vayan todos en sudadera y calzado de deporte. Pero él insiste y se presenta bien peinado y encamisado en la cafetería del Círculo de Bellas Artes en una de las primeras tardes de otoño en Madrid para hablar con elDiario.es del gran objetivo de la escritura: perseguir la creación de El mejor libro del mundo (Destino), que es, también, el título de su última obra.
Comencemos por el principio, que es casi el tema central de la novela: la obsesión con la edad y entrar en los 60. Habla de sus inicios y cómo la publicación de Ordesa le cambió la vida al entrar en un club cultural que, hasta entonces, le había sido vedado, ¿Ha sido un viaje escribir este libro?
Efectivamente, Ordesa me cambió la vida y ese es uno de los temas del libro, pero lo más importante para mí ha sido encontrarme con cierta edad. Cumplo 60 años cuando me pongo a escribir, hoy ya 62, y yo nunca pensé que iba a ser un sesentón [risas]. Siempre me imaginé con 30, 40 o incluso 50, que es una edad muy llevadera. Pero me iba a quedar ahí y resultó que no. Y el día de mi cumpleaños tuve una certeza aplastante: tenía más pasado que futuro. Ya no me quedaba mucho camino y, claro, me dio una crisis existencial y decidí que tenía que intentar escribir el mejor libro del mundo como una utopía inalcanzable llena de ironía. Algo para llenarme.
Además, lo bueno de ir cumpliendo años es que ya puedo escribir sin filtros. Ya me toca, por edad, escribir de lo que me de la real gana. Que la gente, los amigos, se te mueren como moscas entre los 60 y los 70 y yo no quería irme sin hacer algo libérrimo, algo que diga todas las cosas que no se dicen sobre el oficio de la literatura.
En este libro Manuel Vilas, otro Manuel Vilas que se parece mucho a usted, se ha quitado la vida tirándose de una torre sin historia. Defenestrándose en un lugar sin romanticismo. Nos lo cuenta su editora imaginada en el prólogo de un libro que está atravesado por la muerte y su posibilidad de forma constante. ¿Por qué quiere hablar a los lectores desde el mundo de los muertos?
Pensaba que alguien que va a morir no miente. Esa era la idea poética. Cuando te acercas a alguien que, desde la primera página, sabes que está muerto entiendes que ha escrito todo sabiendo que se iba a matar, a suicidar. Por tanto, asumes que lo que estás leyendo es su verdad. ¿Qué sentido tiene mentir si te vas a quitar de en medio?, esa era la premisa.
La novela es un constante mirar atrás, a su vida como escritor, reflexiones vitales en torno a la existencia misma, el mundo que le rodea y los artistas que, entiendo, han conformado su universo cultural: Gil de Biedma, Rimbaud, Baudelaire, Jorge Manrique… A todos los mira con un halo de tristeza porque están muertos. Considera que ya no son nada. Esto lo marca mucho cuando retrata el deceso de Javier Marías, ¿por qué?
Yo era muy amigo de Fernando Marías y a Javier también lo conocí pero de vista, no éramos amigos. Entonces Fernando se murió y, poco después, lo hizo Javier y, claro, esa coincidencia de apellido me llamó la atención. En ese momento pensé en una de las supersticiones humanas sobre Javier Marías que en el imaginario colectivo de la cultura española era uno de nuestros grandes escritores, casi el heredero de Cervantes. Siempre estaba en las quinielas del Nobel, aunque habría que ver cómo de cierta era su candidatura, y todas sus novelas eran reverenciadas. Y de repente, pum, se muere y va a acabar en el mismo sitio en el que está mi amigo Fernando, que no gozó de esa fama en vida pero fue un hombre mucho más vital. Un hombre apasionado, entregado a la vida. Ahora están los dos en el mismo sitio y ya no saben si son leídos o no. Ya da igual.
Este es un triunfo de la vida biológica sobre las supersticiones culturales de nuestra civilización. Me pareció bastante gracioso comparar a mi colega con Javier Marías y pensar que, en el balance final, a él le fue mejor porque le dedicó más tiempo al aire libre. A la vida normal de un ser humano.
