¿Cuál es el sentido de una versión âtambién llamado retellingâ de un clásico, en literatura o en cualquier arte? Esa es la primera pregunta que debería hacerse. Enriquecer o complementar el original al adoptar el punto de vista de un personaje secundario, retomar la historia allí donde concluyó o imaginar un desenlace alternativo, por ejemplo. Es lícito elegir una obra ajena como inspiración o base; la humanidad lleva siglos contando una y otra vez los mismos conflictos, de forma más o menos encubierta. Las reinterpretaciones de mitos y cuentos populares se han convertido casi en un género propio; y también abundan las aproximaciones a novelas modernas.
Una de las últimas en sumarse a la tendencia es Julia (2023; Destino, 2024, trad. Pilar de la Peña Minguell), de Sandra Newman (Boston, 1965), centrada en la coprotagonista de 1984, el clásico de George Orwell publicado en 1949 que Destino ha relanzado con una nueva traducción de Javier Calvo y una cubierta a juego con la de su 'hermana'. Newman, por su parte, debutó en 2002 y en castellano ya se había publicado su distopía Un mundo sin hombres (Seix Barral, 2023, trad. Julia Osuna) y el ensayo Cómo no escribir una novela (Seix Barral, 2010, trad. Daniel Royo). El proyecto de Julia está autorizado por The Orwell Estate.
Revisar la tradición desde la perspectiva de género, haciendo hincapié en el rol tanto de las mujeres como del colectivo LGTBI+ o las etnias no blancas, es frecuente en un retelling. Por ejemplo, El ancho mar de los Sargazos (1966), de Jane Rhys, toma el personaje de la mujer encerrada de Jane Eyre (1847) para vertebrar una precuela desde una mirada poscolonial. Se trata de dar voz a los silenciados, a los que no tuvieron la oportunidad de contar su versión. Eso trata de hacer Newman, que, utilizando el escenario concebido por Orwell, con el mismo arco temporal, sigue los pasos de Julia, la amiga del protagonista de 1984.
En paralelo al original, narra cómo Julia conoce a Winston Smith y el curso de su relación. Su baza reside en el universo personal de Julia: fuera del espacio común, se mueve por una parte de ese mundo distópico que amplía lo contado por Orwell. A diferencia de Winston, Julia habita el espacio de las mujeres, incluidas las negras, y se acerca a la población menos favorecida, los “proles”. Incursiones en el mercado negro o la comunidad donde viven las jóvenes, con sus jerarquías, que señalan no solo las desigualdades sociales, sino en el cuerpo femenino, esto es, la reproducción y la sexualidad.
Hasta ahí, prometedor. La Julia de Newman es una mujer “liberada” sexualmente, que explora su identidad sin pudor, pese a la naturaleza clandestina de las relaciones. En una sociedad que promueve la castidad, siente atracción por lo prohibido, incluido ese acercamiento a los bajos fondos. Sin embargo, la autora desaprovecha el potencial de su planteamiento al crear una Julia endeble como protagonista. La chica despierta y resolutiva de Orwell aparece como alguien apático, de acciones mecánicas, insulso. Winston no era el colmo del carisma, pero en su medianía como ciudadano –fruto de su integración en el régimen– el autor lo dotó de conflictos morales y emoción.
En Julia todo parece más llano, como si adoptar un enfoque feminista se limitara a crear una protagonista “empoderada” en su sentido más evidente: una mujer que, hasta en las peores situaciones, está al mando, reprime sus emociones y no se achanta a la hora de conseguir sus propósitos. Las vulnerabilidades en torno a la discriminación racial, las diferencias de clase o el aborto se tratan a través de unos secundarios un tanto débiles, poco desarrollados, con los que Julia no llega a implicarse hasta el fondo.
Lujuria o política
En 1984, las relaciones íntimas encarnaban una forma de rebeldía ante el poder. Con todo, a nadie se le ocurriría interpretarla como una novela en la que los personajes usan su cuerpo como fuerza principal para obtener un beneficio. Había un subtexto. Julia, en cambio, se apoya demasiado en la vieja idea de que la liberación de la mujer llega a través del uso que hace de su cuerpo. Incluso aunque lo haga por voluntad propia, hubiera sido más interesante, desde una perspectiva feminista, averiguar qué puede lograr sin recurrir (tanto) a lo más primario. La narración se recrea en lo escatológico y rezuma frialdad; a la novela le falta alma, hondura, verdad.
