Vuelve a las librerías españolas Metrópolis, novela hermana del clásico cinematográfico dirigido por Fritz Lang. Ambas obras fueron escritas por Thea von Harbou, antigua actriz reconvertida en escritora e importante guionista que trabajó con Lang (su entonces marido), F. W. Murnau y C. T. Dreyer.
Esta patriota prusiana defendió cambios legislativos progresistas en materia de igualdad sexual. Posteriormente fue seducida por el nazismo, se afilió al Partido Nacionalsocialista Obrero en 1932 y lideró el colectivo de guionistas alemanes durante el Tercer Reich. Con todo, nunca llegó al nivel de compromiso mostrado por Leni Riefenstahl, la cineasta que convirtió los desfiles de masas hitlerianos en objeto estético (y propagandístico) mediante El triunfo de la voluntad.
El auge y caída de Hitler provocó que estudiosos como Siegfried Kracauer buscasen signos tempranos de nazismo en la cultura de la República de Weimar. Y Metrópolis fue señalada como una obra con mensaje totalitario. Seguramente influyó en su creación el contexto de crisis económica: Weimar estaba hundida en el desempleo y la hiperinflación, ambos relacionados con su enorme deuda externa.
Caer en la miseria para pagar la factura de la Gran Guerra era una humillación más, y otro caldo de cultivo para extremismos nacionalistas. Ese difícil presente inspiró a Von Harbou una ciudad futurista partida en dos: una élite habita la superficie, mientras que una masa esclava vive en construcciones subterráneas.
Pesadillas de desigualdad
Metrópolis está gobernada sin piedad por Joh Fredersen, arquitecto y especulador bursátil. Su hijo Freder, en cambio, comienza a empatizar con los obreros tras ser concienciado por una joven virginal. Esta última, María, tranquiliza a los trabajadores más revolucionarios anunciándoles la llegada de un salvador.
Partiendo de este elenco de personajes, Von Harbou explica una tesis repetida a lo largo de la obra: “El mediador entre el cerebro y las manos ha de ser el corazón”. El mismo Freder sería la persona destinada a facilitar un pacto entre élite y esclavos. Pero este planteamiento, aparentemente bienintencionado y fraternal, legitimaría a cualquier dictador mínimamente compasivo. Y desactivaría la movilización social: la caridad del pudiente volvería a imponerse a los derechos ciudadanos.
Von Harbou imaginó un mundo con graves conflictos sociales. Pero en un contexto de descrédito de lo parlamentario, de golpes de Estado y estallidos populistas, inventó una respuesta que parece estar fuera de la política convencional. Respaldó la espera resignada de mejoras sociales, recurriendo además a personajes con aires bíblicos, y esto puede recordar al conservadurismo clásico.
Sin embargo, su deseo de unidad social con jerarquías muy marcadas remite a los fascismos. Al fin y al cabo, la autora parece asumir los terribles conceptos de Joh Fredersen, sólo que matizados por la misericordia de Freder. Los obreros “están donde deben estar, son lo que deben ser”. Sus vidas han de ser mejoradas, y ahí entra la piedad cristiana, pero nunca se habla de proporcionarles educación.
El sistema explotador se suaviza al proponer un retorno a lo humano. La Máquina Corazón, alimentada por la fuerza de los trabajadores, sería sustituida simbólicamente por el corazón biológico del mediador. Pero de producirse cambios en ese modelo clasista y autoritario, vendrían desde dentro de ese modelo y dependerían de la generosidad de los poderosos, de la sinceridad de Joh Fredersen cuando afirma que la preocupación por su hijo le ha cambiado.
El desenlace causa estupefacción: los esclavos siguen dispuestos a obedecer a su amo aunque este había planeado su genocidio. Y Freder, valiente pero ingenuo, acaba actuando como un delegado de sindicato vertical nepotista. El parecido entre ese 2026 de ficción y nuestro año 2014 muestra una terrible regresión a escenarios de principios del siglo XX, cuando apenas existían contrapesos al poder del patrón.
Una novela sentimental
Más allá de las interpretaciones ideológicas, Metrópolis ha sido estudiada... y cuestionada. Esto último no debe sorprender: disfrutar este relato de amores ideales y discursos sublimes exige dejar de lado la incredulidad. La escritora ya había mostrado su gusto por ficciones populares en La tumba india o el guión de El doctor Mabuse y, a la vez, su atracción por clásicos como el poema épico 'Cantar de los nibelungos'.
Con Metrópolis tuvo en cuenta La Eva futura del simbolista Auguste Villiers de l'Isle-Adam. Pero optó por una emotividad casi romántica combinada con alegorías religiosas, y ambos aspectos son tan llamativos que roban protagonismo a la propuesta intelectual. Su enfoque evocador, poético, puede desarmar. Pero también adquiere tintes inquietantes a causa del contexto y el mensaje de la obra: el conjunto desprende algo de ese irracionalismo que, en opinión de Kracauer, fue explorado por el régimen nazi.
El escritor H. G. Wells, que imaginó otros futuros en Cuando el durmiente despierta o en La máquina del tiempo, echó en falta más detalles de organización económica y logística en la Metrópolis cinematográfica. La versión literaria no proporciona muchos datos añadidos, y también tiende a la abstracción. Pero su crítica parece injusta, porque Von Harbou no perseguía la verosimilitud, sino la emoción y la impresión estética: incluyó delirios y visiones, dioses paganos, robots, magos y pasadizos subterráneos. Mientras insistía, también, en la exposición de una tesis.
Sea como sea, los más cinéfilos podrán acercarse a una novela que zurce algunos descosidos de la película, eliminando alguna casualidad especialmente increíble y dotando de más profundidad a su inmaduro protagonista. Von Harbou apeló a las pasiones del público, y lo hizo apasionadamente. En su despliegue de referencias culturales, en la fuerza y el riesgo de algunas descripciones, fue más allá de lo estrictamente funcional. De cada lector dependerá si goza de sus historias de amor y sacrificio, y si examina los hilos de fascismo (intencionados o inconscientes) que estas pueden incluir.