Un día de octubre de 1956, Yevguenia Yákovlevna Iváshchenko salió de su casa en una ciudad germanooccidental sin avisar a nadie y nunca más volvió. Tenía solo 36 años y dos hijas, de cuatro y diez años, que se quedaron en el mundo sin conocer muchos más datos de ella o del resto de la familia. La mayor es la escritora Natascha Wodin y, muchos años después del suceso, consiguió recomponer la historia de sus antepasados a través de un proceso enrevesado que cuenta en su exitoso libro Mi madre era de Mariúpol, publicado en España por Libros del Asteroide en 2019 con traducción de Richard Gross.
La existencia de la progenitora de Wodin fue un horror casi desde que nació en la ciudad ucraniana. Sufrió las represalias del régimen de Stalin debido a su pertenencia a una clase acomodada y durante la Segunda Guerra Mundial la llevaron desde su localidad natal a Alemania junto a su marido para trabajar en una fábrica de armamento del consorcio Flick en Leipzig. Formó parte de la comunidad de soviéticos a la que sometieron a trabajos forzados en Alemania y de la que nadie se quiere acordar al echar la vista atrás.
“Los hombres y mujeres deportados a Alemania a la fuerza fueron machacados hasta la muerte por la industria bélica germana, pero incluso décadas después de terminar la guerra, los crímenes cometidos contra ellos, cuyo número oscila entre seis y veintisiete millones –los números oscilan de manera dramática según la fuente que se consulte– solo tuvieron algún eco en algún parvo relato de hoja parroquial o periódico dominical de limitada difusión. Solían ser mencionados de paso, ‘entre otros’ y junto con los judíos, siendo un apunte marginal, un apéndice del Holocautos”, explica la escritora en su libro.
Madre desaparecida
La autora estuvo buscando información sobre su madre por diferentes vías, aunque su esfuerzo resultó infructuoso en todos los casos. Ni la Cruz Roja, ni los archivos o centros de estudio ni personas de Ucrania o Moscú consiguieron darle datos. Tampoco aparecía en las listas de víctimas o ficheros. De la mujer que había sido en Ucrania antes de tenerla a ella solo conservaba tres fotografías, su acta de matrimonio y un icono que se había llevado en el hatillo de viaje.
Pero un día, después de teclear Yevguenia Yákovlevna Iváshchenko en un buscador de internet ruso, obtuvo un resultado que podría estar relacionado con su madre. El dato aparecía en una página llamada Azov’s Greeks [Mariúpol está situada a orillas del mar Azov y Greeks hace referencia a la comunidad griega que había en la ciudad], que también ofrecía un servicio de búsqueda de familiares. Así conoció a Konstantín, un ucraniano de orígenes griegos, apasionado de los árboles genealógicos. Juntos fueron desenmarañando los hilos familiares de Wodin hasta que llegaron al momento en el que ella misma aparece.
No es una historia bonita ni esperanzadora. Es el relato de una experiencia –la de su madre pero también la de todo un país– llena de desgracias, miseria, hambre y destrucción. La propia autora lo resume en apenas un párrafo: “Mi madre había nacido noventa años atrás, de los cuales solo había vivido treinta y seis, y no fueron años cualesquiera, sino los de la guerra civil, las purgas y las hambrunas en la Unión Soviética, los de la segunda guerra mundial y el nacionalsocialismo. Había quedado atrapada en la trituradora de dos dictaduras, primero la de Stalin en Ucrania, luego la de Hitler en Alemania”.
La ciudad de la infamia
Mi madre era de Mariúpol se publicó por primera vez en Alemania en 2017 y ganó el premio Alfred Döblin y el premio de la Feria del Libro de Leipzig. Richard Gross, encargado de traducirlo al castellano, comenta que el texto le cautivó por su arquitectura, que cumple a la perfección con las leyes de la dramaturgia, según sus propias palabras. Y, por supuesto, por su contenido. De hecho, considera que el libro puede leerse como un manual de historia rusa del siglo pasado que si se enlaza con los hechos que han ocurrido y ocurren después del final de la novela –“Las continuadas agresiones de la Rusia de Putin contra el Estado ucraniano (ocupación y anexión de Crimea y del Donbás) y la guerra que hoy presenciamos”– puede conducir a la conclusión de que “los ucranianos son el pueblo más zarandeado por la historia europea de los últimos cien años”.