Volvamos a la pregunta inicial: ¿qué motivación tiene un retelling? Este, ofrecer una lectura feminista. De acuerdo: las aportaciones de Newman al mundo de Orwell están bien encontradas, dan algo que el original no tiene. Ahora bien, vayamos más al fondo: ¿qué sentido tiene una novela, cualquier novela? Una obra creativa se sustenta en un motor, una significancia. Orwell despliega una crítica feroz a los totalitarismos, advierte de la pérdida de libertades, plantea más preguntas que respuestas. Julia carece de esa “visión moral”, esa trascendencia. No queda muy claro adónde quiere ir a parar.
Sí, Julia se pasea, nos enseña cómo malviven los pobres, cómo las mujeres inventan sus códigos. En comparación con El cuento de la criada (1985) –inspirada en 1984 sin ser una versión como tal–, que también relata la situación de las mujeres en un Estado opresivo y poniendo el foco en el cuerpo, Julia no transmite ese clima de terror, de sospecha. Atwood hace un uso admirable del punto de vista y la contención; no hay una línea de más ni un pasaje de relleno; y su secuela, Los testamentos (2019), se centra en la generación criada bajo el nuevo orden de forma mucho más convincente que Julia.
Le falta entidad propia. No termina de engarzar todo ese gabinete de curiosidades en la trama; da la sensación de construirse acumulando capas, más que hacer converger los elementos en una unidad de acción. Como si un cineasta tomara una película y filmara las calles que no se vieron, pero con encuadres y secuencias de peor calidad, sin sello personal; puede ser interesante, pero no pasa de anecdótico. No sería un nuevo filme, sino un fanfic.
De la neolengua al estilo pobre
1984 ejemplifica de forma magistral cómo el lenguaje conforma la realidad y deviene instrumento político. Julia respeta (y amplía) los fundamentos de la sociedad que imaginó Orwell, con sus ministerios, sus reglas y su neolengua. La protagonista, más joven que su homólogo masculino, ha crecido sin conocer la civilización tal como era antes: se habla de la formación que reciben las muchachas y de cómo, como cualquier chica de cualquier época, ansía rebelarse ante el poder. Encuentran zonas en las que escabullirse, todas saben más de lo que se supone que deberían saben, en particular (hay que insistir porque la autora insiste) sobre el cuerpo, la sexualidad y la reproducción.
La prosa está salpicada de neolengua, aunque con un tono juvenil que le resta gravedad; casi se podría decir que entre los personajes hay “comadreo”, hasta cuando subyacen diferencias de jerarquía (ni la guardia resulta amenazante, ni los buhoneros recelosos). El problema: los recursos narrativos adolecen de pobreza y vulgaridad. Lejos de la contención y la sutileza de Orwell, que imprimía dimensión política a cada gesto, el estilo de Newman resulta torpe, tópico y un tanto redundante. Banaliza la neolengua, abusa de las exclamaciones y los tratos de confianza (“claro, tía”), apenas se distingue a cada personaje por su modo de hablar.
La voz resulta ordinaria y ramplona hasta en la (en teoría) tensa recta final (“los guardias eran todos tíos”, “no había quien ahuyentara a las moscas cojoneras”, “me siento como un crío que se ha hecho caca encima”, “le daba igual quién le viera el culo, que era estupendo”). Este apoyo en la jerga se podría entender como un reflejo del entorno de Julia, entre jóvenes y desarraigados; también como una rebeldía contra el poder. Pero la frontera entre romper un tabú y perder la elegancia es débil. Muchos autores han demostrado que un lenguaje próximo a la calle no tiene por qué resultar llano, ni deleitarse en lo soez (mucho caca-culo-pedo-pis, sangre, suciedad).
No hacen falta esos trucos para captar la atención, ni la cursilería para conmover (“Se tiraban al mar y la luna brillaba en sus cuerpos desnudos”, “Las lágrimas no le dejaban respirar”). En general, le falta empaque, tensión narrativa, que no consiste en introducir giros sorprendentes, sino en escribir como el funambulista que cruza el abismo y no se puede permitir trastabillar. Trastabillar es romper el ritmo; si se sale de la línea, el público se cansa de mirar. Por momentos la narración resulta pedestre, además de excesiva; tiene más palabras que 1984, pero expresa mucho menos.
Nadie esperaba que igualara a Orwell, pero de una versión que se pretende feminista cabría esperar más destreza, fuerza, alcance. Hemingway decía que la literatura es arquitectura y no decoración de interiores; a Julia le fallan los cimientos y le sobra maquillaje (más bien manchurrones). El final es poco coherente, no solo con 1984, sino con los tiempos actuales, como si renunciara al olfato crítico para complacer a la masa. Y esa es la peor deshonra que se le puede hacer a esta obra maestra.