Aún así, a pesar de dudar de si sacrificar una vida a la literatura sirve para algo, no hace más que recordar las vidas de los otros, de quienes fueron grandes. De todos los artistas que pasean por su novela, ¿cuál es el que más ha cautivado a Manuel Vilas?, el que más ha permeado en su vida.
En lo literario, Kafka, sin duda. En lo musical, Lou Reed. Miro con cierta tristeza todo, pero también destaco los grandes hitos de la literatura. Celebro sus triunfos. Mira a Cervantes, la palabra castellano se dice en 100 lenguas. Eso es todo un triunfo. Y yo también me alimento y me ilusiono con el éxito literario. De vez en cuando aparece un autor inmenso y la literatura sigue en pie. Yo los califico como buenos o malos empresarios: los malos empresarios son los que caen en el olvido y los buenos son los que siguen facturando.
En España, gracias a Cervantes, seguimos comiendo. De hecho le dedico un capítulo en el que digo que gracias a él los escritores españoles sobrevivimos. Además de que los españoles tenemos una característica muy nuestra: queremos ser funcionarios de la literatura. Nos gusta el estatus, la vida del escritor, más que sentarnos a teclear delante de la pantalla.
Los españoles queremos ser funcionarios de la literatura. Nos gusta el estatus, la vida del escritor, más que sentarnos a teclear delante de la pantalla
Hablemos de dinero. La clase social impregna toda la novela, si es que se puede llamar así. De hecho, se burla del Nobel de Literatura porque se lo dan a gente anciana en el final de su vida. Le cito: “Hay mucho sadismo en otorgar premios con mucho dinero a octogenarios que ya no van a poder gastárselo viviendo pasiones: es decir, amando, follando, viajando” ¿Cuándo hay que premiar, entonces, a los escritores?
¡Me lo podían dar ahora a mí!, y así me puedo comprar 'un Lambo' [estalla de risa]. En cualquier otra profesión la excelencia se premia antes, pero es que en la literatura, ¡coño!, te dan un premio con 80 u 85 años. Quienes se ponen contentos son tus nietos que son los que se van a gastar la pasta. Va directa para ellos. O sea, yo tengo un abuelo a quien le dan ahora el Nobel y digo, joder macho, ¡de puta madre!, con los 200 millones que me va a dar el abuelo me compro un piso. Me resuelve la vida.
Esta bien que te lo den, claro, pero a esa edad ya no puedes hacer nada. ¡Qué es la vida si no es pasión o celebración y estar y sentirte vivo! Con esa edad lo más probable es que tengas problemas de movilidad o estés en silla de ruedas. No lo vas a poder disfrutar. Es paradójico que a alguien se ha dedicado a la celebración de la vida, como es un escritor, lo reconozcan cuando ya no le queda vida. En España llegaron al punto sádico de darle el premio Cervantes a Nicanor Parra con 99 años. ¿A dónde vas con eso?
Siguiendo con el tema del dinero, el Vilas ficticio nos habla casi desde una perspectiva de clase. Desde el hambre del pobre que se sorprende y alegra cuando lo invitan a comer, a los bufetes de los restaurantes. De hecho incluso se inventa un ancestro, un alter ego, el ‘Mendigo Enamorado’ ¿Tiene conciencia de clase o perspectiva de dónde está usted con respecto al mundo?
Un precepto, cuando escribí este libro, ha sido la idea de que no fuese privativo de la literatura, sino que fuese representativo de cualquier trabajo, cualquier profesión, en este 2024: un congreso de periodistas, de médicos, etc. Seguro que al cirujano jefe de un hospital le dan una mejor habitación que a un joven en prácticas, por ejemplo. Me interesaba ver cómo la construcción social de la civilización se basa en dos conceptos que están en la obra de Kafka ya tratados, que son jerarquía y poder. Sin jerarquía y sin ejercicio de poder los seres humanos se quedarían ciegos. No sabríamos distinguirnos los unos de los otros si de repente fuéramos todos iguales, nos volveríamos locos.
Es paradójico que a alguien se ha dedicado a la celebración de la vida, como es un escritor, lo reconozcan cuando ya no le queda vida. En España llegaron al punto sádico de darle el premio Cervantes a Nicanor Parra con 99 años. ¿A dónde vas con eso?