Todo lo que está sucediendo en las diferentes partes de Ucrania a las que ha llegado la violencia solo puede describirse como horrible, sin ningún tipo de atenuante. Y Mariúpol está siendo el escenario de algunas de las atrocidades más sobrecogedoras de la guerra, como la del ataque aéreo ruso a un hospital infantil y un centro de maternidad. Actualmente, esa localidad en la que vivían medio millón de habitantes está sitiada por el ejército ruso y según varias ONG está sufriendo una grave crisis. El pasado 13 de marzo, el presidente del país, Volodímir Zelenski, anunció que está a punto de llegar el primer convoy de ayuda humanitaria.
Por supuesto, no es la primera vez que Mariúpol sufre el crimen –Gross indica que durante la guerra mundial (1917 –1922) la ciudad cambió hasta diecisiete veces de ocupante– así que no es extraño que cuando la escritora intenta imaginar a su madre en su juventud la sitúe en una urbe oscura, pobre y llena de nieve. Pero un día, antes de que la investigación sobre su familia avance, descubre gracias a una noticia en la sección de deportes del periódico que la localidad no es como ella pensaba.
“El mero hecho de que la ciudad tuviera un equipo de fútbol resultó tan decepcionante que mi Mariúpol interno se desintegró como una seta podrida”, expresa Wodin en su libro. “Supe que se trataba de una ciudad con un clima eminentemente suave, un puerto del mar de Azov, el más cálido y somero del planeta. Se hablaba de vastas y dilatadas playas de arena y de infinitos campos de girasoles. Los futbolistas alemanes resoplaban por las temperaturas veraniegas, próximas a los cuarenta grados”, dice. A cualquiera que vea las imágenes de la ciudad después del bombardeo ruso, también le resultará difícil imaginar que pudo ser un lugar idílico en algún momento.
Una mirada crítica
La escritora alemana concedió hace unos días una entrevista al periódico Berliner Zeitung en la que ofrece opiniones muy matizadas sobre lo que está ocurriendo en el país de sus padres. Rechaza por completo la actuación de Putin, que considera que no tiene ninguna justificación, pero también piensa que “quizá la guerra se hubiera podido evitar si Occidente se hubiese comportado de otra manera”.
Este tipo de cuestionamientos pueden resultar chocantes, especialmente si los realiza alguien con un pasado familiar como el de Wodin, pero quizá Mi madre era de Mariúpol ayude a comprender mejor el porqué de las respuestas de la escritora. Conocer la historia de un país es esencial para poder entender su idiosincrasia y quizá analizar su presente. O, al menos, para no hablar sin saber y emitir juicios sin fundamento en una realidad cargada de noticias falsas y estrategias de comunicación dirigidas a reforzar ideas preconcebidas.
Gros destaca que el libro de Wodin no está articulado en torno a un antagonismo ruso-ucraniano, pero que algunos de sus elementos sí pueden servir para descifrar algunos factores del conflicto bélico actual. Por ejemplo, Mariúpol se presenta como una ciudad cosmopolita y multiétnica, más cercana al europeísmo y se explica que Ucrania tiene una lengua propia por lo que “el lector podría entender por qué Putin pudo acusar al Gobierno ucraniano de ‘ucranización lingüística’ en detrimento de la población rusohablante”, sostiene el traductor. Son algunos detalles que quizá alguien quisiera discutir, pero el testimonio de Natascha Wodin recuerda que cuando la historia se repite y vuelven las armas quien sale perdiendo es el pueblo. Y eso es irrebatible.