Contra todo pronóstico y por sorpresa irrumpió hace poco más de un año en las librerías La España vacía (Turner), un ensayo cultural narrado a caballo entre la crónica histórica y el reportaje periodístico, escrito por Sergio del Molino (Madrid, 1979). Las buenas críticas en los medios de comunicación, los premios recibidos y, sobre todo, el boca a boca entre los lectores han convertido el libro en una indiscutible referencia y han marcado un antes y un después en la aproximación de las jóvenes generaciones a un mundo que se muere, a una civilización rural que desaparece.
Tras la estela de La España vacía han aparecido o se han reeditado títulos con el denominador común de estar escritos por autores jóvenes que se han aventurado por los caminos de esa enorme región de nuestro país azotada por el abandono, la emigración y el envejecimiento de sus poblaciones. En una lista que podría ser mucho más larga podemos destacar Los últimos. Voces de la Laponia española, de Paco Cerdá; Palabras mayores, de Emilio Gancedo; Vidas a la intemperie, de Marc Badal (estos tres en la editorial Pepitas de calabaza, una editorial radicada en La Rioja); o El viento derruido (editorial Almuzara), de Alejandro López Andrada.
Pero La España vacía ha ido más allá del éxito editorial al poner nombre literario a un territorio, al definir tanto una idea como un sentimiento. Sergio del Molino explica de esta manera a eldiario.es las claves del fenómeno: “Creo que la sensibilidad actual de la sociedad española estaba esperando un libro así. Podríamos decir que este ensayo ha conectado con un ambiente, un estado de ánimo, que estaba aguardando ese debate pendiente sobre la España rural”.
Muy lejos tanto de las idealizaciones de los paraísos perdidos como de los desprecios hacia la cultura campesina, Del Molino y los otros autores citados han abordado el tema desde la perspectiva de unos jóvenes nacidos en una España urbana y pretendidamente moderna, pero que ansían conocer el mundo que vivieron sus padres y sus abuelos.
Aquellas fueron unas generaciones que, en muchas ocasiones, no pudieron o no supieron contar los cambios inmensos que experimentó este país en la segunda mitad del siglo XX y cuyos efectos llegan hasta hoy mismo. Decía el antropólogo e historiador Julio Caro Baroja, una autoridad incuestionable, que durante 3.000 años la civilización apenas se transformó en sus aspectos esenciales hasta que llegó el paso de un mundo rural a otro urbano. Del Molino subraya que intentó, sobre todo, emprender un viaje cultural con La España vacía, “una aproximación de explorador” a un mundo que no había vivido pero que representa sus raíces y sus señas de identidad. Ahora bien, estos autores nacidos en los años setenta u ochenta reconocen que han bebido en la tradición reciente que arranca en un maestro como Antonio Machado, sigue con la brillantez de un Miguel Delibes y llega hasta Julio Llamazares que en 1988 publica La lluvia amarilla, una impresionante novela sobre el último superviviente en una aldea del Pirineo aragonés.
Si bien Llamazares (Vegamián, León, 1955) cultiva diversos géneros y temáticas, que van de la novela al periodismo pasando por la poesía, los nuevos exploradores literarios de la España rural señalan al escritor leonés como su referencia más cercana. “Cuando publiqué La lluvia amarilla o Luna de lobos a finales de los ochenta”, comenta, “me consideraron un tipo raro, un friki, que se interesaba por historias extrañas. Pero siempre he pensado y sigo pensando que la España real, en la que incluyo por supuesto a ese mundo rural alejado de la costa y de las grandes ciudades, guarda poca relación con el país que aparece en los solemnes debates políticos o en las informaciones de muchos medios de comunicación. Así pues, existe una España callada que se preocupa por temas con fibra emocional como la memoria histórica o la despoblación del campo, unas historias muy importantes alejadas del eterno conflicto en Cataluña o de la corrupción interminable que ocupan toda la atención de la política o del periodismo”.
En una línea similar se manifiesta el editor Javier Santillán, responsable de Gadir, uno de los sellos que más ha publicado en los últimos años a clásicos contemporáneos que han narrado esa España marginada (Antonio Ferres, Abel Hernández, Dionisio Ridruejo…). A juicio de Santillán, varios factores están contribuyendo a que este género se abra un hueco entre los lectores. “Han coincidido”, afirma, “una cierta añoranza por la vida en el campo, una saturación urbana plagada de posmodernidad y de artificio, un libro que ha actuado de detonante como La España vacía y el apoyo de escritores y críticos de primera fila. Tampoco cabe olvidar que la literatura de viajes en este estilo es capaz de suscitar, por un motivo u otro, la empatía de un sector de lectores”.
Sin lanzar las campanas al vuelo y pese a sus temores de que este fenómeno se diluya como una moda más, el editor de Gadir reivindica las miradas inteligentes y sensibles sobre la España rural. Dentro de su catálogo cita El canto del cuco, un agridulce diario del escritor y periodista Abel Hernández nacido en 1937 en Sarnago, un pueblo de Soria deshabitado desde hace años y que un grupo de vecinos ha comenzado a reconstruir y habitar a temporadas en una respuesta popular que enlaza con movimientos como el de Teruel Existe.
La visibilización del abandono
Pero más allá del éxito literario, la pregunta que planea sobre este fenómeno apunta al revulsivo que pueda significar para los poderes públicos, asentados en las poltronas de lejanas urbes, y también para los propios habitantes de esa España vacía. ¿La carga reivindicativa de estos títulos puede colocar el problema en la agenda política? ¿Está provocando reacciones para impedir esta demotanasia (una muerte pacífica de la población), un término acuñado por la investigadora María Pilar Burillo? “Estamos observando ya algunos efectos, aunque sean escasos y con frecuencia oportunistas”, opina Del Molino, “y antes o después aumentará la exigencia a los políticos para que atiendan las necesidades de una parte abandonada de nuestro país donde viven gentes que son consideradas como ciudadanos de segunda”.
El autor de La España vacía no olvida que muchos habitantes de urbes como Madrid o Barcelona creen sentirse más cercanos a la vida en Hong Kong que a sus compatriotas de Cuenca o de Huesca, a apenas un par de horas de coche.
Tras décadas de lucha por visibilizar los problemas de esos territorios abandonados, Llamazares se declara escéptico, pero con un punto de esperanza. “La España rural”, concluye, “no es rentable políticamente porque representa pocos votos. Ahora bien, estamos viendo que los desequilibrios territoriales en nuestro país significan un lastre insoportable del que surgen otros desequilibrios políticos, económicos o sociales. ¿Acaso los incendios forestales no son más devastadores porque ya casi nadie cuida los bosques? ¿Acaso las nevadas no generan más dificultades porque ya no queda gente en los pueblos para retirar la nieve?”.
Una y otra vez sobrevuela sobre la España rural una lúcida y magnífica novela de Miguel Delibes, escrita en los años setenta, en plena euforia de recuperación de la democracia. Todavía hoy El disputado voto del señor Cayo se alza como una insuperable metáfora de la mirada paternalista y despectiva del poder hacia una España rural de la que procedemos todos. Aunque a veces lo ignoremos.