A este respecto me interesa mucho también cómo incide, varias veces, en la importancia de la vestimenta para que te tomen en serio. Vestir de traje para que luego quieran pagarte en un evento literario, para no ser, en definitiva un impostor.
Mi padre era un viajante de comercio y mi madre una ama de casa que casi no sabía escribir. Vengo de una familia donde hubo dificultadas económicas importantes. Y ves y oyes cosas que, cuando eres pequeñito, tienen un poder de grabación salvaje. Hay dos cosas que, creo, arrastran todos los que vienen de haberlas pasado mal: la comida y el vestir. Tienes que estar siempre de punta en blanco, controlar tu aspecto. Si voy a dar una conferencia jamás se me ocurre ir en camiseta, vaqueros y deportivas. Pienso que a lo mejor no me van a pagar si me ven con pintas. Luego veo que colegas míos van a festivales vestidos de cualquier manera y pienso “hostia, estos tíos se arriesgan a que no les paguen”. Es un poco complejo de pobre, porque alguien que haya tenido una vida fácil no se lo plantea.
A lo largo de la trama lanza muchas pullas y se ríe del oficio del escritor y sus egos. Me gusta en concreto la cita en la que dice que “la muerte de los escritores es un espectáculo público” o aquella de que “las redes sociales han abundado en todas nuestras supersticiones sobre el éxito o el fracaso”. ¿Cómo se relaciona usted con el oficio y sus propias contradicciones? ¿Es egocéntrico?
Yo soy vulnerable. Imagínate, estoy en un club de lectura y viene un lector y me dice que mi novela no le ha gustado. Entonces me quiero morir por haberlo defraudado. Si por el contrario me dice que mi novela le ha cambiado la vida, automáticamente me convierto en el hombre más feliz del mundo. Tengo una dependencia total de mis lectores porque trabajo para ellos. Ellos son los que compran tus libros y si lo decepcionas es una putada porque un libro vale 20 euros. Veinte euros que provienen de un salario.
Esto no lo dirán muchos escritores, pero la responsabilidad de que una novela vaya bien o mal es mía. Normalmente es algo que no se confiesa porque el ser humano es así. Se dice que el público no te ha entendido o se miente con el número de copias vendidas. Dicen que han vendido 50.000 y han sido 500. Eso es cómico, porque dentro del oficio todo el mundo sabe todo. Es la comedia que existe en todas las profesiones.
Si voy a dar una conferencia jamás se me ocurre ir en camiseta, vaqueros y deportivas. Pienso que a lo mejor no me van a pagar si me ven con pintas. Es un poco complejo de pobre, porque alguien que haya tenido una vida fácil no se lo plantea
También se centra en escritores desaparecidos que “no llegaron a nada” y en un recuerdo personal: Ana María Navales. Dice que el escritor ante todo desea el premio, el reconocimiento y, en concreto, el escritor español desea convertirse en un funcionario de la literatura. Háblenos de eso.
Ana María Navales fue una escritora aragonesa con la que tuve trato cuando era un jovencito y empezaba a escribir. Ella era una mujer que tenía una vocación literaria inmensa, una fe en la literatura enorme. Se había leído todos los libros posibles y vivía para la literatura desde que se despertaba por la mañana hasta que se iba a dormir. Todo era literatura y todo era un pensar que “si no me reconocen hoy, mañana seguro”, pero el mañana para ella fue la muerte y murió sin ser reconocida. Y ahora nadie la lee. Yo siento mucha ternura al respecto porque todos vivimos con esa esperanza tonta de marcar la diferencia en algo, por pequeño que a veces sea. Quizá pretendas hacer la mejor paella del mundo. Pero, al final, esa receta se pierde.
Hablando de recetas, para terminar vamos a pedir la suya, ¿cómo escribe Manuel Vilas 'el mejor libro del mundo'?
Mi receta es dejarse llevar por la utopía, porque esta idea que es la ilusión de querer hacer algo excelente nos alimenta mientras estamos vivos y nos ayuda a vivir. Así evitamos caer en el vacío de no saber qué demonios hacer con esto que llamamos vida.